Artículo presentado en la conferencia “Hacia un Bicentenario sin nada del Centenario” realizada en el 3er. Encuentro: La problemática de los viajeros. América Latina y sus miradas, en la Facultad de Ciencias Humanas, Tandil (provincia de Buenos Aires, Argentina) el día 16 de agosto de 2008.
En una ciudad como Buenos Aires, totalmente urbanizada, no hay duda que cualquier construcción que quiera hacerse debe serlo demoliendo la preexistente. Esto solamente nos lleva a varias preguntas razonables: ¿qué vale la pena guardar y qué no?, ¿todo es factible de ser demolido?, ¿quién decide y en base a qué?, ¿porqué la comunidad se queja de unas destrucciones y no de otras?
El promedio de edificación (legal) en Buenos Aires durante los últimos veinte años ha sido, crisis más o menos de por medio, de un millón de metros cuadrados anuales, lo que no llega a cubrir el 1 % del total de los 120 millones de metros cuadrados edificados existentes (datos a 1998). En la ciudad ya hay, en ese total, unos 140 mil edificios en altura, pero en el año 2005 se superaron los tres millones de metros construidos lo que era ya un record histórico; nadie imaginaba el futuro cercano. Hay en la ciudad 863 hectáreas de verde, lo que es muy poco pero en sí mismo pero por otra parte es la superficie de una ciudad mediana.
La ciudad tiene dentro de sus límites políticos doce mil manzanas edificadas las que están cubiertos por 310 mil lotes y 1.2 millones de unidades de vivienda. Esto es lo censado, obviamente lo ilegal nos es desconocido y es mucho. Si pensamos que el ritmo normal durante más de un decenio fue el de un millón de metros cuadrados y que esto se hacía en una ciudad sin espacio vacío, es fácil imaginar que eso implicaba una enorme cantidad de demoliciones incontroladas porque ley o leyes que se apliquen al respecto, no había salvo las de la Nación. No importaba si estaba bien o mal, nadie decidió nada sobre ellas, menos aun el relevarlas o sacar una foto siquiera antes de destruirla; eran consideradas un bien descartable y que no afectaba en nada al vecino ni al contexto. Sólo a partir de la década de 1970 empezó a imaginarse una zona, un barrio de carácter histórico, es decir con restricciones a la destrucción, que es lo que llamamos San Telmo.
Hoy lo que se construye ya son casi seis millones de metros cuadrados al año (para 2008); lo que nos lleva a preguntarnos si a este ritmo quedará algo en pié. Y siempre hablamos de obras autorizadas. En las áreas en que no puede hacerse eso, como en el mínimo Casco Histórico o donde hay vigentes leyes especiales (las llamadas APH, o lo que debe regirse por otras leyes de aprobación para lo anterior a 1941), no hay siquiera cálculos fiables, sabemos por los medios y por caminar que se hace igual aunque generalmente con mayor disimulo, que sepamos no hay obras a las que se les haya impedido la destrucción del interior y el exterior también fuera del casco histórico. Y cuando se habla de preservar “la tipología” el concepto es tan vago que la realidad es que se producen patéticos reciclajes cuando la obra no está en manos de un proyectista realmente inteligente.
Esto ha producido que en muchos barrios de la ciudad, como Caballito o Núñez, salgan los vecinos a expresar sus quejas: ellos habían elegido vivir allí precisamente porque no habían torres, y ahora sí las hay, lo que los afecta directamente. Se ha discutido si la edificación de torres modifica supuestos espíritus de barrio, en realidad lo que afecta es la decisión de quienes ya viven allí. Una torre deja una casa en sombra, los vecinos miran adentro desde sus ventanas internas, le baja el valor a la propiedad unifamiliar y ya nadie quiere vivir en ella como casa; si no hay un desarrollo completo en que se inserte todo esto la construcción de torres es un generador de subdesarrollo y de deterioro urbano. Una cuadra de casas con una torre en el medio va a ser en diez años una manzana abandonada, sucia y de casas intrusadas o semi-abandonadas.
Una muestra de lo que sucede: veamos una parte del barrio de Palermo Viejo, ahora rebautizado como Palermo Soho –y más allá de lo absurdo del nombre-, con una nueva y fuerte actividad comercial; la mayoría eran casas que lo componían hasta hace diez años eran del siglo XIX tardío o de inicios del XX, lo que daba un alto nivel de conservación por el bajo valor del suelo; era una zona tranquila, de bajo movimiento vehicular y de buena calidad de vida pese a estar a pocas cuadras de un nodo importante como Plaza Italia. Sólo en 2001 se construyeron cuarenta edificios en altura en cien manzanas, que ahora superan los cien edificios por año. Si se mantiene la tendencia en tres años más ya no habrá un metro cuadrado antiguo, siquiera viejo, salvo de milagro. En lo que va del siglo se edificaron un promedio de mil edificios en altura al año en la ciudad. Barrio Norte, más aristocrático, reunía una importante cantidad de petit-hotels de gran categoría; la información es que se demuelen dos al mes, y aunque aun quedan unos cien más o menos completos y otros tantos muy alterados, ya hay menos de diez años para que se termine con todo. Una nueva Ley de la Legislatura está oponiéndose a toda demolición anterior a 1941¿Está bien para todos, una u otra cosa?
Para juzgar debemos tener en cuenta tres realidades: la Ley que, en diversos sitios de la ciudad restringe la destrucción, parcial o total; la realidad del entorno ¿va a quedar vacía porque no es el lugar adecuado, se inunda o la situación social o porque genera molestias innumerables a los vecinos?, y la realidad de la infraestructura: ¿dónde se van a estacional los autos?, ¿los caños pueden llevar agua para tanta gente?, ¿los desagües dan abasto? Todos hacemos los mismos trucos: un edificio con departamentos de menos de 40 metros cuadrados no necesita cocheras, se supone que es para gente que no tiene auto. La realidad es que ahí van a trabajar abogados o dentistas que tienen un movimiento continuo de clientes y que ellos mismos son cuatro o cinco en una oficina: la realidad es que se necesitaría el doble de cocheras que si fueran departamentos para la clase media. Se aprueban supermercados, escuelas y hasta hospitales sin estacionamiento. Alguien toma las decisiones y otros las supervisan y aprueban. Y no es tema de una gestión u otra, es así desde hace decenios.
La ciudad de Buenos Aires se halla prácticamente colapsada en parte de su infraestructura de servicios, y totalmente colapsada en el transporte. La proliferación no planificada de edificios en altura no sólo puso en peligro la vida comunitaria sino también la provisión de agua potable al producir su contaminación por las bases de las torres construidas sobre la costa, por que obstruyen el normal escurrimiento de las aguas de lluvia hacia el río a través de la primera napa de agua constituyéndose en factor determinante de las periódicas inundaciones. La red cloacal está colapsada desde hace más de veinte años: los cinco arroyos entubados que atraviesan la ciudad y desaguan en el Río de la Plata –utilizados originalmente sólo como desagües pluviales- son emisores directos de efluentes cloacales e industriales que desagotan en crudo en la costanera. Debido a la deficiente calidad de las aguas, está prohibido bañarse desde 1976. Tenemos el río más ancho del mundo y no podemos usarlo [1].
También está colapsada desde hace años la red de tránsito y se ha polucionado el aire que respiramos; el sistema de autopistas aporta más de un millón de vehículos diarios que entran y salen del centro, sumados al millón propio, lo que configura un caos cotidiano en el que seis millones de personas y dos millones de vehículos se desplazan conformando un infierno de emanaciones tóxicas y ruidos que superan los estándares tolerables. No obstante los grandes inversores pretenden continuar agravando este cuadro porque en realidad no hacen nada ilegal por cierto; van por más porque no hay Ley que lo impida. Tal, por ejemplo la pretendida rezonificación del Predio Ferial de Palermo para dar lugar a la construcción de un estadio para 12.000 personas en Plaza Italia; la urbanización de la playa ferroviaria de Retiro y la permanente recepción de propuestas de explotación inmobiliaria sobre cuanto terreno no se encuentre construido todavía.
En los últimos cuatro años, en medio de un auge inusitado de la construcción, la superficie destinada a vivienda de lujo representó la mayor cantidad de permisos de construcción demandados –lo que es lógico que suceda-, mientras la Defensoría del Pueblo denunciaba que «en los últimos cinco años surgieron 24 nuevos asentamientos de emergencia en los que viven unas 12.000 personas, que sumadas a los habitantes que residen en las villas conforman un núcleo de 150.000 marginados, en su mayoría localizados en la zona sur de la ciudad” [2]. También al menos la mtad de los trabajadores de la construcción está en alguna manera en negro y un porcentaje igual de los adquirentes de inmuebles de lujo lo hacen en forma subvaluada para evadir impuestos.
También debemos tener en cuenta que en Buenos Aires, a lo largo del siglo XX los espacios verdes públicos disminuyeron en más de un 70% en relación a la cantidad de habitantes (de 7 m2/hab. a 2 m2/hab.) y que la puesta en valor de más de setenta plazas porteñas en los últimos dos años, a resultado en la disminución de una parte de su superficie absorbente por la construcción de superficies, caminos y veredas rígidas.
En 1913 se sancionó en la provincia de Buenos Aires la Ley Nº 3.487, llamada Ley de creación de pueblos. Preveía que de cada 14 manzanas de loteo, la número 15 debía ser área verde recreativa. La realidad fue que se remataron tierras en fracciones de 12 o 13 manzanas sin llegar nunca a la número 15, resultando así la ausencia casi total de espacios verdes en todo el territorio del Gran Buenos Aires. Los urbanizadores fueron los mismos rematadores de esas tierras. Las únicas plazas existentes son las originales de cada municipio, históricas y hasta en algunas se construyó sobre ellas. Los grandes parques de la zona sur -el Pereyra Iraola y los bosques de Ezeiza- son los que dan al conurbano un promedio de espacios verdes por habitante de 0,90 m2/hab., igual a la mitad del vigente en la ciudad. Parque Las Heras tiene iglesia y colegios, loable pero que pudieron ir en la manzana de enfrente; para Saavedra tiene casi un cuarto de su superficie destinada a un club de Boy Scouts que casi no existe: es el estacionamiento de los padres y el asado del domingo de una familia, mientras la plaza es usada por miles de personas apiñadas.
En la segunda mitad del siglo XX los alrededores de Buenos Aires duplicaron su población, pasando de 5 a casi 10 millones de habitantes; mientras, la ciudad seguía manteniendo un nivel estable de 3 millones. Esta gigantesca urbanización con improvisados diseños, sin prever el crecimiento, sin ningún tipo de infraestructura actualizada y sin espacios verdes, fue salvaje, debiendo los vecinos de cada barrio organizarse para conseguir esa infraestructura de servicios y medios de transporte. A finales del siglo pasado comenzó el estallido provocado por las condiciones de urbanización y desarrollo. Los bonaerenses no sólo se vieron obligados a usar escuelas, hospitales, plazas y parques de la ciudad de Buenos Aires, por la inexistencia en sus localidades; también a procurar trabajo en la capital, viajando diariamente en condiciones indignas.
En la ciudad de Buenos Aires, el Estado Nacional es poseedor de unas 340 hectáreas que pertenecían a antiguas playas ferroviarias, cárceles a demoler o demolidas, instalaciones militares desactivadas, el Mercado de Hacienda y tantas otras. En el Gran Buenos Aires, esta cifra supera las 3.000 has, sin hablar de las militares. A pesar de que la Constitución Nacional otorga facultades únicamente al Congreso para «Disponer del uso y de la enajenación de las tierras de propiedad nacional», funcionarios públicos y emprendedores privados parecen dispuestos a volcarlas al ávido mercado inmobiliario, cuando la realidad indica su urgente aplicación a usos de utilidad pública. La continuidad del tejido urbano entre la ciudad y su periferia, y la interacción permanente de su población, hacen necesaria una visión de conjunto a la hora de proponer soluciones en un intento de paliar esta grave situación. Entendámonos que lo que queremos no es ser catastróficos sino entender el contexto en el que evaluamos el valor de un edificio antiguo.
Ya es imprescindible, tal como lo plantea el Plan Urbano Ambiental de la ciudad, nunca aprobado del todo, la preservación y restauración del patrimonio natural, urbanístico, arquitectónico y de la calidad visual y sonora en los espacios públicos, la protección e incremento de esos espacios, en particular la recuperación de las áreas costeras que garantizan su uso común y no pago como parece ser la tendencia, a la vez que es imprescindible la preservación e incremento de los espacios verdes. La protección, el saneamiento, el control de la contaminación y el mantenimiento de las áreas costeras del Río de la Plata y de la cuenca Matanza-Riachuelo, además de las subcuencas hídricas y los acuíferos bajo el suelo es fundamental, si no sirvan los escándalos del Riachuelo como ejemplo; es necesaria la regulación de los usos del suelo urbano mediante la localización de las actividades y las condiciones de habitabilidad y seguridad de todo espacio urbano, público y privado. La provisión de equipamientos comunitarios y de las infraestructuras de servicios según criterios de equidad social; la seguridad vial y peatonal, la calidad atmosférica y la eficiencia energética en el tránsito y el transporte; a la vez que minimizar volúmenes y peligrosidad en la generación, transporte, tratamiento y disposición de residuos.
Son enormes tareas por llevar a cabo y no todas hacen al patrimonio cultural en su mirada tradicional, pero nos ayudan a explicar en qué contexto estamos pensándolo.
Referencias
[1] Estos textos se basan en las opiniones de apoyo al Plan Urbano Ambiental por la Asociación Permanente de los Espacios Verdes, 2008
[2] La Nación 13-2-2007 y 22-7-2007