Artículo realizado por Daniel Schávelzon y Luis Aguilar y que fuera publicado en el año 1997 respecto a los hallazgos arqueológicos realizados en las ruinas de la iglesia de San Francisco de la ciudad de Mendoza.
La arqueología construye su conocimiento a través del estudio de los restos materiales y su contextualidad en el espacio y el tiempo. Esta definición, quizás simple pero por todos aceptada, permite que proyectemos nuestro trabajo hacia espacios físicos diferentes de aquellos con los cuales la arqueología tradicional trabaja -es decir el suelo-, para intentar aplicarla al estudio de los muros de los edificios históricos. Sin duda esto no es nuevo y la bibliografía internacional lo ha tratado en forma reiterada, pero en nuestro medio sigue habiendo un corte casi imposible de salvar entre el suelo y el espacio superior. Una pared, cualquiera que sea, implica no sólo un conjunto de objetos diversos -ladrillos, piedras, cal, arena, cemento, revoques, pinturas, inscripciones, molduras- dispuestos en el espacio y el tiempo, sino también un complejo conjunto de actividades sociales que dejaron su impronta. Los muros fueron levantados por alguien en particular, en un momento concreto, con técnicas y materiales específicos y con una decoración acorde a un momento y a una intención particulares. Y además, con una función específica determinada por un proyecto explícito o implícito en la mente de quien o quienes los levantaban.
En las paredes quedan evidencias de los procesos primarios que llevaron a su construcción -con fenómenos preconstructivos asociados-, de las alteraciones y el desgaste producidos por el uso y por los siempre fuertes procesos posdeposicionales, lo que incluye alteraciones, su descarte y a veces su destrucción parcial o total. Un estudio sistemático por lo tanto, permitiría leer este registro, dándonos una valiosa información sobre su construcción, uso y descarte.
En el Proyecto Ruinas de San Francisco se ha intentado en todo momento correlacionar la arqueología del suelo con la arqueología vertical, entendiendo que la interpretación de un hecho espacial, como fue el conjunto de la iglesia y sus claustros, sólo puede resultar de una lectura conjunta de ambos registros. Ya hemos adelantado un primer trabajo sobre este tema: el relevamiento e interpretación de los grafitos de las paredes (Benchimol y otros, 1998), y el estudio de las molduras (Premat 1998). Quisiéramos ahora avanzar sobre otros aspectos: el de los ladrillos y sus aparejos -es decir, el sistema de distribución de éstos en el muro- desde una lectura básicamente arqueológica.
El estudio de la mampostería, es decir del aparejo, el cementante y los mampuestos -en este caso ladrillos- resulta de importancia, ya que desde la primera observación (Schávelzon 1995) de los muros, se han detectado situaciones interesantes que no era posible explicar con la información histórica con que se contaba. Por ejemplo, en el muro lateral del claustro se identificó un capitel hecho con argamasa que había sido borrado y semitapado por un nuevo revoque y que más tarde fuera todo unido por una capa de pintura blanca. ¿Qué significaba esto? Sabíamos de la presencia de iglesias más antiguas que habían sido destruidas para construir la nueva, imaginábamos cambios y más cambios a través del tiempo, e incluso estábamos al tanto del hecho que los franciscanos hicieron grandes arreglos después del terremoto de Santa Rita. ¿Podría la observación cuidadosa de estos detalles darnos respuestas concretas acerca de qué cambió y cuándo? Y una vez reveladas estas alteraciones, si las cruzábamos con la historia documental, podríamos resolver el gigantesco rompecabezas que el edificio representaba? Precisamente con este fin se realizó este estudio de la mampostería.
Las hipótesis específicas planteadas fueron: 1) si los muros existentes son o no contemporáneos y qué diferencia cronológica tienen en ese último caso; 2) si fueron construidos por los mismos o por diferentes constructores, y 3) si expresan diferentes tecnologías y/o lógicas constructivas y/o proyectuales.
Para responder a esto se procedió a un relevamiento detallado de cada muro, una vez concluido el estudio de los estratos externos, en la siguiente secuencia:
a. grafitos
b. pinturas y pigmentos
c. revoques
d. molduras y ornamentos
e. mampostería
Para el dibujo se usaron plantillas específicas en las cuales se dibujaron en escala franjas de mamposterías de cada muro, de dimensiones establecidas para comparación. Se tomó en cuenta en cada franja la dimensión y disposición de los ladrillos, de las juntas de unión y la trabazón entre hiladas.
La primera conclusión ha sido que en el conjunto existen al menos cuatro sectores bien diferenciados entre sí a los que denominamos 1 a 4 referidos al plano general de restauración del conjunto, mientras que con letras señalamos las observaciones particulares en cada sector. En términos generales los sectores que presentan homogeneidad son
a. fachada
b. muro de la portería hacia el atrio
c. nave y claustro
d. presbiterio
En todos los sectores hay ladrillos de forma estándar y ladrillos moldeados con formas especiales; en todos los sectores que conservan revoques -salvo el atrio y la torre que no lo tuvieron nunca- hay reparaciones hechas en adobe que luego describiremos.
El elemento constructivo común a todo el edificio es el ladrillo, que presenta una gran variedad de formas y dimensiones. Lo interesante es que esta variedad se da en todos los sectores, y hasta en una misma hilada se los puede hallar de tamaños muy diferentes, aunque a todas luces el aparejo fue hecho en un mismo momento. La dimensión básica es la tradicional de 1/2 vara por 1/4 por 1/8, es decir unos 40 por 20 por 10 cm. Las dimensiones varían menos en el presbiterio y en los pilares de la nave; en general en la parte interior de todo el edificio las variantes son menos marcadas, pero en la fachada en cambio hay ladrillos de hasta 520 mm de largo. Por ejemplo, el estudio del pilar N del presbiterio mostró que dentro de la aparente regularidad que presenta, hay ladrillos que miden 400, 385, 330, 320 y hasta 295 mm de largo, mientras que el ancho varía entre los 210 y los 180 mm; el espesor va de 95 a 75 mm incluyendo un ladrillo de 40 mm. Las juntas de cal miden de 10 a 13 mm, aunque en algunos casos hay un aplastamiento debido al colapso de los pilares durante el terremoto de 1861. En estos casos el mortero chorrea hacia afuera y mide 5 mm de espesor.
El sistema de colocación es el tradicional con ladrillos de soga y de cabeza, en una secuencia de hiladas horizontales que rara vez se modifica, salvo para los ladrillos moldeados usados en cornisas, molduras y capiteles. En otros sitios, como en la pared norte de la iglesia, hay una secuencia que alterna en forma irregular dos hiladas de soga por una de cabeza, teniendo todos los ladrillos medidos 410 mm de largo, aunque su espesor varía entre los 70 y los 90 mm. Del lado opuesto de la pared esa secuencia no se mantiene en todo el muro, variando sin lógica alguna. En algunos casos las hiladas de faja tienen, cada tanto, algún ladrillo mezclado colocado de soga.
También en las juntas encontramos detalles llamativos, como la rotura de la secuencia del aparejo, de tal forma que quedan dos hiladas en las que coinciden las juntas verticales, lo que en una obra de esta naturaleza, en cuanto a la calidad y el detalle, es más que extravagante. Hay sectores en que las juntas tienen 30 mm de espesor mientras que en algunos casos solamente 10 mm; hemos encontrado juntas verticales de hasta 50 mm y en algunos casos el material faltante -incluso algún ladrillo- se rellenó con cal y fragmentos de tejas y ladrillos.
El atrio presenta una situación muy diferente a la del interior de la iglesia: parecería que se trata de una arquitectura distinta, en épocas y técnicas constructivas, quizás de dos arquitectos diferentes además de dos manos de obra distintas. La original sigue las pautas de mampostería grande e irregular, pero hay otra de ladrillos más homogéneos y mejor colocados, lo que se observa en la calidad y forma de las juntas. Vale la pena comparar los agujeros dejados para el andamiaje o la decoración: en el caso anterior son irregulares, hechos a golpes después de levantado el muro -caso del retablo del altar lateral-, mientras que en el atrio se dejó el espacio entre ladrillos en forma cuidadosa, con la separación exacta y en forma simétrica.
En los arcos se nota un accionar diferente entre los de gran tamaño y los más chicos, ya que se fue mejorando el sistema de trabazón a medida que la luz se hacía mayor, mostrando un sistema inteligente y adaptable a diferentes problemas. Así como por los pilares y muros parecería tratarse de una obra burda y apurada, en los arcos se nota la calidad de una mano experta que sabía lo que estaba haciendo.
El uso de ladrillos moldeados es intrigante y sólo se podrá avanzar en el tema cuando se logre completar un estudio más amplio en toda la arquitectura ladrillera de la zona antigua, incluyendo lo que queda de los edificios posterremoto; es una tradición mendocina no historiada. Están presentes en todo el atrio y se los observa en las cornisas y capiteles de la iglesia; los hubo también en las torres y toda la fachada y sus formas muy variadas incluyeron curvas, entrantes y salientes, ángulos agudos y diseños barrocos como los de los capiteles. Lo interesante es que conviven con molduras hechas simplemente con argamasa y hasta con ladrillos que fueron desbastados para darles forma. Se podría pensar que los sectores mejor terminados en la fachada y la torre son resultado de la obra tardía de los constructores Roquer, que ya hemos analizado. Respecto a una de las torres, hemos publicado la información que muestra que ésta no existía cuando los jesuitas fueron expulsados, que Comte trató de construirla pasando en 1788 un presupuesto que incluía «torre, frontis y costado sur» (Schávelzon 1998:21), luego hubo otras propuestas hasta que se levantó la obra final en 1830.
Los muros interiores del edificio fueron hechos en forma burda, como ya dijimos, y se notan las diferentes manos inexpertas que construyeron la obra. Los ladrillos son de variadas dimensiones, producto tal vez de compras diferentes o de simple mala calidad, y los errores se fueron resolviendo como se pudo; pero también se observa que no hubo una lógica impuesta y que los obreros seguramente colocaron los ladrillos como pudieron, quisieron o supieron. El mortero muchas veces chorreaba y no siempre era retirado con la cuchara, ya que luego todo lo cubriría el revoque. Pero este también tuvo diferentes momentos de colocación con diferente calidad de amarre. Tras el terremoto de Santa Rita sabemos que se hicieron reparaciones, las que hemos identificado por ser de barro -en realidad de adobe-, con el que se revocó incluso capiteles y molduras dándoles su forma. Es interesante que en muchos sectores el adobe aguantó la intemperie mejor que la cal. Varios vanos, en especial los de puertas y arcos, tienen marcas de vigas de refuerzo colocadas cerca de la parte superior, resultado de los daños provocados por dicho temblor. En un plano de época dibujado por José Comte en 1788 se relevaron todos los daños del edificio marcándolos a color, lo que aporta una fuente documental de gran valor; en buena parte los arreglos coinciden con el plano en todos los detalles.
En síntesis, el estudio de los ladrillos y su utilización, muestra que la obra no es homogénea, no sólo por su variedad sino también por las lógicas posicionales. La variedad dimensional no es considerada como evidencia de sincronía; por el contrario, parecería indicar el uso de ladrillos provenientes de diversos hornos y de variado precio (¿donaciones?, ¿compras a costo mínimo?, ¿descarte de hornos?), o simplemente una falta de control de calidad de las adquisiciones: de alguna manera podemos pensar que todo servía para ser puesto en la pared. Pero las diferencias en la forma de colocarlos en nos habla de otra cosa: posiblemente se iba cambiando de albañiles a lo largo del tiempo, ya sea por el irregular flujo de dinero, por la utilización de mano de obra voluntaria o de bajo costo, o porque diferentes personas tenían maneras de resolver un muro de manera distinta. Lejos estamos de poder dilucidar este tema y quizás la respuesta esté en el estudio documental del Libro de Fábrica o documentos semejantes que deben estar en alguna parte. La otra posibilidad es que la mano de obra haya sido de absoluta improvisación, con un control muy ligero de lo que se hacía, donde por lo tanto cada obrero ponía ladrillos como podía o quería.
Al revisar la documentación escrita vimos que tanto en el claustro mayor como en el segundo en construcción existían, a fines del siglo XVIII, obras anteriores hechas de adobe y techo de madera junto a sectores nuevos hechos de ladrillo y abovedados. Según lo que ya hemos estudiado, toda la historia del conjunto parece haber sido así: se construía lo que se podía para más tarde ir reemplazándolo. Hemos demostrado que esto fue habitual desde la fundación misma mediante el reuso de una casa anterior que fue remodelada (Schávelzon 1998:15-18); de allí hasta los tiempos en que los jesuitas fueron expulsados aún había habitaciones «de adobe crudo y techumbre de madera» en los claustros (Schávelzon 1998:23). Esto, a lo largo de dos siglos, dio cabida a una inusitada cantidad de constructores y albañiles que dejaron su impronta en el sitio. Y los franciscanos que ocuparon el edificio tardíamente no parecen haber sido ajenos a ese mismo sistema de constante hacer y deshacer.
Bibliografía
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1931/2, Historia eclesiástica de Cuyo, 2 tomos, Tipográfica Salesiana, Milano.