Publicado en colaboración con Beatriz de la Fuente, en The Art, Iconography and Dynastic History of Palenque, volumen III, páginas 149-174, R. Stevenson School, Pebble Beach, 1976.
Es de todos bien sabido que el descubrimiento de Palenque a fines del siglo XVIII, y la difusión de su gloria monumental en las publicaciones ilustradas del siglo XIX fueron, tal vez, el factor más importante para llamar la atención de viajeros, exploradores y demás interesados en las culturas aborígenes, sobre nuestro pasado.
A partir del libro de Cabrera, Description of de ruins of an ancient city, discovered near Palenque, in the Kingdom of Guatemala in Spanish América; translated from the original report of captain don Antonio del Río, de 1822, y de la monumental obra de Lord Kingsborough, Antiquities of Mexico, de 1831, ambas publicadas en Londres, el mundo Occidental volvió sus ojos inquisidores hacia las antigüedades americanas. Las tierras de la América Media vieron desfilar, a lo largo del siglo XIX, multitud de visitantes unos con deseos de satisfacer meras curiosidades, otros con afanes más serios de estudio y de investigación; pero todos animados por el espíritu romántico que dio la tónica a la centuria. La búsqueda de todo aquello ajeno a lo experimentado por el hombre Occidental, como las “exoticidades” del Medio Oriente, lo “pintoresco” en las islas de los mares del sur y lo “primitivo” de África y de América, fue meta para muchos espíritus inquietos. Palenque ha sido, desde que se supo de su existencia en 1773, una ciudad de inigualable atractivo; en sus ruinas vive aún el espíritu de los hombres que la construyeron y que la habitaron, y su magia tentadora es la que todavía nos mueve para estar aquí reunidos con el único propósito de procurar su acercamiento y de su mejor comprensión, al tratar de penetrar el velo misterioso que todavía la encubre. Miles son los visitantes que se han extasiado ante las ruinas de los edificios y de los relieves palencanos; solo algunos han dejado testimonio de tal admiración. El primero de ellos, don Ramón de Ordóñez y Aguiar, presbítero de Chiapas, aventuró las más fantásticas hipótesis en torno al imaginado Votán, personaje de origen cartaginés que fue, a decir del ilustre canónigo, el fundador de Palenque; Ordóñez y Aguiar especuló acerca de las supuestamente evidentes conexiones de esta ciudad con los egipcios, los fenicios, los sirios y los palestinos. Los escritos del presbítero, quien por cierto nunca estuvo en Palenque, llevan el extraño título de Historia de la creación del cielo y de la tierra conforme al sistema de la gentilidad americana. Theología de las culebras, Diluvio Universal, Dispersión de las gentes, etcétera, se encuentran en dos partes, la primera es el Manuscrito 231 de la Antigua Colección del Archivo Histórico del Museo Nacional que fue publicado en la Bibliografía Mexicana del siglo XVIII, tomo 4 pp. 1 a 272; la segunda es el Borrador Manuscrito, original e inédito, que se encuentra en la Universidad de Tulane, y de él existe una copia de 1876 hecha por José Fernando Ramírez, también en el Archivo del Museo. La consecuencia inmediata de la relación de Ordóñez fue el interés manifiesto en las exploraciones oficiales de José Antonio Calderón, Antonio Bernasconi y Antonio del Río, efectuadas entre 1784 y 1787. Más tarde Humboldt, en su libro Vue des cordilleras, et monuments des peuples indigenes de l’Amerique, de 1816, publicó por primera vez un dibujo de uno de los pilares de la galería exterior de la casa A del Palacio. Otras son las que después de Humboldt se encargaron, durante el siglo XIX, de dar fama universal a Palenque por medio de sus crónicas, de sus dibujos y de sus fotografías: Dupaix con su dibujante Castañeda; Waldeck, quien nos obsequió con delicados dibujos a la manera neoclásica; el americano Stephens con Catherwood el dibujante inglés; Charnay y Viollet le Duc y, ya para el término del siglo, Holmes y Maudslay, quienes representan con su arqueología incipiente una postura más que avanzada. Queremos ahora referirnos a tres relaciones muy poco conocidas y no citadas en la bibliografía sobre esa ciudad. Las tres datan del siglo XIX, por eso las unifica un aliento romántico y especulativo. Dos de ellas están incluidas en historias generales de América; la otra se encuentra en la introducción de una famosa novela.
En 1888, El Progreso Literario de Barcelona edita dos tomos de los cinco volúmenes que se habían programado sobre Historia General de América desde sus tiempos más remotos, escrita por el conocido Francisco Pi y Margall. De características enciclopédicas la obra abarca temas dispares como arte, costumbres, razas y lenguas de los habitantes desde Estados Unidos hasta la Tierra del Fuego. En la parte correspondiente a Palenque (páginas 253 a 256 del primer volumen y páginas 1840 a 1847, del segundo) dice lo siguiente:
“No estaba ya en tierra de los quichés los monumentos de Palenque, sino algo más al Norte, en la fronteriza y ya mentada República de los chiapanecas. El lector me ha de permitir, sin embargo, que aquí los examine, ya que no me lo permitió el orden del anterior capítulo y, no ocupo, hubieron de influir sobre el carácter y el gusto arquitectónico que estos tuviesen. No lo haría si a mis ojos no fuesen importantes hasta el punto de revelar la existencia de razas que habían desaparecido cuando la conquista.
Formaban parte estos monumentos de una ciudad situada al Sudoeste del nuevo Palenque, en las faldas de una escabrosa sierra revestida de sombríos bosques en que corre murmurando el agua por estrechas cañadas cubiertas de silvestres y olorosas flores. Tenía de extensión la ciudad sobre dos leguas y media; y su palacio mayor en su base, un perímetro de más de trescientas veinte varas. Estaba sobre una mole piramidal que no contaría menos de dieciocho varas de altura; y con ser de un solo piso no mediría por su parte menos de doce. Hasta cuarenta y seis de anchura medían las veintisiete o veintiocho gradas que conducían a lo alto de la pirámide.
Era este monumento cuadrangular, y la base de su inmenso zócalo tenía en sus lados menores noventa y seis varas, hasta ciento diez en los mayores. Soberbio era el palacio. Cuarenta vanos o puertas, simétricamente distribuidas en sus cuatro lados, habrían paso a una galería corrida de más de tres varas de anchura. Al Noroeste había un patio de treinta varas en cuadro, al Occidente otros dos, uno irregular, otro cuadrilongo de treinta y cuatro por once. Decir las salas que tan suntuoso alcázar encerraban sería tarea enojosa. Descollaba sobre toda la obra una torre piramidal de base cuadrada, de treinta y seis varas de altura y diez de lado. El conjunto debía de ser imponente; lo es aún hoy que está medio en ruinas.
Es todo el monumento de mucha regularidad y belleza, de majestuosas líneas, de grandes masas, de sencillos adornos. Tres simples molduras dividen en otros tantos cuerpos el zócalo: dos constituyen el friso del palacio. No tienen ninguna las puertas; tampoco los macizos que las separan. Abundan en cambio los relieves, ya de piedra, ya de estuco. Los hay en los paramentos exteriores de los entrepaños de la fachada, en lo interior de la galería, en unas escaleras que bajan al patio del Nordeste, en ciertos salones, en subterráneos que parecen haber sido sepulcros de los reyes. No excluían la sencillez ni la suntuosidad y era verdaderamente suntuoso todo el alcázar. Los pavimentos de arena y cal estaban cubiertos de una dura y bruñida mezcla, las paredes, interior y exteriormente enlucidas y brillantes; los relieves pintados de bermellón, a juzgar por los restos de pinturas que aún quedan en sus más profundos senos.
¡Qué grandiosidad aquélla! Los vanos, es decir, las puertas miden de cuatro a cuatro y media varas de extensión por cinco y medio de altura; los macizos, de tres a cinco varas de ancho; las paredes maestras, vara y tercia de grueso; las figuras de los relieves, más de dos varas de alto. ¿Qué es luego ver aquellas anchas y angulosas molduras corriendo sin interrupción del uno al otro extremo y aún por los cuatro frentes de tan vasto edificio? ¿Qué es arrancar de la cornisa la atrevida bóveda, no por ser rectilínea menos digna de mérito?
Los autores de los monumentos de Palenque aplicaron la línea curva a las ventanas, pero no conocieron el arco vertebrado. Menos habían de conocer naturalmente nuestro sistema de bóvedas. Si abovedaron galerías y salones no fue como los arquitectos de Roma, ni siquiera como los de Yucatán o Xochicalco. Hacían las bóvedas adelantando los unos sobre otros, los sillares de los dos muros, dejando truncados los vértices de los ángulos y cerrándolos transversalmente con losas. Con otro paso habrían por lo menos llegado a la bóveda de los yucatecas.
“Más lo digno de atención en Palenque, no son las bóvedas sino los relieves. Abren nuevos horizontes a los que los contemplan. Hablan de una raza desconocida en la historia. Las figuras humanas todas representan en la cabeza una curva no interrumpida de la punta de la nariz al colodrillo. Las narices son largas. Los rostros revelan almas inteligentes. No existe hoy en América esta raza de hombres; no existía ya cuando los españoles pusieron el pie en el territorio de los chiapanecas. Más aún que las facciones de las figuras dicen las actitudes y los trajes. Cree uno distinguir en algunos relieves vivos reflejos de las costumbres persas. Le parece ver en otras gentes que estaban pasando por un renacimiento parecido al que del siglo XV al XVI tuvimos acá en Europa.
En Palenque no hay un solo monumento sino muchos. Me he limitado a describir uno por no hacer sobradamente prolijo este trabajo, que ya lo va siendo. Más ahora me refiero a las esculturas de todos los que han llegado a mi noticia. Hay en Palenque dos clases de figuras, tal vez separadas por siglos. El tipo es en todas el mismo, pero no los trajes. Unas, como las de las escaleras que bajan al mayor de los patios, están casi desnudas: no llevan sino un prendido sui generis, pendientes, collar, anchos brazaletes y, colgado de un cinto, uno como delantal que parece suplir el maxtle de los aztecas. Otras van además con vistosos penachos, unos como faldellines agamuzados y cortos y cierta especie de coturnos. Entre éstas, no pocas visten un género de muceta que les cubre desde la garganta a la mitad del pecho. En una que otra se ven calzas que bajan hasta la mitad del muslo. Son todos estos trajes de gran riqueza, y están sobrecargadísimos de adornos. Las telas, todas de bellas labores, presentan generalmente la forma de una red de más o menos espaciosas mallas. En las mucetas, en los faldellines, en las calzas hay con bastante frecuencia hermosas carátulas. Son especialmente de notarlos muchos y caprichosísimos adornos que se destacan del cuerpo y parten, de la cabeza, de los brazos o de la cintura.
¿Qué civilización era la que estos relieves descubren? ¿Qué hombres eran esos? Su arquitectura no tiene rival en América, ni por lo sencilla, ni por lo sólida, ni por lo grave. Sus esculturas, excepción hecha de las de las gradas del patio, son generalmente de buenas y elegantes proporciones. Sobresalen principalmente sus figuras de estuco labradas unas sobre simples diseños hechos en las mismas paredes, otras sobre unos que podríamos llamar esqueletos del cuerpo humano. Quedan aún restos de su pintura y hablan muy a favor de los que la cultivaron. En muchos de sus relieves, hay además signos distribuidos en ángulos rectos que son evidentemente caracteres de una escritura perdida, leyendas explicativas de los relieves mismos. No permiten creer otra cosa ni su regularidad, ni la frecuencia con que están reproducidos por más que nadie haya todavía acertado a leerlos. Tienen, a no dudarlo, gran semejanza con los de los yucatecas. ¿Quiénes podían ser esos hombres que a tanto habían venido y vivían en ciudades de más de dos leguas y habían construido palacios tan gigantescos y suntuosos como el que hemos descrito? Para los chapanecas del tiempo de la conquista eran ya mudos estos caracteres y tan asombrosos estos monumentos como para nosotros, si es que llegaron a conocerlos. Saber qué hombres fuesen aquellos, es hoy por hoy imposible. Para mí hubieron de ser los mismos que escribieron el manuscrito de Dresde. Allí hay caracteres, por lo menos muy parecidos, a los de esos edificios de Palenque; allí las figuras presentan el mismo tipo. El mismo perfil en las cabezas; sobre poco más o menos los mismos trajes. Lástima que unos y otros documentos sigan siendo un enigma para la historia”. De lo anterior destaca, desde luego, que el autor se está apoyando en la narración de Dupaix de la obra de Kingsborough, pero que se permite hacer ciertas observaciones personales a saber: cierta cualidad en la técnica de los relieves; la diferencia entre las figuras de las losas del patio noroeste del Palacio y los relieves en estuco de la casa D; las semejanzas que percibe con los grifos del códice Dresden; las referencias a los restos de pintura y sobre todo la inquietud por conocer quienes fueron los creadores de cosas tan admirables.
En el libro titulado América. Historias de su descubrimiento desde los tiempos primitivos hasta hoy de Rodolfo Cronau, impreso en 1892 por Montaner y Simón de Barcelona, las noticias sobre Palenque son de carácter descriptivo pero el autor no parece, al menos no lo muestra en su escrito, haber tenido curiosidad por la procedencia de sus habitantes; y acepta que era el lugar sagrado de los toltecas; tampoco se inquieta, ya que da por seguro que las figuras son de sacerdotes y de sacerdotisas, de lo que en verdad pueden representar los relieves y de cual sea su más profunda significación. El texto dice así:
“Las célebres ruinas de la ciudad de Palenque, Copán y Quirigua datan de los primitivos pueblos toleicos y están tan ocultas en los laberínticos bosques de Chiapas y Guatemala, que los españoles mandados por Cortés pasaron muy cerca de Palenque sin advertir la presencia de tan interesantísimos documentos. Un inconmensurable bosque virgen cubre hacia el sur la mitad de la península de Yucatán, extendiéndose sobre Guatemala hasta el cabo de Honduras. En esta selva casi desconocida solo han logrado penetrar pocos exploradores, y por ellos se sabe que deben hallarse aún restos de majestuosas ciudades en el interior de la selva, donde hace muchos siglos que no ha pisado humana planta.
Con indecible trabajo y gastando un verdadero tesoro fue posible abrir camino hasta esas ruinas por medio del espeso bosque de vegetación tropical, y el mismo inmenso trabajo costó dejar al descubierto los edificios principales, despojándolos de las innumerables plantas trepadoras y musgos que los cubrían e impedían poderse hacer cargo de sus rasgos arquitectónicos. Las indispensables terrazas, peculiares a todas las antiguas construcciones americanas, también se encuentran aquí. Por ejemplo: la pirámide que sirve de cimiento al llamado Gran Palacio de Palenque mide trece metros de elevación y ciento tres de largo en su base por ochenta y cinco de ancho. Este grandioso edificio, que camina a su ruina total a paso de carga, es un verdadero laberinto de casas grandes y pequeñas, con hermosas galerías, corredores de columnatas, pórticos, patios y magníficas escaleras. Al estudiarlo se comprende que fue construido en distintas épocas y consagrado a diferentes usos. Muchas de las galerías están engalanadas con ornamentos de estuco, figuras y medallones, y estos últimos, que recuerdan los tiempos de la arquitectura churrigueresca, ostentan retratos de sacerdotes y sacerdotisas, que sin duda prestaron servicio en el citado templo, y al que calificó Charnay de antiguo santuario indio. Hay algunas figuras de sacerdotes que miden cuatro metros de alto, trabajadas en grandes losas de piedra, en los edificios pertenecientes al gran patio central, todas ellas adornadas con mitra, taparrabos, y ricas y costosas joyas. No cabe duda que Palenque era un lugar sagrado al que acudían los magnates de los pueblos toltekios con ofrendas a los dioses para elevarles templos, o bien para dormir el sueño postrero a la sombra del santuario. Tal se deduce, no solo por el crecido número de templos y sepulcros que se encuentran, sino también por la carencia absoluta de viviendas profanas y por la falta de esculturas de guerreros y de toda clase de adornos bélicos, que con tanta profusión se ven en las ruinas de viviendas mundanas de toda la América. En Palenque no hay el más leve indicio que recuerde el instinto guerrero de aquellos pueblos, sino que, por el contrario, el carácter sagrado del lugar resalta en las numerosas pinturas, cuyas figuras en su mayoría llevan ofrendas en las manos.
Las pinturas que adornan el hermoso templo de la Cruz encierran grandísimo interés. El edificio se levanta sobre una pirámide truncada y en su fachada anterior tiene tres puertas; las columnas o pilares que separan dichas entradas están adornadas con figuras, y por estas puertas se penetra primero a una espaciosa galería, y desde allí a tres cámaras, de las que la central parece ser la más sagrada. En las otras dos, las paredes se hallan revestidas de inscripciones, mientras que en aquella se ven en su centro tres grandes losas de piedra que ostentan un bajo relieve en forma de cruz, a la que circunda profusión de figuras simbólicas y encima se ve un gallo, que recuerda el que tan grande papel juega en la Pasión de Jesús. A ambos lados de la cruz hay dos figuras de tamaño natural, ricamente ataviadas, que llevan ofrendas.
Sobre toda la pintura y en particular detrás de las dos grandes figuras citadas, hay una inscripción jeroglífica compuesta de signos extraños. A la parte superior del edificio no conduce escalera alguna ni hay medio que establezca comunicación, y por eso los primeros exploradores tuvieron que subir hasta allí trepando por un árbol cuyas ramas se extendían en la dirección de la cubierta o tejado. Este era bastante pendiente y estaba ricamente ornamentado; en la cornisa o alero había una plataforma o repisa de sesenta y seis centímetros de anchura, por detrás de la que subía el tejado dos pisos más, a los que daban acceso varias losas que sobresalían. Algunas piedras planas y otras salientes colocadas al través formando la cubierta del piso superior; los costados más largos están adornados con trabajos de estuco que representan las más caprichosas figuras humanas con los brazos y piernas extendidas. Desde la galería superior se divisa, detrás del inmenso bosque, el lago de Términos, y a lo lejos, a inmensa distancia, el golfo mexicano.
Próximo a este curioso santuario hay un segundo templo de construcción casi idéntica, el que ostenta también una plataforma constituida por tres piedras con una cruz en el centro. Las figuras que se ven a ambos lados que, igual que las anteriormente citadas, llevan ofrendas y son muy parecidas a aquellas; pero la cruz difiere en absoluto de la otra, pués está sostenida por dos figuras puestas en cuclillas. Encima de la cruz hay un rostro descarnado y por detrás se cruzan dos palos adornados de simbólicos atributos.
Los dos bajos relieves, que sirven de adorno a los dos pilares de la puerta de entrada, están muy bien conservados, y pueden competir en ejecución con los del antiguo Egipto.
Hasta la misma cúspide del cerro Alto suben, en forma de anfiteatro, gran número de ruinas, mesetas piramidales, templos, pórticos y galerías sepulcrales. En la época del mayor florecimiento de Palenque, estos edificios estaban unidos los unos a los otros por medio de anchas calles. Sobre los ríos se tendían artísticos puentes, los que desgraciadamente han desaparecido hace mucho tiempo bajo la destructora vegetación del monte virgen”.
El autor, dijimos antes, no se ve particularmente movido por las ruinas palencanas. Es evidente que sus principales fuentes de información fueron Stephens y Catherwood, así como Desiré Charnay, pero cabe la posibilidad de que también haya consultado a Holmes. En todo caso, jamás estuvo en Palenque como lo demuestra al confundir los relieves, con base en las ilustraciones de los libros que estudió, los que describe como si fueran pinturas.
La última relación anecdótica del siglo XIX sobre Palenque que queremos reseñar está en el prólogo de Los Miserables de Victor Hugo. La obra fue terminada el 30 de junio de 1861 y el prólogo data del 1° de enero de 1862. La cita que interesa se encuentra en la primera parte del Prefacio Filosófico titulado “Sobre Dios”.
No deja de ser extraño el hecho de que a pesar de que se encuentre en un libro tan popular, la referencia a Palenque sea por el contrario, tan poco conocida. La cita que reproducimos está tomada de las páginas 12 y 13 de la edición realizada por la Compañía General de Ediciones tomo I, 1960, México con la traducción de Aurelio Garzón del Camino. Bordando sobre la naturaleza de los habitantes palencanos dice Víctor Hugo:
“En cuanto a las razas casi humanas que esta fuerza brutal produjo y que habitaron nuestro globo conjuntamente con el hombre, por más extraños que sean sus vestigios, son indiscutibles, desde Palenque, la ciudad de los enanos, en el Nuevo Mundo, hasta Refaín, la ciudad de los gigantes en el viejo continente.
Palenque, socavado por las aguas estancadas, apropiado por el hundimiento para los animales solitarios, abandonado a los caimanes, a los jaguares, a los linces y a los pavos rojos de la selva, se convierte en pantano y desaparece bajo los juncos; pero bajo relieves aún visibles en esa ruina revelan la forma de esa humanidad desvanecida: unos hombres de treinta pulgadas de estatura con occipucios prominentes y frentes de ave.
La otra misteriosa ciudad, Refaín, sufre la marea de las arenas como Palenque la invasión de las aguas. Se encuentra bajo el cielo tórrido, en el desierto, detrás de la infranqueable montaña de los drusos, en el centro de ese país de las rocas que los hebreos llamaban Argot y los griegos Raconitide. Es la mayor de las sesenta ciudades del monstruo Og, rey de Basán. El viajero inglés Ciryl Graham en 1857, y el viajero prusiano Wetzteyn en 1858, la vieron en todo su viejo aspecto bíblico, y tal como se le pareció, hace cuatro mil años a Abrahán. Tan solo, en tiempos de Abrahán era rumorosa: ahora está muda. Conserva todas sus casas con sus tres piezas en la planta baja, sus dos habitaciones en el primer piso y su maciza escalera de piedra, todas sus torres, todas sus murallas, todas sus plazas empedradas o enlozadas, todas sus calles y ningún habitante. Detrás de ella se extiende en lúgubres pliegues el sudario infinito de las arenas. Es la ciudad espectro enhiesta en el umbral del país sepulcro. El árabe la muestra de lejos al viajero y jamás se acerca sino a la distancia de fantasma. ¿Por qué ese terror? Porque, propiamente hablando, Refaín no ha estado jamás habitada por el hombre. Únicamente la mano monstruosa de los gigantes pudo abrir y cerrar las puertas de sus casas, puertas de piedra de un solo bloque de seis pies de altura y un pie de espesor, que giran sobre dos vástagos tallados en el bloque mismo y encajados en dos agujeros abiertos uno arriba, en el arquitrabe, y el otro abajo, en el umbral. Así queda demostrada la existencia de los enanos y de los gigantes por dos ciudades que están allí y que no pueden negarse: Palenque en América y Refaín en Asia. Estas dos humanidades esbozadas han desaparecido”.
Tal vez las noticias sobre Palenque que llegaron al célebre autor estimularon su ya natural y rica imaginación, dando lugar a un escrito animado pero desmesuradamente fantástico en torno a la naturaleza del lugar y, muy especialmente, acerca de sus enanos habitantes a los que contrapone con los gigantes asiáticos de la otra ciudad mítica.
Las noticias que hemos citado se incorporan a todas las otras más conocidas del siglo XIX, de tal suerte que no representan un punto de vista muy novedoso o diferente; son, acaso, meras curiosidades bibliográficas que en algo enriquecen la muy vasta literatura sobre este tema.
Articulo publicado en conjunto con Beatriz de la Fuente.