Artículo publicado en la revista Encrucijadas, revista de la Universidad de Buenos Aires, número 25, correspondiente la mes de abril de 2004, Buenos Aires. También ha sido publicada en la versión digital que tiene la Universidad de Buenos Aires en http://www.uba.ar/encrucijadas/abril_4/notas.htm#06 .
La arqueología es, en Argentina y en toda América Latina, una tradición científica que se remonta a casi un siglo y medio de historia. Al igual que otros campos del conocimiento científico, surgió lentamente y se fue definiendo a sí misma hasta lograr un estatus universitario, peléandose con la historia, la paleontología, la sociología y la historia del arte. Pero esa arqueología se conformó como una ciencia encargada de estudiar el pasado pre-histórico, es decir de antes de la existencia de documentos escritos, como único camino posible para hacer historia de antes de la historia. El resto del tiempo quedaba librado a los historiadores tradicionales y nada tenían que hacer los arqueólogos por esos territorios que, al menos en Argentina, comenzaban con la llegada de los españoles en el siglo XVI. Pero la realidad mostró que esto era una falacia, y que además de una simplificación era una decisión arbitraria sin sentido ya para la mitad del siglo XX.
Arqueología urbana: métodos y técnicas
La arqueología urbana nació como un área de investigación de carácter interdisciplinario; entrar al pasado de ciudades complejas como Buenos Aires significa sumarle a la arqueología la historia, poner los restos materiales junto a los documentos escritos y los gráficos –tres formas de registro diferentes– y usarlos juntos para interpretar el pasado. Esto no es fácil ya que el manejo de fuentes documentales diferentes –no es lo mismo un testamento que una olla– implica métodos (llamados “heurísticos”) y técnicas diferentes, pero no por eso es imposible. La arqueología de la ciudad también usa en forma habitual otras fuentes de información como la cartografía y la iconografía, sean planos, fotografía o pinturas y dibujos que nos relatan no sólo acerca de su objeto representado sino también acerca de cómo fue visto por quién hizo el plano o tomó la foto. Recordemos siempre que la historia ha sido escrita por un único sector social, las minorías que detentaban el poder –político, social, económico o religioso– y por lo tanto las grandes mayorías no están relatadas por ellos mismos sino mediatizados a través de los ojos de terceros. Obviamente tampoco están las otras minorías, las de los diferentes de cualquier tipo.
Todavía hoy la arqueología urbana no es tema de estudio sistemático en ninguna universidad del país. Quizás por su juventud o por los conflictos epistemológicos que implica el manejo de fuentes de información diferentes a las que los arqueólogos están acostumbrados, se ha producido una demora en su aceptación e incorporación. Pero lentamente se está introduciendo en el quehacer profesional y en el reconocimiento de la opinión pública. Los grupos de investigación existente en el país han servido como mecanismo de formación e integración de nuevos profesionales, entrenándolos directamente en las excavaciones, manteniendo siempre un sistema de interdisciplina.
¿Por qué nos interesa la ciudad? Por muchas razones: empezando porque es una forma de hábitat alrededor, o en la cual, se construyó la civilización; es uno de los mecanismos que la humanidad eligió entre los muchos posibles para reunir una masa de energía, pensamiento y relaciones sociales suficiente como para edificar las diferentes culturas que en la Tierra ha habido. Las ciudades son una de las más grandes creaciones de cultura humana en su historia; pese a todos los problemas que conllevan, nuestro mundo sería inimaginable sin ellas. Las ciudades actuales, aquí y ahora, son el resultado de un proceso histórico, de cambios constantes, cada día se demuele una casa y se construye otra de tal forma que las ciudades nunca son o han sido las mismas, a cada minuto cambian, son diferentes. Por estas razones, observando una ciudad en la actualidad es casi imposible imaginar cómo se vivía, qué se pensaba o cómo se establecían las relaciones sociales en otros tiempos, mucho menos conocer acerca de las condiciones de la vida material, en especial de los grupos sociales bajos. La historia de quienes vivieron en las ciudades se ha centrado en los grandes personajes, los héroes o las familias patricias. La mayor parte del legado material en los museos –salvo una honrosa excepción– corresponde precisamente a los grupos sociales más altos, al igual que la mayor parte de los esfuerzos de investigación y publicaciones a lo largo de un siglo lo han sido en pro de una historia que podemos llamar “oficial”: de batallas, militares, familias poderosas viajando a Europa y personajes notables. La arqueología histórica se hace preguntas sobre otros temas, al igual que la historia social, acerca de los grupos humanos mayoritarios, las etnias, las mujeres, los niños, los ancianos, y más que nada los marginados del poder y la riqueza. Hablamos de los esclavos africanos que llegaron a ser casi el 35 % de los habitantes de Buenos Aires, los indígenas libres o reducidos, los grupos que mezclando sangres y culturas fueron quedando fuera de la sociedad “bien” de sus tiempos. La arqueología urbana nos permite penetrar aunque sea un poco en la vida, sufrimientos y alegrías de esas gentes, tratando de entender como vivían, trabajaban o entendían el mundo que los rodeaba, desde la casa hasta la escuela [1].
Una vertiente en la arqueología urbana ha sido la que ha resignificado la importancia de los objetos pequeños, minúsculos. A diferencia de la historia del arte, preocupada por los cuadros, esculturas y monumentos, se ha logrado entender que los botones (¡inventados sólo recientemente, en el siglo XVIII!), los broches para el pelo (¿recuerdan las horquillas?), las bolitas de los chicos (invento de hace un siglo nada más), las monedas (con fechas y cambios cada año) o un escarbadientes modesto y proletario, son elementos que hablan de formas de vida, niveles sociales y costumbres diarias de la gente normal, las grandes mayorías, los que nunca fueron héroes o que no figuran en los libros de historia nacional.
Excavar en una ciudad construida no es un tema sencillo. No sólo por la velocidad del cambio urbano sino por los problemas que surgen al enfrentar las nuevas tecnologías de edificación: las técnicas de construcción son cada vez más rápidas y agresivas, tales como las demoliciones con topadoras, las excavaciones de grandes terrenos en pocos días o los estacionamientos subterráneos que ocupan manzanas bajo el suelo. Es en extremo difícil hacer trabajos y estudios cuidadosos cuando el tiempo vale fortunas, cuando las empresas de construcción cuidan cada minuto, cuando los recursos son pocos y cuando los sistemas de alteración del suelo son tan veloces que no dan tiempo a organizar la investigación.
La arqueología como ciencia ha construido métodos que permiten responder a preguntas acerca del pasado o el presente y la excavación es, obviamente, la forma habitual de penetrar hacia allí. Pero en las ciudades no se excava donde se quiere sino donde se puede; sería interesante excavar debajo de muchos sitios ahora construidos pero es imposible: porque ya está destruido –la mayor parte del subsuelo de Buenos Aires ya lo ha sido– o su propietario no lo autoriza. Para encarar esto los arqueólogos urbanos trabajamos de varias formas: la primera es mediante lo que se llama habitualmente “arqueología de rescate”, es decir que asumimos que todo conjunto de objetos del pasado que conforman un contexto es importante y su hallazgo casual, una demolición o la excavación de cimientos nos llevan a excavarlo y rescatarlo para su estudio. Este trabajo de bomberos, de emergencia, puede ser programado y nos abre puertas que no dejan de ser fascinantes.
Otra manera es establecer proyectos basados en temas o interrogantes: ¿cúando llegaron los cubiertos y los platos?, ¿por qué se pasó de cocinar el asado en vertical a la parrilla horizontal?, ¿cuál era el papel de la mujer, o los ancianos, en la ciudad?, ¿hubo cambios domésticos con los sucesos de 1810?, ¿se consumen helados en las plazas durante el invierno (se descartan los palitos)? Y así hasta el infinito. Una vez hechas las preguntas tenemos que establecer una estrategia que nos permita comenzar el trabajo: pero como ya dijimos es imposible excavar en todas las casas, sólo podemos hacerlo en algunas. De allí que sea necesario articular todo esto con un estudio muy serio sobre la historia de la ciudad, determinar los sitios que tienen mayor potencial para responder nuestras preguntas e investigar su factibilidad. Mucha gente al ver las excavaciones nos pregunta: ¿y cómo saben que aquí hay algo?, ¿cómo pueden determinar que lo que buscan está en este lugar y no en otro? Ese es precisamente el gran secreto: el estudio preliminar y el conocimiento de la ciudad que se tiene entre las manos. Para establecer una excavación hay meses y a veces años de estudios preliminares; búsqueda de las escrituras antiguas, los planos de los archivos, fotografías del frente y aéreas, referencias en los textos, cuentos de vecinos, y así se penetra lentamente en el pasado de un lugar.
De cuando Buenos Aires no era plana
Para los habitantes de la ciudad de Buenos Aires, la ciudad es, básicamente, plana; y siempre lo fue. Es interesante, por el contrario, observar los grabados antiguos que muestran vistas de la ciudad y ésta estaba marcada por sus fuertes desniveles; las crónicas están llenas de referencias a las subidas, bajadas, zonas que se inundaban y arroyos que corrían caudalosos cuando llovía. Aún se denomina como “el bajo” a la zona de la avenidas Libertador y de allí hacia el río, mientras que la zona de la avenida Cabildo es “el alto”. Y la ciudad aún se inunda cuando llueve, buena prueba de que plana, no es. Y si no basta con caminar por los barrios de Núñez y Saavedra para ver las casas hasta cinco y seis metros sobre la vereda, o Parque Lezama con sus diez metros de altura (eran quince en origen), o el puerto detrás de la Casa Rosada, o la Boca cuando se inunda. Son los relictos de una ciudad que fue comenzada a aplanar a finales del siglo XIX y lo sigue siendo aún hoy, una gigantesca operatoria artificial para hacer plana una ciudad que no lo era. La arqueología lucha contra eso todos los días y las excavaciones muestran que hay restos de casas cuyos pisos han quedado varios metros por debajo de las casas actuales, mientras que otras fueron cortadas hasta en sus cimientos para bajar el nivel.
Los mecanismos tradicionales para observar lo que la arqueología denomina estratigrafía, es decir, secuencia de estratos o pisos o eventos ocurridos en un sitio, es sencilla: al excavar con cuidado y método se van viendo, uno encima del otro –aunque más o menos alterados– restos materiales que indican eventos o sucesos, humanos o naturales, como en las capas geológicas. En las casas, por ejemplo, era habitual colocar un piso nuevo encima de otro viejo, y todo esto está sobre la tierra anterior a la casa misma. Si abriéramos un pozo en nuestra misma casa encontraríamos esa secuencia que, si la asociamos a los objetos que pudieran haber caído, nos permitiría saber cuándo y en qué orden se fue haciendo o modificando la casa.
Arqueología y mitología urbanas
A veces las preguntas que la arqueología trata de responder sobre la ciudad son atenientes a la arquitectura misma: desde cómo se conformaron los parques y plazas hasta la historia de la primera casa que se hizo en algún lugar de la periferia donde las escrituras y los papeles no siempre existen o si los hay no son fiables.
Un ejemplo que ha llamado la atención es una pequeña casa ubicada en la calle San Lorenzo casi Defensa, conocida como la Casa Mínima y absurdamente atribuida a un esclavo liberto. Una profunda investigación de los documentos y la excavación de su interior permitió saber que nunca fue ni lo uno ni lo otro: era la entrada de servicio de la casa de la familia Peña construida en los inicios del siglo XIX; más tarde, la casa que ocupaba toda la esquina fue subdividida y alquilada en lotes pero un problema de escrituras –los papeles no estaban realmente en orden– dejó una lonja del terreno coincidente con esta entrada sin poder venderla por un tiempo. En 1916 se hizo una remodelación de las fachadas de los lotes menos este fragmento cuya propiedad estuvo en litigio por mucho tiempo quedando como una parte separada y más antigua que lo que se hizo en el resto del terreno; cuando se vendieron los lotes por separado se vendió éste y su dueño –ya en la década de 1960– procedió a cancelar las puertas que daban hacia el resto de la construcción transformándola ahí sí en una casa de tamaño mínimo. Pero reconstruir esta sintética historia fue el fruto de un esfuerzo interdisciplinario que partió de la no aceptación de la historia mítica, y profundizar en la arqueología y la historia el pasado del edificio hasta poder comprender su proceso de cambio a lo largo del tiempo.
Se han encarado varios proyectos que han penetrado por ese complejo mundo de mitos y leyendas; obviamente sin intentar destruirlas u ocultarlas ya que son hermosas fuentes para la poesía y la literatura; es más, los mitos se crean precisamente porque la gente los necesita, en especial en la ciudad es necesario construir hitos referenciales, lugares cargados de memoria y significación aunque allí no haya pasado lo que se supone que pasó. Valgan algunos casos: la casa del Virrey Liniers (en la esquina de H. Yrigoyen y Virrey Liniers, precisamente) y que le dio el nombre a la calle, estaba alejada por mucho de la que fue realmente su casa, la que había sido destruida el siglo pasado. Esta última gran mansión del barrio, recibió por traslado de la memoria colectiva ese estandarte, hasta que al ser demolida fue estudiada con la sorpresa de descubrir que si bien no era de un virrey, en cambio había sido la inspiración de Ernesto Sabato para su novela Sobre héroes y tumbas, que la había elegido precisamente por su imponencia y a la vez ser la última de su tipo cercana al centro de la ciudad, con sus jardines y añosas arboledas y un airoso mirador intacto. La presión del barrio obligó a estudiarla –lástima que no logró conservarse–, aclaró la historia pero se la connotó con una nueva carga de significados.
África en Buenos Aires
Acceder hoy a los objetos, restos de comida y sitios de habitación de esclavos africanos en Buenos Aires sirve no sólo para reivindicar el lugar que ocuparon en la construcción de nuestro país, sino también para entrar en aspectos que sería imposible conocer a través de otros medios. Los esclavos y por lo general los pobres y marginados no escribían, no dejaron relatos de su existencia, o si los hay son referencias escritas por jueces o funcionarios blancos. Hoy se puede empezar a ver, o complementar las visiones construidas por la historia social, con aspectos insospechados de nuestra cultura. Sólo imaginemos, siguiendo estas ideas, la existencia de una Buenos Aires negra, con sus idiomas, músicas, bailes, fabricación de ollas y objetos, vestimentas, colores y comidas africanos. En nuestro lenguaje quedan palabras como mucama, mondongo, tango, candombe, tamangos, mandinga y muchas otras que son africanismos puros.
Tomemos un caso concreto: la excavación que se hizo en la casa que fuera de doña María Josefa Ezcurra, cuñada de Juan Manuel de Rosas [2], en la calle Alsina 455 en Buenos Aires. Allí se levantaba en gran estado de deterioro lo que fuera una casa de importancia en pleno centro, y se decidió excavar en sus patios mientras se restauraba el edificio para el Museo de la Ciudad [3]. Pese a las muchas alteraciones y cambios que se hicieron en el fondo del terreno, se hallaron en la tierra fragmentos de la cultura material que mostraban una secuencia ininterrumpida de uso desde el siglo XVI tardío hasta la actualidad. Lo más antiguo era un grupo de cerámicas, huesos y grasa animal que fue fechado por el método del Carbono 14 para 1595 aproximadamente, es decir poco después de la 1a fundación de Buenos Aires en 1580. Para esa época el terreno debía estar vacío y era usado como lugar donde se arrojaba basura. Recién en el siglo XVIII los jesuitas construyeron una casa que alquilaban, la que tras muchos cambios y el agregado de un piso alto, llegó en el siglo XIX a ser usada por doña Ezcurra. Durante esos tiempos, el patio de atrás alojó a la servidumbre y los esclavos, que dejaron en la tierra el testimonio de su vida cotidiana: fragmentos de cerámicas rotas que usaron para juegos, piedras redondeadas y pintadas para las ceremonias de adivinación y sus religiones ocultas, y cuchillos hechos de hueso y vidrio ya que no se les permitía usar cuchillos. Incluso llegaron a usar sus propias cerámicas de color negro, cuya forma y decoración rememoran al África ancestral. También se halló un conjunto importante de objetos de las familias propietarias, vajillas de lujo, vasos y jarras de fino tallado en vidrio. Es decir, los dos extremos de la cruda realidad social que se vivía en una misma casa.
Pero para poder penetrar en lo que se llama cultura Afro fue necesario romper con un conjunto de axiomas imperantes en la visión del pasado: primero asumir con dolor que Buenos Aires fue uno de los más grandes puertos negreros del mundo, con mercados, casas de aislación, depósitos y todo lo relacionado con la trata negrera; segundo que los africanos, afros y luego afroargentinos formaron más del 30% de los habitantes de la ciudad –en Catamarca, Córdoba y La Rioja llegaron a ser el 60% y con su trabajo se edificó lo que hoy es Argentina–. También hubo que entender que es un mito el que las familias patricias tenían sólo un esclavo (siempre niños según los grabados de la época) para llevar el farol por la noche o para servir el mate a la señora; no hubo estancia, casa de nivel apenas medio hacia arriba, establecimiento de cualquier tipo o artesano que no tuviera esclavos y que su trabajo no fuera imprescindible. Es más, sin los esclavos la ciudad no hubiera podido existir.
La basura importada
En 1996 se hizo una excavación dentro del conocido lugar llamado Michelangelo, ubicado en Balcarce 433 de Buenos Aires. Ese edificio, cuyas fachadas de ladrillos remedan construcciones muy antiguas y en donde los sótanos estaban llenos de leyendas acerca de misteriosos túneles que allí debían existir, fue estudiado primero por la historia de la arquitectura y luego por la arqueología; el entrecruzamiento de la información obtenida por ambas vías nos permitió reconstruir la historia verdadera del sitio, la que si bien significó olvidarse de todos los mitos previos, dejó una historia mucho más fascinante.
El terreno se hallaba sobre la antigua barranca al río y había sido usado por los padres dominicos, donde construyeron su gran convento [4], pero durante el gobierno de Rivadavia buena parte de esa manzana fue expropiada y se abrió el callejón 5 de Julio para poder vender los terrenos a particulares, entre ellos el que estamos describiendo. Ese terreno y la esquina los compró la familia Huergo para construir una destilería, depósitos de mercaderías importadas y su propia casa, encargándole la obra al ingeniero inglés Eduardo Taylor [5]. Todo el conjunto estaba enfrentado a la antigua Aduana. Lo interesante de esto es que Taylor cortó la barranca al nivel más bajo para implantar su edificio y al hacerlo se encontró con el viejo pozo de basura donde los dominicos arrojaron su basura de la cocina durante mucho tiempo; de esa forma, sólo quedó el fondo del pozo cubierto por el piso del sótano del edificio hecho en 1848. Al excavar bajo el piso hallamos lo que restaba del pozo, y de allí se rescataron varios miles de objetos que permitieron entender la dieta y costumbres de esos religiosos entre 1780 y 1823.
Pero las cosas no siempre son fáciles para los estudios de arqueología urbana. Por suerte, por encima de ese pozo se hallaba un sótano construido por los obreros para cimentar el edificio. Ese espacio fue usado por ellos mismos como basural y para tirar el escombro que se generaba en la obra y de esa manera levantar el nivel de los pisos: por primera vez se tuvo la posibilidad de estudiar los restos dejados por un grupo social tan especial, los obreros de la construcción, en una época temprana en la cual convivían esclavos con blancos y mestizos pobres.
Los resultados fueron muy interesantes ya que al comparar ese basural con el inferior se logró comprender también las diferencias entre grupos sociales. Valga un ejemplo: ambos tenían una dieta muy variada de carnes rojas y blancas, aunque los curas comieron más pescado –por las prohibiciones de comer carnes rojas– y los obreros más aves. Pero la verdadera diferencia estaba, a nuestro parecer, no en que una dieta era variada y la otra monótona, sino en que ambos grupos llegaron a la heterogeneidad por diferentes vías: unos por buscar en el mercado todos los días lo más barato y los otros por lujo gastronómico.
Otro aspecto que llamó la atención al excavar esos conjuntos de restos materiales fue que permitieron cerrar otra hipótesis que, desde hacía tiempo, surgía cada día a la vista pero era difícil demostrar totalmente: que la ciudad de Buenos Aires fue desde sus inicios mismos una sociedad que no sólo miraba a Europa –aunque no exclusivamente a España– sino que la vida cotidiana estaba conformada por objetos importados en su enorme mayoría. El que así fuera abría una puerta para contrastar esto con lo que sucedía en otras ciudades del país en las cuales parecía ser al revés: la enorme mayoría de los objetos eran de manufactura local. ¿Desde cuándo era esto así? La respuesta mostró que en todos esos casos la cifra de lo importado estaba muy por arriba del 90%, no importando si se trataba de ricos o pobres; unos estaban a la moda, los otros reusaban objetos descartados por los más ricos, pero todos eran objetos producidos en el exterior. Y cuando tuvimos además contextos aún más antiguos –uno de ellos en la calle Moreno al 300 llegó a los inicios del siglo XVII–, pudimos observar que en realidad había una curva ascendente desde la Fundación hasta el siglo XX, en la cual los porcentajes variaban pero en esencia todos tendían a lo mismo, el uso de lo importado: ricos, pobres, talleres artesanales –excavamos una herrería jesuita–, familias completas o mujeres solas, hospitales o esclavos, fuera en el centro urbano o en la periferia, de una forma u otra y en proporciones que iban del 70% al 100%, se fue perfilando un modelo de economía y de sociedad muy peculiar. Se estaba comprendiendo formas de comportamiento social, de imaginario colectivo, de aspiraciones y posibilidades reales, de toda una ciudad.
La vida doméstica
Otra excavación que permitió comprobar la hipótesis del uso de objetos importados fue la realizada en los parques de Palermo de la ciudad de Buenos Aires. Este sitio de la ciudad se creó como paseo público en lo que fueran los terrenos del Caserón de Juan Manuel de Rosas, por esa razón los restos de ese edificio y sus obras anexas aún permanecen bajo el pasto y los árboles. La excavación de esos restos tuvo por objeto aumentar los conocimientos acerca del edificio, –verdadero paradigma de la arquitectura porteña del siglo XIX temprano– a la vez que averiguar algo más sobre su vida doméstica. En este caso, ese último aspecto quedaba velado por el peso de los hechos políticos ahí transcurridos, que desdibujaban lo cotidiano por remarcar a Rosas, sea para retractarlo o para denigrarlo. Resultaba importante observar pautas de comportamiento de quien fuera una de las personalidades que definieron el país, y por ejemplo podemos citar que su vida hogareña no fue muy diferente de la de cualquier familia adinerada de la ciudad; pese a que él mismo hizo la primera ley que prohibía las importaciones –para desarrollar la artesanía y la industria en el país–, su vajilla y hasta las baldosas de sus pisos fueron traídas desde Francia e Inglaterra. ¿Contradictorio?: sí y no, todo depende de cómo veamos el funcionamiento de la realidad en esos tiempos. Rosas difícilmente pudo haber accedido a otro tipo de objetos en una ciudad en la que las manufacturas casi no existían.
La familia Cobo-Lavalle, que fue estudiada al excavar el pozo de basura que les perteneció entre 1860 y 1890, mostró en cambio aspectos inusitados que nos llevan al terreno de lo personal, del individuo que está detrás de lo que se descarta. Entre los varios miles de objetos (casi 4000) que se rescataron, hubo muchos dedicados a actividades intelectuales: por ejemplo, portaobjetos para microscopio, pinceles de pintor (de artista), un catalejo, lápices, tinteros y extraños corales, todo lo que nos habla de intereses poco habituales, pero también hubo fusiles, espuelas y sables. Y lo más extraño fue la presencia de objetos de uso sexual y placas de porcelana con relieves pornográficos hechos hacia 1820 aunque descartados mucho más tarde. Aquí es cuando la arqueología se mete por derroteros diferentes a los antes vistos, cuando la sociedad se transforma en personas concretas, con sus deseos y sus falencias.
Los túneles bajo la ciudad
Otro de los grandes desafíos de la arqueología en Buenos Aires ha sido el intentar explicar la realidad y mitos relativos a los viejos túneles que, en forma constante, son descubiertos o redescubiertos. Lo que se ha logrado establecer es que hay dos tipos de construcciones subterráneas en la ciudad: la más antigua es una red no terminada de túneles que iniciaron los arquitectos jesuitas en el siglo XVII y que nunca fue completada. Quedan fragmentos de esta red bajo la Manzana de las Luces y el Cabildo y posiblemente haya otros tramos que no llegaron a unirse entre sí por la expulsión de la orden en el siglo XVIII. Pero aparte de éstos hay numerosas obras hechas bajo tierra, algunas incluso son más antiguas que las ya citadas, y se trata de pozos de agua, pozos ciegos, cisternas de agua para los aljibes, sótanos, cavas de vinos y hongos, cámaras hogareñas para mantener la temperatura de la carne o la cerveza, pasadizos para cañerías, agua, carbón o para entrar y salir de los sótanos. Estas obras fueron comunes hasta el final del siglo XIX en que la tecnología del frío, la electricidad y las comunicaciones las hicieron obsoletas. El mejor ejemplo es el túnel del arroyo Tercero del Sur, coincidente con la actual calle Chile en el Bajo y luego Independencia hacia Constitución. Este arroyo fue entubado bajo una enorme bóveda de ladrillos de 3,50 metros de diámetro entre 1860 y 1870; pero al hacerse las Aguas Corrientes veinte años más tarde quedó todo fuera de uso y fue rellenado con basura y escombro. Cada tanto se reencuentra parte de este túnel y causa asombro aunque su antigüedad no es tanta. Hoy en día una parte de este arroyo entubado puede visitarse en las calles Chile y Defensa.
De esta forma, el inicio del siglo XXI puede ver a las ciudades con ojos diferentes a los tradicionales: como ciudades con un pasado rico y significativo, pero que necesita ser estudiado, rescatado y preservados. Centros urbanos con más de cuatro siglos de historia en la cual participaron diferentes grupos sociales y étnicos, que fueron construidas con el esfuerzo y el trabajo de muchas generaciones cuyos logros deben ser respetados. Lo que sabemos sigue aún siendo muy poco y a veces lo sabido no es exactamente la verdad sino sólo una de las múltiples interpretaciones posibles. Todas las historias son explicaciones del pasado hechas desde el presente, con sus defectos y logros, con sus debilidades e intereses. De allí que sea necesario continuar con el estudio tanto de nuestro pasado como de nuestro presente, y la arqueología urbana ha demostrado ser una de las vías idóneas para esa aventura del pensamiento: el reflexionar sobre nosotros mismos.
Notas
[1] Los libros y textos sobre el período colonial americano asumen que la casa de la ciudad de Buenos Aires era del tipo llamado “de tres patios”; un estudio en el Archivo General de la Nación que incluyó todos los planos allí existentes mostró que ese tipo de vivienda representaba exclusivamente el 8%; el 92% restante era diferente. Es cierto que esas casas de tres patios eran las más ricas e importantes, pero eran realmente una estricta minoría.
[2] Juan Manuel de Rosas (1793-1877), hacendado federal que fue gobernador de Buenos Aires y luego de toda la confederación durante 23 años.
[3] El Museo de la Ciudad de Buenos Aires está ubicado en la calle Alsi-na 412.
[4] Actual manzana de avenida Belgrano, Defensa, Balcarce y Venezuela.
[5] El ingeniero inglés Eduardo Taylor también dirigió las obras de construcción de la Aduana Nueva, también llamada Aduana Taylor, en el año 1855. Desde la Plaza Colón se pueden ver las ruinas de su patio de maniobras.