Publicado en “Las representaciones de arquitectura en la arqueología de América”, volúmen I (Mesoamérica), páginas 269 a 275, ISBN 968-58-0295-5, editado por la Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM), México, 1982.
En nuestra actual civilización, y particularmente desde hace varios siglos atrás, es normal que a los muertos se les entierre en tumbas y mausoleos, que intentan asemejarse a viviendas o construcciones religiosas en miniatura. A tal grado es común, que ni siquiera llama la atención en un cementerio. Pero si bien el fenómeno no es extrapolable, en una vasta región del Totonacapan precolombino sucede algo muy similiar: las tumbas-mausoleo. Éstas han sido halladas en más de veinte lugares y cubren una región bastante importante en cuanto a extensión geográfica.
La localización de éstas, entre Monte Real, Comapán y Casitas ha sido delineada en los trabajos de Alfonso Medellín Zenil (1960 y 1976) quien es además el que las describe y analiza con mayor detalle.
Estas tumbas-mausoleo representan construcciones verdaderas, tanto cabañas como templos complejos, aunque sus dimensiones no superan por lo general el metro y medio de altura. Lamentablemente no se ha publicado a la fecha un trabajo lo suficientemente detallado al respecto, lo que permitiría compararlas con otros casos similares de Mesoamérica.
Estas tumbas suelen encontrarse tanto formando grandes grupos como en Quiahuistlan, o simplemente aisladas. Parece que en casi todos los casos contuvieron entierros secundarios, ubicados dentro de una cámara incluida en el basamento. Tienen una subestructura con escalinata, a veces con alfardas y dados y un templo o construcción superior, la que puede tener techo plano y a cuatro aguas. Es evidente que los que muestran construcciones complejas y techos planos imitan un tipo de arquitectura diferente por su inserción social, a las que sólo indican su similtud con una cabaña, quizás indicando así un tipo de entierro de élite, imitado fuera de los grandes centros rectores.
La ubicación temporal de estas tumbas es tardía, particularmente son consideradas como un rasgo típico de la última fase cultural del Totonacapan (Medellín Zenil 1976:230).
Dentro de los basamentos eran inhumados los restos de una sola persona, dentro de una pequeña cámara interior hueca, la que poseía un conducto de comunicación con el exterior, denominado “psicoducto” o “almaducto”. En un caso hubo un entierro primario, y casualmente se realizó en la tumba I de Quiahuistlan, la que es más grande que las demás, está ubicada en forma perpendicular al conjunto y no posee templo o construcción superior. Existen tumbas con doble cámara e incluso triple.
El adoratorio superior al igual que en los grandes templos, poseía la figura de un dios, como en la tumba 25 del citado cementerio. También es común encontrar una pequeña escultura de argamasa a un lado del enterratorio, con figuras zoomorfas, que representaban la “tona” o animal con el que se identificaba una persona desde su nacimiento.
Existen algunas tumbas que es necesario citar, ya que la complejidad de su arquitectura las vuelve notables. Hablamos en especial de las de Comapán, con cuatro escaleras y templo superior con la misma cantidad de puertas; o la mayor de ese mismo sitio, con un complejo juego de cornisas en sus muros y los marcos salientes de las jambas verticales de sus puertas. Evidentemente demuestran que los templos sobre pirámides que se realizaron en la región, fueron también de calidad arquitectónica y con grandes diferencias entre unos y otros.