En la historia de la ciencia, aquí y en el mundo entero, hay anécdotas, curiosidades, que no por pequeñas dejan de ser importantes; contribuyen a darle dimensión humana a las grandes personalidades de cada época, nos permiten entender mejor las mentalidades y ayudan a ver los complejos mecanismos por los que discurre la construcción del saber científico. Esta historia, que levantó adherentes y contrincantes en su momento, fue rápidamente olvidada; era tan compleja que nadie quiso volver a revisarla. Ahora, habiendo transcurrido un largo siglo, resulta incluso simpático volver a ella.
A fines del siglo XIX, cuando la arqueología como actividad científica se estaba conformando como campo intelectual en Argentina, un fraude detonó una larga polémica en la que participaron muchos de los más conocidos científicos del país: la supuesta presencia de figurillas cerámicas mexicanas provenientes de Teotihuacán en una laguna cercana a Buenos Aires.
El tema surgió cuando Francisco P. Moreno, la más prestigiada figura nacional de las ciencias naturales y en ese momento director del Museo de La Plata, por él fundado –y quizás el más grande de América Latina en ese momento-, inauguró una serie de publicaciones como la Revista del Museo con una noticia impactante:“En la provincia de Buenos Aires hánse recojido y están depositadas en este museo, antigüedades Aztecas, auténticas sin duda alguna” [i].
Moreno incluía esta información como parte de un panorama general del conocimiento arqueológico tanto en el país como en el continente, donde trataba de demostrar la fuerte interrelación que había existido entre los diversos pueblos prehispánicos. Demás está decir que era un ferviente impulsor del Difusionismo y de las hipótesis conexas tan en boga en la época; esta era una prueba muy concreta y de enorme peso que bien él sabía que no podía jugarse sin fundamentos sólidos. Pero era una prueba contundente de su teoría de la difusión de la cultura, y de sus portadores, por enormes distancias y desde, seguramente, un único origen. Moreno acostumbraba a mostrar esas cerámicas a cuanto visitante llegara al museo y las presentó en varios congresos nacionales e internacionales. En un artículo en el que comunicaba sus últimas excavaciones hechas en el norte del país, escribía:
“Cómo han llegado a las pampas de Buenos Aires las figuras de barro cocido que tanto abundan en las ruinas aztecas? En espíritu asombrado no nota la menor diferencia entre unas y otras, parecen salidas de los mismos moldes” [ii].
Por lo que ahora sabemos las piezas citadas eran dos pequeñas cabezas humanas de figurinas y otra de un animal, las que realmente no fueron halladas por Moreno sino por un tercero, descrito como: “…un modesto hacendado llamado Isidro Cieza, en la alta barranca que existe en la Laguna de Lobos (…) muy próxima al lugar donde se inicia el arroyo de Las Garzas” [iii].
Este hombre, Cieza, las obsequió a Carlos I. Salas quién, a su vez, fue quien se las llevó a Moreno; ninguno de ellos, Salas o Moreno, viajó al lugar o hizo investigaciones mayores pese a la importancia que todos le dieron al hallazgo.Con el objeto de sostener esta posición, otro naturalista de indiscutido prestigio, tal como lo era Estanislao Zevallos –fundador de la Sociedad Científica Argentina entre otras cosas-, donó en 1893 al museo de La Plata una colección de cerámicas de Teotihuacan, cuyo origen desconocemos. No tenemos ni idea como las obtuvo pero no era raro hacerlo para quien viajaba a ese sitio en México, e incluso las podía haber pedido simplemente por correo a cualquier otro arqueólogo o coleccionista mexicano, pues esa práctica era aún común en su tiempo [iv]. Ingresaron oficialmente al catálogo del Museo de La Plata sólo años más tarde, con fecha 4 de abril de 1905.
Esta última fecha coincide con un rebrote del tema difusionista: se oficializó la donación y para darle más fuerza al asunto le fue solicitado a otro investigador de destacada trayectoria y que se caracterizaba por tener un método muy riguroso en su trabajo, Félix Outes en este caso, para que revisara el tema con todo cuidado, ya que la polémica suscitada era grande. Outes estaba en ese momento a cargo de todas las publicaciones científicas del museo [v] y escribió una extensa monografía que publicó en 1908 en la Revista del Museo, con todo detalle y pertinentes ilustraciones.
Tras el trabajo de Outes, y ante una mirada poco rigurosa el tema quedaba cerrado: las cerámicas eran realmente auténticas y provenían de Teotihuacan sin duda alguna, en lo que coincidimos plenamente. Pese a eso vale la pena revisar un poco el artículo de Outes, el que se basaba en una buena bibliografía, completa y actualizada para el momento, donde figuraban los excavadores del sitio y los estudios de colecciones desde los pioneros como Desirée Charnay y Alfredo Chavero hasta los estudios contemporáneos como eran los de Eduardo Seler. También reprodujo ilustraciones de sus libros e incluso su tipología de figurillas [vi], hizo comparaciones de ellas con otras del continente que pudieran parecerse –descartando a todas las teotihuacanas-, estudió la forma de los rostros, el modelado y la ornamentación de cada una; es decir que hizo un estudio iconográfico y técnico completo. Incluso investigó y habló con cada uno de los involucrados para asegurarse del origen y condiciones del casual hallazgo, no encontrando dudas o contradicciones entre los intervinientes, e incluso describió a Salas como “un erudito americanista”. Viendo el problema desde la actualidad hay dos aspectos que debemos tomar en consideración, habida cuenta que quienes estaban involucrados eran las más grandes personalidades de la ciencia y el naturalismo argentino: Moreno, Zevallos y Outes entre otros. Primero es necesario concordar con la autenticidad de las tres figuras; no hay duda razonable para suponer una falsificación y la observación de ellas muestra que son de Teotihuacan tanto por su iconografía, el moldeado, los ornamentos, la pasta y la terminación. No es que no hubieran cerámicas falsas, sí las habían en México, y en Teotihuacan funcionaba incluso una enorme fábrica [vii] tal como allí la llamaban; pero no se hacía ni piezas pequeñas, ni de estos tipos de cabecillas simples. No hay duda de que son originales.
Lo que no sabían ni Moreno ni los demás en ese momento es que las tres figuras no son contemporáneas entre sí: hay casi trescientos años de distancia entre ellas debido a que corresponden a los estilos cerámicos denominados, medio siglo más tarde, como Teotihuacan III y IV [Viii]. Pero esto no podían haberlo sabido nunca en los tiempos de Moreno, ni siquiera en los de Outes, ya que las estratigrafías del Valle de México tomaron cuerpo recién para 1910 con la influencia de Franz Boas, Manuel Gamio y la Escuela Internacional en México [ix] y se difundieron bastante más tarde [x]. Tampoco sabían ellos que no se trataba de la cultura Azteca sino de los teotihuacanos, muchos siglos anteriores a aquellos, lo que si bien había vislumbrado tempranamente William Holmes en 1894 sólo tomó forma con los trabajos de Manuel Gamio en ese sitio y se lo difundió al mundo a inicios de la década siguiente [xi].
El otro tema que nos llama fuertemente la atención es de tipo metodológico: Outes solamente demuestra la autenticidad de las cerámicas y su origen externo y asume la buena fe de los participantes; no comprueba su descubrimiento en la Laguna de Lobos. Es decir, que por el hecho de no ser falsas se comprobaba la veracidad de su procedencia. Hoy, quizás porque la arqueología científica no trabaja con hallazgos no controlados con método adecuado, nos es fácil descartar situaciones extremas de ese tipo; muy diferente era el siglo XIX. Tampoco sabían ellos que el siglo siguiente de investigaciones en todo el continente demolería todas las hipótesis hiperdifusionistas; demás está decir que, fuera del radio de dispersión de Teotihuacan –que llegó hasta América Central-, no hubo otro hallazgo similar en el camino hacia el sur: Teotihuacan en Buenos Aires era demasiado exagerado hasta para los difusionistas [xii].
Los estudios serios de la Laguna de Lobos comenzarían a hacerse años más tarde con Fernando Váquez Miranda en 1932 y nunca nadie encontró nada que pudiera tener la más mínima relación con el tema [xiii]. Pensar en un fraude es fácil sabiendo que hubo tantos en la historia de la ciencia, más aún en la arqueología, pero el meollo que nos lleva a revisar este son los personajes involucrados, lo que transforma el asunto en un problema de historia de las mentalidades más que de la ciencia en sí. Resulta obvio que para ninguno de ellos esto significaba nada demasiado importante: ni la posibilidad de publicar, ni más prestigio, ni la reconfirmación de la hipótesis difusionista que para ellos era verdad, e incluso hubieran podido, de haberlo querido, hacer fraudes más importantes que el de tres simples figuritas mexicanas; tenían los espacios sociales, académicos y políticos más que necesarios y no lo hicieron. Por ello pienso que todos actuaron realmente de buena fe; la única opción que queda es la de suponer que “el hacendado” Isidro Ciezas o “el erudito americanista” Carlos Salas lo hizo o lo hicieron para engañar en su buena fe al Perito Moreno; quizá nunca ninguno de ellos pensó que éste le daría a sus tres cerámicas –quizás un simple recuerdo traído desde México- tanta importancia; o quizás alguno lo hizo con toda intención o alevosía; por cierto ahora no sólo es imposible saberlo si no que además ya no importa. Lo que interesa es ver como operó la mentalidad científica en su momento, aceptando como verdaderos a elementos que les llegaron perfectos para corroborar sus hipótesis pre-establecidas; y reflexionar con ello sobre los años iniciales de la construcción de la arqueología nacional.
REFERENCIAS
[i] Fernando Márquez Miranda, “Historia de la arqueología de la Laguna de Lobos, provincia de Buenos Aires”, Actas y Memorias del XXV Congreso Internacional de Americanistas vol. II, pp. 75-100, La Plata, 1932.
[ii] Jorge Fernández, Historia de la arqueología argentina, Asociación Cuyana de Antropología, mendoza
1982.
[iii] Eduardo Noguera, “Nueva clasificación de las figurillas del Horizonte Clásico”, Cuadernos Americanos vol. CXXIV, pp. 127-136, Méxco, 1962 y Cerámica arqueológica de Mesoamérica, UNAM, México, 1975
[iv] Por quién y cuando se inició la estratigrafía científica y quién y cuando establece la del Valle de México es tema de polémica actual: véase Gordon Willey y Jeremy Sablof, A History of American Archaeology, W. H. Freeman and Co, New York, 1975; Daniel Schávelzon, “Origins of Archaeological Stratigraphy in Latin American: a Critical Review”, World Archaeology Congreso, Southampton; Gordon Willey, “Review of the Archaeology of William Holmes”, Journal of Field Archaeology vol. 21, pp. 119-122, 1994.
[v] Es Manuel Gamio quién sintetizó, desarrolló y difundió la secuencia cultural del Valle: “Arqueología de Azcapotzalco”, Proceedengs of the XVIII International Congress of Americanistas, pp. 180-187, 1912. Sobre el tema ver Eduardo Matos, Manuel Gamio: antropología e indigenismo, Sepsetentas, México, 1972. Ignacio Bernal, Historia de la Arqueología en México, Editorial Porrua, México, 1981.
[vi] Manuel Gamio (comp.), La población del Valle de Teotihuacan, 3 vols, Dirección de Antropología, México, 1922.
[vii] Eduard Seler trabajó muchos años en ese tema, una síntesis puede verse en “Die archaeologischen Ergebnisse meiner resten mexikanischen Reise”, Gesamelte Abhandlungen sur Amerikanischen Sprach-und Altethumskunde, vol. II, Berlín, 1904.
[viii] Sobre las falsificaciones teotihuacanas en esa época hay poca bibliografía: William Holmes, «A Trade in Spurious Mexican Antiquities”, Science vol.VII, pp. 170-172, Washington, 1886 y “On Some Spurious Mexican Antiquities and the Relation to an Ancient American Art”, Annual Report, Smithsonian Institution, Washington, 1889; Leopoldo Batres, Antigüedades mexicanas: falsificadores y falsificación, Imprenta de F. Soria, México, 1910.
[ix] Daniel Schávelzon, “The History of Mesoamerican Archaeology at the Crosroads: Changing Views of the Past”, Tracing Archaeolog’s Past, the Historiograph of Archaeology, pp. 107-112, Southern Illinois University, Carbondale, 1989.
[x] Félix Outes, Nómina de sus publicaciones y Currículo Vital, Imprenta Coni, Buenos Aires, 1922. Fernando Vázquez Miranda, “Recordando a Don Félix Outes”, Runa vol. X, pp. 68-82, Buenos Aires, 1965. Francisco de Aparicio, “Félix Outes”. Publicaciones del Museo Etnográfico, serie A, n° IV, pp. 253-299, Buenos Aires, 1940.
[xi] Félix Outes, “Sobre el hallazgo de alfarerías mexicanas en la provincia de Buenos Aires”, Revista del Museo, vol. XV, pp. 284-293, La Plata, 1908.
[xii] F. P. Moreno, “Exploración arqueológica de la provincia de Catamarca: primeros datos de su importancia y resultados”, Revista del Museo, vol. I, pp. 209-356, La Plata, 1890/1
[xiii] Francisco P. Moreno, “El Museo de La Plata, rápida ojeada sobre su fundación y desarrollo”, Revista del Museo, vol. I, pp. 51-62, La Plata, 1890/1. Sobre él y la revista que creó ver “Doctor Francisco P. Moreno fundador y primer director de la revista y del museo: homenaje a su memoria”, Revista del Museo, vol. XXVIII, pp.1-18, La Plata.