Ponencia presentada en las XII Jornadas Internacionales sobre Misiones Jesuíticas, realizadas en la ciudad de Buenos Aires, entre los días 23 y 26 de septiembre del año 2008.
En 1993 la Dirección Nacional de Arquitectura organizó una fiesta en el mejor estilo del gobierno de Carlos Menem, para celebrar el final de la restauración de la iglesia de San Ignacio de Buenos Aires, sin duda la más antigua que se conserva en la ciudad. Uno podría preguntarse para qué celebrar lo que es el trabajo que debe hacer esa dependencia, pero esa es otra historia. Fue tal la alegría que hasta se editó un folleto a color con los nombres de los participantes de las obras, empresas, organismos y ni siquiera se cuidaron de no decir que la obra había costado la friolera de 277.178 dólares [1]. Por supuesto muchos organismos participaron del evento y obras.
Sin entrar a analizar quién es quién en esa obra o lo que se hizo, lo que nos importa es que ese edificio, cuya obra se iniciara en 1686 siendo la más antigua que nos queda en la ciudad, parecía que así quedaba protegida por muchos años hacia el futuro y que sus problemas habían sido resueltos. Tanto que se habían tomado decisiones –yo mismo fui parte-, como tapar las supuestas juntas del símil piedra de las paredes externas que habían sido colocadas en 1900 y le daban un carácter exótico y desnaturalizado. Es decir, estábamos incluso preocupados por detalles pensando que los grande temas estaban en manos de expertos. Grave error.
Sólo un año más tarde comenzaron las denuncias sobre irregularidades y mal funcionamiento de desagües, azoteas, capas aislantes de la terraza, que el agua no bajaba por los pluviales sino que se iba hacia el centro del techo porque no se habían dado niveles adecuados. La sacristía estaba inundada en la iglesia se “observaban importantes deterioros” al igual que en las galerías altas, todas por la humedad y falta de desagües eficientes [2]. Se hicieron una y otra inspección, todos se horrorizaron, se intimó a que la empresa resuelva los problemas, nuevas obras y así siguió por los siguientes cuatro años [3]. La humedad avanzaba, los arreglos se discutían, los archivos engrosaban… Los expedientes siguieron, inspecciones, críticas, culpas de unos a otros; para 1997 ya se decía que “en relación con la cubierta del templo y de la casa parroquial la Dirección de Arquitectura confeccionó la documentación técnica para la reparación integral de la misma y de las descargas pluviales (…) esperándose el inicio de los trabajos antes de fin de año” [4]. Todo terminó con lo que llevaría a los problemas posteriores y las fisuras de todo el edificio: la DNA hizo un nuevo techo, con losas de hormigón sin juntas de dilatación y sin retirar los techos anteriores, lo que produjo una sobrecarga que llegó casi al millón de kilos. Nadie era culpable de la mala obra anterior, se gastaba otra vez en obras nuevas, de nuevo mal hechas.
En la primera clase de quien estudia cómo tratar un edificio histórico se enseña que el problema central es, siempre, la sobrecarga de techos puestos uno sobre otro. Y si esta iglesia era del siglo XVII y ya tenía muchos problemas, el efecto fue fatal. Obviamente tardó en expresarse por que había una suma de problemas –napas freáticas más altas en la ciudad, incremento del régimen de lluvias, desagües que no funcionaban, y tantas otras-, pero lo que provocaba el problema parecía cada vez más venir de la sobrecarga del techo. Esto no es raro, para quien haya recorrido otros edificios de época en el continente, todos tienen tensores de hierro uniendo sus torres entre sí para evitar este efecto. En especial aparecía una larga fisura en medio de la fachada y en los arcos interiores. Pero la empresa contratista y la DNA insistían que era un corrimiento de la torre sur, la que para nosotros no estaba más inclinada que cualquier torre de iglesia de la ciudad –tampoco había datos comparativos-, y que ya había sido rehecha dos veces desde el siglo XIX a la fecha. Sólo como dato anexo, desde el 2000 había un buen proyecto para recuperar parte del claustro que había sobrevivido para destinarlo a un museo de escultura jesuítica, y que estaba profundamente alterado, pero nunca logró concretarse [5].
Durante el año 2002 fue cuando las cosas se pusieron muy mal: la fachada comenzó a agrietarse cada vez más rápido, con una primer y enorme fisura, luego varias que comenzaron a partir el frente en dos partes, luego en tres y más, en el interior los muros laterales parecían abrirse y las bóvedas y sus arcos fueron necesarias de ser apuntaladas. Las notas iban y venían, el párroco estaba desesperado, la burocracia seguía igual que diez años antes cuando se hacía la fiesta. Quizás algunos estaban más preocupados, pero se seguía haciendo papeles, no obras. La curia hizo lo menos adecuado: cambió al párroco poniendo al padre Francisco Delamer, quien por su carácter podría con el problema, pero como institución se desentendió del tema.
El día 16 de mayo de 2002 el padre hizo una nota a diferentes autoridades informando que la grieta de la fachada avanzaba a paso acelerado al igual que otras en lo que fuera el claustro, había una gran filtración de agua en el presbiterio: “la fachada principal presenta una grieta que está trabajando ya que los testigos colocados dan prueba de ello porque se han fisurado” [6]. La presidenta de la Comisión Nacional de Monumentos, ya en ese entonces Liliana Barela, cuarto funcionario en ese cargo desde que se inició el problema, le contestó urgente que se había formado un grupo de expertos y que estaban organizando una segunda reunión de trabajo para entender lo que sucedía. Otra nota, enviada a la Presidencia de la Nación, fue reenviada a la Dirección Nacional de Patrimonio y un mes después y con nota de “Carácter muy urgente” se le informaba al Director Nacional que efectivamente hubo una filtración de agua. Que ella afectaba el antiguo túnel del siglo XVIII que pasa debajo del presbiterio y que Aguas Argentinas, por llamado del Colegio Nacional Buenos Aires, había ya cortado el suministro de agua el día 14 pero no se había hecho nada para evacuar lo inundado [7]. Es decir, el problema estaba en un antiguo túnel, la culpa era de otra institución –privada-, y todo estaba terminado.
Cabe una disgreción: en la llamada Manzana de las Luces existen varios túneles, algunos visitables por el turismo, que ya han sido bien estudiados. Un tramo ciertamente pasa bajo la iglesia: se inicia en el viejo polígono de tiro del Nacional Buenos Aires y llega hasta la calle Alsina, donde los caños de Obras Sanitarias lo han cortado y destruido desde hace un siglo. Esos caños cuelgan sobre el túnel sin apoyo alguno, desde antes de esta historia. Era algo que algún día iba a suceder y volverá a suceder mientras no se haga nada.
Mientras pasaba esto el cura hizo un acta protocolar ante escribano público en la cual se registraron los deterioros existentes en el exterior e interior de la iglesia. Se enumeraban desde los desagües que ya no servían, la inundación en la sacristía, las enormes grietas en las paredes, en una lista que llenaba hojas y hojas de problemas muy graves, graves y menores. Pero ahí está el testigo documental [8].
En el ínterin esa comisión auto-organizada seguía reuniéndose, se integraba cada vez a más instituciones, pero no había ningún avance. El 7 de noviembre el quinto presidente de la Comisión Nacional desde el inicio de esto, esta vez Alberto de Paula, le pidió a la Dirección Nacional de Arquitectura “la intervención de la Dirección a su cargo”, si bien indicaba que un ingeniero de ese organismo ya estaba estudiando el tema [9]. Mientras el párroco seguía enviando notas y organizándose por su propia cuenta, y debido a su absoluta falta de idoneidad en problemas de edificios históricos –su competencia debía estar en otros temas menos mundanos-, organizó su propia Comisión Asesora sin la presencia de ningún restaurador o especialista: estaban el Mayor Ingeniero Guerrero (valga el apellido para el cargo), y los ingenieros Goldemberg, Olivera y Del Aguila Moroni con el objeto de “1) elaborar el diagnóstico de causas de la grieta, 2) lograr los medios para ejecutar un apuntalamiento preventivo (…) y 3) elaborar un proyecto de recalce y puesta en funcionamiento del edificio” [10]. Más allá de que no había un especialista, el padre creyó que estaba en buenas manos: supongo que no sabía en donde estaba cayendo. La nota fue contestada el mismo día por la Comisión Nacional indicándole que prestaba su conformidad al diagnóstico y apuntalamiento. Pero el inquieto padre fue a ver al mismísimo Jefe de Gobierno, en ese entonces Aníbal Ibarra, a quien le describió la situación lo que luego ratificó por escrito indicando que había cumplido con los trabajos que el municipio la había asesorado de urgencia [11].
Por supuesto el paso siguiente era el esperado, dejar pasar nuevamente varios meses sin hacer nada para que llegado el año siguiente poder proceder a llamar a la Guardia de Auxilio del Gobierno de la Ciudad para pedirle que apuntalen el frente, ya que los que habían asumido el compromiso no lo pudieron hacer. En el ínterin la Legislatura aprobó el cierra de la calle, que de hecho lo estaba hace rato. En enero la Directora de Patrimonio, Nani Arias, le informaba al cura que nada podía hacer, finalmente, porque “carece de presupuesto destinado a obras”, y le recordaba que los daños eran responsabilidad del propietario, en este caso, la iglesia misma. Se cerraba el camino por ese lado en ese nuevo año.
El padre Belamer hizo el 4 de julio de 2003 la solicitud junto con una nueva carta a la Comisión Nacional pidiendo cateos en el techo, calicatas en los pisos y muestras de mampostería para estudiar su resistencia. Era obvio que nadie sabía cómo se estudiaba un monumento histórico y daban manotazos de ingeniero estructural desesperado [12].
En el ínterin se hizo un informe meditado y valiente del Centro de Arquitectos, Ingenieros, Constructores y Afines [13]. Resulta muy interesante ya que denomina a las obras de 1997, y las de 1993, como “Disparate Máximo”, ya que no sólo fueron hechas en contra de las normas y la lógica sino que ni siquiera había impermeabilidad en los techos o los desagües no recibían el agua de lluvia; es decir que había que realizar la demolición urgente de las obras del techo, entre otras cosas, y comenzar de nuevo de manos de un especialista. Además, “el haber ejecutado un segundo techado de hormigón sin demoler el primero, ya fue la obra más disparatada”, agregándole 660 mil kilos de sobrecarga. Y el tercer techo, el de 1997, era de una ignorancia imposible de imaginar: “es la suma de los disparates técnicos”. Resultado: se trataba de un tema delictivo y ya no técnico, lo que no era una acusación menor. Que sepamos nadie fue preso por estafar al fisco. Tampoco a nadie se le ocurría que hacer pozos de estudio en el atrio e interior implicaba la obvia presencia de un arqueólogo, nadie se acordaba que el motivo de todo esto era que el edificio era un monumento histórico; ya se había transformado en un simple obra. Y le indicó a la DNA y la Comisión Nacional que ellos harán “un programa de ejecución de los trabajos necesarios para su restauración y puesta en valor”, lo que nunca sucedió pese a la claridad con que vieron el problema. Mientras tanto las notas siguieron y siguieron, se pidió apoyo a terceros y cuartos pero nada sucedía en concreto [14].
La primera etapa arqueológica, que hicimos casi de contrabando, consistió en dos sondeos en el interior y uno en el atrio –actualmente la calle- donde se hallaron materiales culturales de diversa cronología y entierros antiguos. Dos etapas posteriores de excavación permitieron fechar algunos de ellos en el siglo XVII. Pero a nadie le interesaba esa investigación, no había negocio, sólo algunos datos para el proyecto.
Los siguientes meses serían los que harían público el problema transformándolo en escándalo: el padre Belmar, encerrado entre la burocracia y amigos que era mejor perder que encontrar, rodeado de aficionados que se creían expertos y profesionales que esperaban lucrar con las obras sin tener idea de que tipo de edificio era, lo llevó a una acción desesperada: cortar el tránsito a los cientos de colectivos y automóviles que circulaban por la calle Alsina. No estaba errado en eso, pero el problema era lo demás. Así que de inmediato una extensa nota del periódico Página 12 describió la situación, aclaró que salvo el apuntalamiento lo único concreto y visible era el trabajo de arqueología y al menos puso el tema en su lugar [15]. Pocos días más tarde se difundió otro documento serio, escrito por Norberto Levinton, especialista en el tema, donde se hacía un análisis histórico-constructivo observando que las diferencias en la hechura del edificio y sus respectivos materiales, sumado a las distintas cronologías, podrían ser causantes de cierto tipo de deterioro y abría las pautas concretas por dónde comenzar los estudios [16]. En los días siguientes los diarios de Buenos Aires se llenarían de cartas de lectores, notas de periodistas y hasta una editorial de La Nación [17], mostrando lo grave del problema y la inacción generalizada. Algunas notas mostraban facetas inusitadas que abrían a la gente las diferentes miradas del problema y, al suspicaz, que había más cosas por detrás del apuntalamiento. Por ejemplo una nota de Clarín con patética foto nocturna, decía que según el ingeniero Santiago del Aguila el problema era sólo que el túnel antiguo“se está desmoronando” y solicitaban “dos bolsas de cemento, cuatro de cal, seis de arena y dos pomos de sellador” para resolver todo en la iglesia [18].
En el ínterin y a partir de la evidente ineficacia de los organismos y comisiones, le hice la propuesta al Gobierno de la Ciudad que se hiciera cargo del tema; si bien era un Monumento Histórico Nacional y por ley debían hacerlo la Dirección Nacional de Arquitectura y la Comisión Nacional de Monumentos, era también un tema de la ciudad y del patrimonio. Fue aceptado por la Dirección de Patrimonio encargándole al ingeniero Pablo Diéguez el estudio estructural y el proponer soluciones; asimismo que Arqueología Urbana siguiera con los trabajos de investigación del subsuelo. Nuestro diagnóstico preliminar fue la sobrecarga de la cubierta y la necesidad de unificar la estructura mediante el cinchado de las torres y la cúpula con tensores de hierro –solución de manual del restaurador-, lo que simplificaría el tema y los costos serían mínimos, y permitía un tiempo para analizar otros detalles. Ni siquiera fue tomado en consideración, ni se recibió acuse de recibo.
Para el inicio de septiembre ya se tenían los resultados de los pocos estudios hechos: no se observaba agua en ninguno de los pozos, ni humedad más allá de lo normal en la ciudad, no había fisuras o compactaciones en el subsuelo, los entierros hallados y el material histórico se remontaba al siglo XVII y estaba en ataúdes destruidos pero no compactados, lo que indicaba la importancia de cuidar el suelo, de no tocar sin la presencia de especialistas. Recordemos que estos estudios se hicieron en forma voluntaria [19]. Para el 20 de octubre se tenía también el resultado del trabajo de Diéguez. El informe identificaba como motivo del problema una inclinación de la torre sur de 7 cm, aunque no se citaba la posibilidad de que eso fuese antiguo o incluso que haya sido construida así, menos aun se demostraba que ésa era la culpa de nada; se observa con tino que había problemas en la techumbre por la falta de juntas de dilatación de la bóveda y concluía con que el problema se resolvía mediante la recimentación de la torre [20]. Y dado que la Dirección Nacional de Arquitectura ya trabajaba en el proyecto, recomendaban también que el Gobierno de la Ciudad debía terminar su relación con el tema, lo que ya había sucedido.
Pocos días más tarde se difundió la Evaluación estructural del edificio hecha, por fin, por la DNA, en la que bajo ese nombre en realidad solamente llamaban a licitación para contratar a una empresa para hacer los estudios para luego comenzar con el proyecto y luego licitar las obras necesarias. Parecía otro chiste negro [21] que corría todo varios años adelante. El pliego fue evaluado por el Gobierno de la Ciudad, modificado [22], y luego siguió su trámite, también aprobado por la Comisión Nacional el 16 de octubre. Quizás lo rescatable fue contratar una empresa que hizo un estudio eficiente y gastó algún dinero para continuar los estudios arqueológicos, que ya habían encontrado numerosos entierros, objetos antiguos y hasta había fechamientos de Carbono 14 para el siglo XVII. Pero para eso estábamos en febrero 2004, a más de diez años de la Gran Celebración. Para finales de ese mes se pudo, por primera vez, abrir el extremo del túnel antiguo –que supuestamente generaba parte de los problemas- desde la calle Alsina. Y si bien tenía evidencias de haber sido afectado por el agua que le causó daños, nada grave había en su interior [23], ni se observaba hundimiento ni cambio alguno con las fotos tomadas años antes.
Pero como todo en la vida hasta las malas noticias pueden transformarse en buenas política mediante: los actores de la burocracia publicaron una enorme nota a color de dos hojas en La Nación, en donde todo se minimizaba y se lo incluía en un gigantesco plan de recuperar la memoria de la ciudad: ya no eran apuntalamientos de emergencia, eran proyectos hacia el futuro [24]. Por supuesto pocos lo creyeron y las cartas de lectores continuaron llegando a bautizar la obra como Monumento al Caño, por los apuntalamientos que sólo sirvieron para ser pintados de color azul para disimular el óxido [25]. En junio de ese año se aprobó en la Comisión Nacional la documentación técnica enviada por la DNA con la recomendación de que se hiciera el estudio de las patologías de la iglesia.
Pero nada pasaba, muchos estudios e informes, pero nada concreto, por lo que el párroco, el 31 de julio llamó a una reunión pública y hizo circular una Carta Abierta de extrema violencia [26]. Terminaba diciendo: “San Ignacio no puede seguir esperando. De lo contrario las próximas generaciones no deberán viajar a Misiones para conocer las ruinas jesuíticas. Bastará con visitar la esquina de Alsina y Bolívar”. Pocos días después los diarios se hacían eco con el titular de Iglesia de San Ignacio: el arreglo quedó en promesa [27]. Por supuesto esto le costó al párroco que fuera transferido de iglesia; sus palabras fueron “No me derrotaron, pero me destruyeron” [28]. La larga serie de notas en los diarios se cerró con una nueva editorial de La Nación en que se indicaba que se harán obras en algún momento [29]. Esta seguidilla de críticas públicas llevó a que desde el Estado Nacional se le pidiera explicaciones a los diferentes organismos sobre su actuación, lo que fue contestado indicando lo actuado en cuanto a haber recibido y aprobado diferentes presentaciones [30].
Había llego el 2005 y lo primero fue que el Gobierno de la Ciudad logró que Aguas Argentinas hicieran obras en la calle Alsina para arreglar el problema de tres años antes; todo un logro [31]. Pocos días más tarde al reabrirse el Congreso Nacional, la Cámara de Diputados envió una declaración sobre la necesidad de hacer las obras de preservación [32]. La Legislatura se apuró a contestar con una nueva propuesta, meses más tarde. Ya estábamos a finales de 2005. Y para los finales del año siguiente volvieron las cartas de lectores y las quejas en los diarios [33], para culminar cuando se decidió en 2007 retirar los soportes de la fachada dejando las rajaduras más visibles que antes. Y pese a que siguieron los estudios, incluso por especialistas [34], todo sigue igual: esperando, total han pasado nada más que quince años desde la Gran Fiesta.
Pero faltaba lo peor: hacer el queso gruyere
Es evidente que el párroco entendía lo grave del problema pero no las profundidades en que se metía, las que terminaron por sacarlo de su puesto. Quien llegó se encontró ante una situación de hecho: mientras la burocracia giraba alguien había metido sus garras vendiéndole al párroco anterior que existía un tesoro debajo de la iglesia. Puede sonar absurdo, incluso idiota, pero así fue. Y se lanzaron a su búsqueda excavando túneles y pozos en medio del edificio que se venía abajo, y aun más después de eso. En silencio absoluto se movieron hasta de noche.
Comenzó en el año 2002 cuando se hizo un estudio de georadar en el piso cuyos resultados obviamente deben ser leídos por expertos; quien lo hizo confundió lo que para nosotros eran simples tumbas antiguas como en toda iglesia colonial en que se enterraba en el interior, con una enorme cámara llena de oro. ¿Delirantes? ¿aprovechados?, queda librado a cada uno la opinión, lo concreto es que pala en mano y obreros contratados con dinero de la feligresía –que hubieran servido para la restauración de la iglesia-, bajaron en el subsuelo siete metros y comenzaron a avanzar lentamente hacia el altar, obviamente sin encontrar nada. Las fotos de Alejandro del Aguila, miembro de la comisión puesta para la protección del templo, están a la vista, pala en ristre, excavando y excavando. Incluso se aprovecharon los pozos arqueológicos, que a su pedido quedaron en parte abiertos, los que fueron profundizados sin hallar tampoco nada más. Y el de atrás del altar que coincidía en vertical con el túnel antiguo, fue abierto hasta llegar a la bóveda del túnel, la rompió abriendo un nuevo paso y generando una corriente de aire continua que produjo el colapso de buena parte de las paredes internas, al secarse a demasiada velocidad por modificar el gradiente de humedad estable.
Existe una interesante carta del párroco en la cual le pide permiso a la Comisión Nacional para hacer una excavación, debido a “la información suministrada por el Ing. A. J. Del Aguila Moroni y corroborada (sic!) técnicamente por equipos de georadar” que han “detectado una indeterminación geológica”. Obviamente ante lo delirante del pedido y su fundamento la Comisión denegó el pedido [35], seguramente no imaginando que iba a hacerse igual. Y si, absurdamente se siguió y siguió incluso mientras se hacían los estudios técnicos, cubriendo el agujero de entrada al pozo con una chapa de acero que aun está allí, a la vista de todos.
Tiempo después hice la denuncia correspondiente tras hablarlo personalmente con el nuevo cura, quien se desentendió totalmente porque era decisión del anterior… igual que la burocracia. Contestó por escrito que era absurdo, que mis fuentes de información estaban equivocadas, que no me conocía y que al citado ingeniero lo había sacado de la comisión “al instante” en que asumió su cargo junto a los demás miembros [36], por suerte los papeles lo desmienten. Pero los pozos y galerías están ahí, es indiscutible. Los agujeros los hicieron, se excavaron metros y metros, destruyeron parte del túnel del siglo XVIII, rompieron el piso de la iglesia de 1880, atravesaron las evidencias de los antiguos entierros y, obviamente, no encontraron nada.
Ahora –o algún día seguramente-, todos los ciudadanos que pagamos nuestros impuestos pagaremos por el rellenado de esas obras y los daños estructurales que causaron, aunque los deterioros patrimoniales son irreversibles; como si los problemas que ya habían fueran poca cosa. Los cuulpables: nuevamente nadie. Y la historia continúa. Han pasado casi seis años desde que comenzó la historia que estamos contando y todo sigue igual. ¿Veremos el final algún día?
Referencias
[1] Restauración y puesta en valor de la iglesia de San Ignacio, Capital Federal, folleto editado por la Dirección Nacional de Arquitectura, 1993, 8 pags.
[2] Informe a la CNMMyLH del arquitecto santas del 25-6-94, nota de Jorge Hardoy del 16-8-94 a Luciano Mora de la DNA; nota de M. Faillace de la CNMMyLH de 11 10-95 a Mora con aprobación de obras en la azotea y solicita participar del inicio de los trabajos y hacer el seguimiento de la obra
[3] Notas del 13-5-97 sobre el estado del edificio, hecho por el área técnica de la CNMMyLH
[4] Informe del Area Técnica de la CNMMyLH, 13-5-1997, respuesta a solicitud 367 (absurdo, el pedido era de un día después)
[5] Propuesta para la recuperación del claustro de San Ignacio, A. Boselli y otros, Buenos Aires, 2000
[6] Carta del 16-5-2002 de la Parroquia San Ignacio de Loyola enviada al Instituto Histórico del GCBA, al cardenal Bergoglio y al “Gobierno Nacional”
[7] Nota de Miguel Angel Brignani al Director Nacional, Arq. Martín Repetto, del 18-6-2002
[8] Actuación notarial 001302649, Escribano Alfredo Cuerda, 16-9-2002
[9] Nota a la DNA de la CNMMyLH no. 690, del 7-11-2002 ingresada a la DNA el 8-11-2002
[10] Carta de Belamer del 27-5-2003 (corregido al 29) al arq. Alberto de Paula
[11] Carta a Aníbal Ibarra ingresada el 27-12-2002, Mesa de Entradas, GCBA, firmada Liliana Mancuso, secretaria parroquial
[12] La Intimación a la Guardia de Auxilio del 4-7-2003
[13] Entregado el 7 de octubre de 2003
[14] Nota al Secretario de Cultura de la Nación de Alberto de Paula no. 691, 30-7-2003 y anteriores
[15] Sergio Kiernan, “Qué le pasa a San Ignacio?”, Página 12, 24 de agosto 2003
[16] Norberto Levinton, “La preocupante situación de la iglesia de San Ignacio en Buenos Aires”, www.contratiempo.com.ar/sanignacio.htm, 3-9-2003
[17] “Rescate del templo de San Ignacio”, La Nación 3-9-2003
[18] Vivian Urfeig, “Las fisuras hacen estragos en el edificio porteño más viejo”, Clarín, 12-9-2003, pag. 40
[19] Informe a la Directora General de Patrimonio del GCBA del 25-9-2003
[20] Informe de Investigación, elevado a la DGPat 20-10-2003 por Pablo Diéguez
[21] El plazo para el informe final de la empresa a contratar era a su vez de 210 días; ingreso a la DGPat el 22 de octubre
[22] Desde el GCBA la Dirección General de Casco Histórico se expidió por nota 441-DNA-2003
[23] Informe del autor a la DGPat del 26-2-2004
[24] Fernando Caniza, “Al rescate de la identidad”, La Nación suplemento de arquitectura, pags. 1 y 2, 10-3-2004
[25] “San Ignacio”, Carta de Lectores, la Nación, 12-4-2004
[26] Carta abierta a las autoridades y la opinión pública, Solemnidad de San Ignacio de Loyola, 31 de julio 2004, firmado por el presbítero Francisco Delamer
[27] Constanza Durán, “Iglesia de San Ignacio: el arreglo quedó en promesa”, Clarín 7-8-2004, pag. 62
[28] “San Ignacio casi en ruinas”, La Nación 24-10-2004 y Willy Buillón, “El párroco que se enfermó de tristeza ante la demora oficial”, La Nación, 15-10-2004, Enrique Valiente Noailles, El techo que cae, La Nación, 18 de octubre 2004; Ignacio Bracht, “San Ignacio, en ruinas”, Carta de Lectores, La Nación 19 de octubre 2004
[29] “Templos Históricos”, La Nación, 4 de noviembre 2004
[30] Notas entre Magdalena Faillace y Alberto de Paula, Subsecretaria de Cultura y Presidente de la Comisión Nacional, 16 de noviembre 2004 (expediente JGM 007868)
[31] Nota de M. R. Martínez de la Dirección de Casco Histórico a la Comisión Nacional de Monumentos, nota 108, 23 de marzo 2005
[32] Notas 7384 y 7469-D-04 al Dr. José Nun, Secretario de Cultura de la Nacón, a solicitud del jefe del gabinete de ministros; la Declaración tiene fecha 6 de abril 2004; respuesta de la Legislatura del 18 de agosto
[33] “San Ignacio, un templo en peligro”, La Nación 16 de septiembre 2006 y “Templo en peligro”, La Nación, 29 de septiembre 2006
[34] Norberto Levinton, “Influencia del paso del tiempo en una arquitectura de composición”, Contratiempo no. 1, pp. 4-11, 2006
[35] Carta a la Comisión Nacional de padre Delamer del 29-8-2003, ingresada el 3-10-2003, rechazada en Reunión Plenaria
[36] Nota reenviada por la Comisión Nacional el 10 de noviembre 2005