Artículopublicado en “Papalote; Literatura, crítica, arte”; de Tuxtla Gutiérrez, Chiapas, México; en el año 1984 y transcripto del suplemento Sábado.
El tema de la muerte en México es como un tabú: siempre hay que marcar lo importante que supuestamente es para el pueblo; así se ha transformado en el centro de un culto turístico-populachero que, al parecer, podía rastrearse hasta tiempos prehispánicos, y por lo tanto sería parte integral del ser nacional.
Es justamente para mostrar qué hay de cierto en todo esto que acaba de publicarse un nuevo libro de Carlos Navarrete, titulado San Pascualito Rey y el culto a la muerte en Chiapas (Instituto de Investigaciones Antropológicas, UNAM, 1983), en el cual se hace un estudio monográfico acerca del tema entre los grupos populares de Chiapas y su relación con Guatemala. Al parecer, y cada vez resulta más claro, la muerte para el pueblo no es lo mismo que la muerte para los intelectuales.
El autor se propone realizar un estudio monográfico que tenga un apoyo estricto a la metodología científica, la que en este tipo de estudios no ha sido característica. La muerte y sus presentaciones, mezclada con los muertos y sus propias imágenes, siempre aparecen envueltos en un caos total, sin cronología, sin distribución espacial. Al enfocarla de otra forma, surgen otra vez las dudas sobre la veracidad de este culto a la muerte, el que es postulado por Navarrete como un mito moderno, surgido durante el período Vasconcelista, entre toda una serie de otros rasgos culturales populares que fueron retomados y exaltados para provecho de la nueva cultura del Nacionalismo, al igual que el muralismo y la pintura al aire libre, entre tantas otras manifestaciones.
Se procede en el texto a revisar una región del país, Chiapas, a rastrear los posibles antecedentes prehispánicos de este tema -prácticamente inexistentes-, y a reconstruir la llegada de San Pascual Bailón desde España y cómo se fue mezclando con otras tradiciones y leyendas hasta llegar a la actualidad. Cómo los indios fueron quienes le dieron mayor importancia al culto, difundiéndolo ampliamente por el país y por Guatemala. Así podemos ver que los grupos marginados son los que lo cultivan, que encuentran a través de él una forma de representarse y de ser representados, de entender el mundo y de explicarlo. Más allá de cualquier supervivencia -que de haberla debió haberse dado únicamente a través de los aztecas, ya que en el resto de México la muerte casi no existió en la misma forma-, fueron los mecanismos de defensa social los que crearon estas expresiones sincréticas de religión popular, las que en lugar de ser rescatadas, porque sí son la verdadera expresión del pueblo mexicano, son perseguidas junto con los expoliados zoques de Tuxtla. San Pascualito fue la expresión de la explotación del indígena, y no casualmente en Chiapas la muerte viene siempre vestida de soldado.
Este tipo de investigación, que intenta “emprender la tarea de desmitificar el mito, de cuestionarlo, exhibiendo su fragilidad como componente de un prototipo nacional premeditado”, es el que puede abrirnos caminos de una riqueza insospechada en los estudios de la cultura popular latinoamericana. Porque una cosa es lo que la muerte realmente representa para el pueblo, y otra lo que quisiéramos que fuera: exuberante, visitable, comercializable, con muchos Mixquic y muchísimos Janitzio; algo más para mostrarle al mundo que aún somos “primitivos”, que el turista puede seguir viniendo a nuestros países a ver ceremonias indígenas auténticas. Lo que debemos hacer es necesariamente una limpieza de prejuicios y encarar estudios de este tipo: sistemáticos, metódicos, con profundidad histórica y marcos regionales estrictos, que nos permitan ver cuánto de verdad hay en cada región de México en los temas de la muerte y de los muertos, claramente diferenciados la una de los otros. Profundizar en la realidad de la cultura popular y no apologizarla para que pueda ser utilizada mejor como forma publicitaria de las transnacionales del turismo, la hotelería y el transporte.