Artículo de Daniel Schávelzon, Horacio Chiavazza, Valeria Cortegoso y Oriana Pelagatti publicado en “Arqueología Histórica Argentina”, Actas del 1er. Congreso Nacional de Arqueología Histórica, pps. 713 a 722, Editorial Corregidor, realizado en la ciudad de Mendoza entre los días 9 al 11 de noviembre de 2000, ISBN 950-05-1438-9.
Introducción
Durante el mes de enero de este inicio del Milenio los diarios de la ciudad de Mendoza tuvieron una noticia en la primera plana día tras día: se estaban haciendo importantes descubrimientos arqueológicos en donde había estado la iglesia y convento de San Agustín (1). Únicamente un tema similar en la historia de la ciudad tuvo semejante repercusión: fue la excavación y restauración de las cercanas ruinas jesuíticas de San Francisco. Esas ruinas estaban a la vista y preservadas; de San Agustín sólo quedaba el vago recuerdo entre los viejos vecinos; es más, había una enorme escuela encima del lugar: ¿qué pasaba realmente? Lo que saltaba entre las líneas de las noticias iba por cierto mucho más allá del interés o curiosidad por el “descubrimiento” de objetos del pasado; muchos comenzaron a recordar que San Agustín había sido un sitio en ruinas conservado hasta inicios de 1954, que incluso fue declarado Monumento Histórico Nacional en 1941, y que luego —por motivos que discutiremos aquí— fue “dado de baja” y demolido. La idea que afirmaremos en este artículo es que aún cuando se demuela un sitio histórico, borrándolo de la faz de la tierra, nunca se lo destruye totalmente, pues de algún modo permanece en la memoria colectiva. La repercusión del descubrimiento de las ruinas en los medios locales y la avidez de la gente por acercarse hasta el lugar reflejan esa sensación de haber recuperado un bien perdido. Esto justamente es lo que posibilita la indagación en el subsuelo por medio de la investigación arqueológica, procediendo a su salvataje y puesta en valor.
La iglesia y convento formaron parte de la ciudad como propiedad de la orden de los agustinos; el primer templo fue construido al adquirirse este terreno hacia 1650 y luego sufrió demoliciones y cambios de todo tipo, hasta la construcción del enorme edificio que llegó al terremoto de 1861, cuya obra se hizo entre 1782 y 1803. Sus bienes, propiedades y estancias eran las más importantes de la provincia luego de los jesuitas, pero el convento quedó vacío tras la reforma rivadaviana, pasando al estado en 1825 y más tarde a la Dirección General de Escuelas de la Provincia.
Los dueños del templo: la Orden Agustina en Mendoza
Gracias a la herencia recibida del matrimonio formado por don Juan de Amaro y Ocampo y doña Mayor Carrillo de Coria y Bohórquez, la orden agustina pudo instalarse en la ciudad de Mendoza y construir su convento a mediados del siglo XVII. El matrimonio, sin hijos, decidió designar corno únicos herederos a la orden agustina con el objetivo de que instalaran en Mendoza un convento dedicado a Santa Mónica. La parte más significativa de la herencia eran las extensas y ricas tierras del Carrascal. Esta hacienda ocupaba un espacio que se extiende desde la actual calle Belgrano hasta San Martín y desde Lavalle hasta el zanjón Frías, en el corazón de la actual ciudad de Mendoza. En esta hacienda los agustinos construyeron una capilla dedicada a San Nicolás de Tolentino, pero decidieron instalar su convento en el centro de la ciudad. Adquirieron un terreno frente a la plaza mayor en el que construyeron su primera iglesia que parece haber sido un edificio sencillo. A principios del siglo XIX los agustinos decidieron construir un nuevo templo; a juzgar por relatos de viajeros era uno de los más bellos de la ciudad.
Además de las actividades religiosas y educativas que desarrollaban los religiosos regulares en su convento, la orden agustina tuvo un importante desarrollo económico, llegando a ser la orden más poderosa después de la expulsión de los jesuitas en 1767. Desde esta perspectiva pueden entenderse los numerosos enfrentamientos que tuvo con las autoridades civiles durante la colonia. Para la explotación de la Hacienda del Carrascal la orden contaba con una numerosa mano de obra esclava. La bodega de la hacienda producía vino y aguardiente de las vides que se cultivaban en sus extensas tierras, estos productos eran vendidos en Mendoza y otros puntos del territorio virreinal. Además de trabajar la tierra, los esclavos de la orden tenían otros oficios, y las tinajas para el traslado de vinos manufacturadas con las arcillas del Carrascal eran muy apreciadas en la época.
La acción de la orden agustina se vio interrumpida por la política liberal dominante desde la Revolución de Mayo. La nueva política religiosa reglamentó rígidamente y desalentó el ingreso a la carrera eclesiástica. Los agustinos fueron desarticulados como todas aquellas ordenes religiosas que habían adquirido gran poder económico en la colonia. Sus terrenos fueron expropiados por el naciente estado provincial y sus esclavos vendidos o liberados para contribuir en las luchas de la independencia. Reducida económicamente, la orden desapareció de la provincia en los comienzos del proceso que condujo a la independencia. Recién a mediados del siglo XX volvió a instalarse en la ciudad Mendoza.
El terremoto del 20 de marzo de 1861 y el destino de la vieja ciudad
El terremoto de 1861, cuyo epicentro aparentemente estuvo en la ciudad misma, dio por tierra la totalidad de las iglesias, viviendas y edificios públicos de la ciudad, produciendo una mortandad de cerca de 4000 personas, de las 12 mil que vivían en Mendoza. San Agustín se desplomó totalmente quedando sólo algunos paños de sus monumentales muros, todo cubierto de escombro. Luego fue saqueado, excavado una y otra vez para llevarse ladrillos, vigas de madera y, de haber, joyas e imaginería religiosa (2). Este terreno era propiedad del estado al igual que el cercano de San Francisco y quedó abandonado. En general toda la zona quedó vacía hasta la década de 1890 en que, una vez consolidada la Ciudad Nueva, fue posible comenzar a construir viviendas sin sentir la presión del gobierno para mantener el sitio abandonado, zona donde las crónicas de la época decían que allí ya sólo vivían los locos, los indios o los desequilibrados mentales (3). Esta zona quedó siempre marginada, inundada periódicamente, sin infraestructura urbana. Pero pese a eso, lo que fuera la antigua ciudad fue creciendo lentamente, incluso logrando que se sacara a inicios del siglo XX, de encima de los restos del Cabildo, el matadero municipal (4); el sistema de desagüe pluvial y de riego de la ciudad nueva se había hecho de tal manera que inundara la parte vieja, problema que sólo fue resuelto en 1993 con el proyecto de restauración y puesta en valor del Museo del Área Fundacional, sobre los restos —ahora excavados— del Cabildo (5).
En busca de las ruinas perdidas
Durante el verano de 1996/97 se había hecho un sondeo arqueológico en el sitio donde estuviera el atrio de la iglesia, preocupados por la posibilidad de que pese a la obra que había encima, aún hubieran restos estudiables de ese conjunto monumental; para ello se aprovechó un reducido patio que daba al exterior (6). Esto fue acompañado de una investigación histórica sistemática sobre el edificio, lo que nunca se había intentado. La excavación fue reducida y hecha en el jardín externo de la escuela que allí existe ahora. Y pese a que —según recuerdan los vecinos— debido a la gran solidez que caracterizaba a los restos del templo agustino, fue necesario utilizar explosivos para su demolición, se obtuvieron resultados satisfactorios. Los restos materiales predominantes eran fragmentos de mampostería, argamasa, tejas y ladrillones. Estos señalan el acondicionamiento y los rellenos del terreno realizado luego de la demolición; también se recuperaron restos relacionados con actividades domésticas. Entre los elementos encontrados se destacan algunos de metal, huesos de animales y fragmentos de cerámica vidriada, correspondientes a mediados del siglo XIX. Este paquete de sedimentos se ubicó entre los 20 centímetros desde la superficie actual y se prolonga hasta los 70 cm. Por debajo se encontró una capa estéril que continua hasta los 80 cm de profundidad, luego fue encontrado el nivel de piso de la iglesia en ruinas.
Es interesante destacar que en esta zona no aparecieron entierros humanos. Esto sorprendió ya que en las excavaciones de las ruinas de San Francisco, a la misma profundidad y en idéntica posición se encontraron tres entierros, uno de niño y dos de adultos? Resulta aún más extraño el no haber encontrado enterratorios si se tienen en cuenta los relatos históricos que describen las “cruces de caña” que señalaban el improvisado camposanto establecido en el atrio de San Agustín después del devastador terremoto del 20 de marzo de 1861. Este trabajo preliminar fue clave para determinar, que debajo del colegio Mariano Moreno, existía un bien patrimonial aún susceptible de ser recuperado por la arqueología para la memoria.
La oportunidad de comprobar la verdadera dimensión de este diagnóstico, se dio en enero del año 2000 y en el contexto de obras destinadas a la reedificación y ampliación de la escuela Mariano Moreno. Mediante una intervención de seguimiento pudo establecerse con mayor certeza la ubicación, características constructivas y distribución estructural de los espacios correspondientes al templo levantado entre fines del siglo XVIII y principios del XIX. También pudieron evaluarse características respecto a las prácticas mortuorias y el tratamiento de osamentas y se descubrieron espacios aledaños al templo que probablemente correspondan a eventos propios de la vida doméstica del convento lindante.
La intervención realizada por el Centro de Investigaciones Ruinas de San Francisco, dependiente de la Dirección de Cultura de la Municipalidad de Mendoza, en esta oportunidad estuvo jalonada de logros importantes: pudieron relevarse elementos constructivos correspondientes al templo que yacían debajo del colegio que estaba siendo sometido a demolición. Igualmente, el seguimiento, orientado al salvataje, pudo cumplir con los objetivos básicos:
1- recuperar una imagen aproximada de la planta del templo
2- recuperar materiales para obtener una semblanza de los períodos en que el predio estuvo ocupado y que características revistieron esas ocupaciones.
3- la recuperación de material cultural que nos explican las actividades hechas en los espacios externos del templo
4- los restos de cultura material permiten comprender mejor los hábitos alimenticios y cotidianos de la orden religiosa
5- hallazgo de dos conjuntos de restos humanos que muestran un tipo peculiar de enterratorio similares a las ya excavadas en las cercanas ruinas de San Francisco (8).
6- hallazgo de varios muros de hasta siete hiladas de ladrillos y sus cimientos inferiores que han podido ser resguardados.
El hallazgo de esta estructura constituye un verdadero hito en las investigaciones arqueológicas desarrolladas por el Centro de Investigaciones del Área Fundacional. Con las mismas se incrementa el pequeño conjunto de bienes arquitectónicos parcialmente conservados de la Mendoza colonial y del pre-terremoto.
Las desventuras del patrimonio: el ocaso de las ruinas
La declaratoria de San Agustín como Monumento Nacional en 1941 fue respuesta del poder Ejecutivo al gran proyecto de Ricardo Levene al crear la Comisión Nacional de Museos, Monumentos y Lugares Históricos en 1938. Este proyecto incluía declarar por ley nacional a los edificios que representaban a la estructura territorial previa a ser una Nación, en especial los cabildos y misiones / iglesias jesuíticas; después de eso venían los edificios relacionados con Mayo, San Martín y los hitos de la nacionalidad y la construcción del Estado Nacional y su respectiva mitología heroica. En tercer lugar quedaban también incluidas un par de ruinas prehispánicas, algunas iglesias coloniales, campos de batallas, sitios de exterminio de indígenas y sepulcros de héroes. No cuesta mucho imaginar que el proyecto de Levene iba mano a mano con una visión de la historia y un proyecto de país acordes a su momento. El 6 de diciembre de 1941, por el decreto 107.512 del presidente Castillo, se declararon como monumentos históricos en Mendoza al campo y capilla del Plumerillo, las ruinas de San Francisco, las de San Agustín, el solar de San Martín en la Alameda y su chacra en la Hacienda de Los Barriales. En el caso de San Agustín la letra decía “restos del templo destruido por el terremoto de 1861, allí fue sepultado el general Pascual Ruiz Huidobro”. Es decir, era monumento por un motivo central y uno secundario: primero por ser lo que fue, es decir la iglesia de San Agustín —conste que no se incluía ni al convento ni a la huerta, sólo a la iglesia—, y luego por ser sepulcro de un héroe de la Independencia. Esto último era fundamental para encuadrar la legitimación de Mendoza en la historiografía liberal nacional. Se consideraba que eso era mérito más que suficiente. El terreno con las ruinas era propiedad de la Dirección General de Escuelas de la provincia desde el 5 de julio de 1888 (escritura del escribano Artemón Corvalán) en base a decretos preexistentes de 1827 y 1887 sobre el destino de los inmuebles vacantes de órdenes religiosas (9).
La historia que llevó a su demolición comenzó en forma concreta cuando a inicios de 1946 el señor Jesús Romero solicitó a la Dirección de Escuela arrendar el terreno que quedaba al lado este de las ruinas. Recordemos que la manzana entera había sido de los agustinos y estaba en su casi totalidad vacía. Es más, se habían hecho algunas pocas mejoras en el lugar como la casita del cuidador, una verja perimetral, las veredas y acequias y, para no destruir la iglesia, al ensancharse la calle se la dejó sin tocar a diferencia de San Francisco que había sido recortada para ajustarse al nuevo trazado de las veredas antes inexistentes (10). Pero pese a eso, las ruinas no estaban bien, al menos tan bien como las de San Francisco donde ya se había hecho una restauración en 1941, siguiendo la primera de 1907. Pero San Francisco estaba en la calle de entrada a la ciudad, San Agustín no; la primera era propiedad del Municipio, la segunda no. Estos dos detalles fueron muy importantes para las decisiones futuras.
La investigación iniciada por la solicitud del señor Romero fue la que abrió la llave del diluvio: se hizo una inspección al lugar el 11 de febrero de 1946 que resultó catastrófica; en síntesis indicaba que el cuidador “cultiva el terreno adyacente y árboles frutales existentes en su beneficio», que el estado del sitio producía «mala impresión por falta de cuidado”, que “los ranchos existentes están al caerse. El cuidador tiene en el mismo lugar un puesto de venta de frutas y verduras. El corral de un caballo está ubicado al pie de una de las murallas en ruinas. En dos jardines se nota falta de cuidado, estética y justo en la selección de las flores”. En fin…, el inspector consideraba la situación como terminal y que había que hacer varias obras con un costo de $ 10.000. Pero si bien todos los problemas que habían ninguno era grave y se hubieran solucionado con un reto o cambiando al cuidador como también se propone, se agregó al expediente que el sitio “no tiene aprovechamiento directo para la enseñanza y en cambio representa una carga para las inversiones que deben realizarse para mantenerlo en debida forma”. Y esto sí era grave: primero porque en realidad no costaba nada mantenerlas, al menos hasta ese momento; segundo porque el concepto de qué significaba «aprovechable» para la enseñanza era un tema delicado y que ni siquiera en ésa época podía tomarse tan a la ligera, al menos no a ese nivel.
El paso siguiente fue que la Dirección de Escuelas decidió construir una escuela exactamente en ese sitio. Aún no quedaba claro si en el sector libre o precisamente encima de las ruinas, pero de todas formas la cosa no era fácil ya que había que lograr “dar de baja” al monumento como tal. Y nada mejor que pasarse el problema de uno a otro sin que nadie definiera nada, de uno a otro organismo y lavarse las manos del problema; viejo truco de la burocracia nacional. Primero la Dirección de Escuelas hace un informe (expediente 6235/47) en el cual se asume directamente que ese organismo “no está en condiciones de proceder al mejoramiento del aspecto general de las ruinas ni atender a su conservación”. El valor de esas obras, misteriosamente, había ascendido a $ 65.000 y se declara que las obras las debe hacer la Dirección Nacional de Arquitectura, y que la Municipalidad estaba interesada en tener la posesión de las ruinas a cambio de conservarlas y cuidarlas, “sin prejuicio de reservar el terreno adyacente para la construcción de la proyectada escuela”. Es decir que incluso saliendo Escuelas del rodeo había aún una posibilidad de salvar algo, aunque se destruirían la huerta y convento para dejar sólo la iglesia. Pero la Dirección Nacional de Arquitectura informó de inmediato que no tenía ese presupuesto disponible —pese a que la ley lo obligaba a hacer las obras—, también desligándose del problema. Para esto ya se había llegado a septiembre de 1947.
El paso siguiente sería recién el 6 de diciembre de 1949, es decir casi tres años de que se iniciara el tema, la Comisión Nacional se reúne e incluye en su temario el asunto; resuelven postergarlo aunque enviando una nota a la D.N.A. con los antecedentes del tema. Pasó a la sesión del 9 de agosto de 1951, ¡es decir un año y medio más tarde! El 20 de agosto de 1951 la Comisión resuelve elevar a la D.N.A., nuevamente, todo el tema, “a efectos de actualizar el trámite correspondiente de restauración… y urbanización del terreno circundante”. Era lo que la ley indicaba, que ese organismo debería hacer esas obras, aunque no se daban instrucciones de ningún tipo sobre qué hacer. Una nota del delegado de la misma Comisión Nacional en Mendoza, a la vez miembro de la Junta de Estudios Históricos y en papel membretado de dicha institución (aunque tachado), mandaba una nota en la cual decía que “he escuchado con verdadero dolor a algunos turistas extranjeros las críticas sangrientas que hacen del histórico lugar, el que se encuentra convertido en un caballerizos putrefactos por el orín de caballos. Otros lugares de estas venerables ruinas convertidas en conejeras y crianza de gallinas y patos…” (nota del 28 de septiembre 1952). Esta nota era respuesta de los informes anteriores de Escuelas. Habían pasado seis años y medio y todo seguía igual, en la práctica real nadie había hecho absolutamente nada.
En abril de 1953 la Comisión Nacional hizo finalmente un dictamen sobre las ruinas, indicando en forma redundante la vieja idea de que le pasen las ruinas a la Municipalidad y que se hiciera la escuela en el terreno adyacente. Se aceptaba que la D.N.A. no hiciera las obras —el Plan Quinquenal se lo impedía—, y que el delegado en Mendoza hiciera las averiguaciones de la situación de los trámites. No sabemos que haya habido siquiera respuesta. Pero ya todo había terminado: la sentencia a muerte era obvia; nadie había movido un solo dedo salvo para pasarse notas entre los organismos. Como siempre la responsabilidad no era de nadie, la burocracia la había diluido. El 2 de julio de 1953 la Comisión Nacional se dirige al Director Nacional de Cultura, don Raúl de Oromí, para responder un nefasto pedido de informe sobre la posibilidad de derogar el Decreto 107.512/41 en que se declaraba monumento a San Agustín. La Comisión, en una nota que debemos aclarar que da tristeza, firmada por José Torre Revello —en papel membrete como Director de la Biblioteca Nacional— indica que “en principio, esta Comisión es de opinión contraria a todo intento de revisión en materia de consagraciones históricas que no se funde en minuciosos e ilustrados estudios, muy especialmente cuando se trata de salvaguardar reliquias del pasado, porque en ellas vive y se consolida la tradición”. Pero, sin embargo “cabe la atenuación del rigorismo (sic) con que esta Comisión se empeña en cumplir el mandato que tiene por la ley que la creó”. En esta parte se hacía obvio que el concepto de patrimonio histórico que manejaba la comisión estaba obsoleto: las palabras reliquias, tradición, salvaguarda e ilustrados estudios demuestran que les era imposible enfrentarse a la cruda y pragmática realidad, que los avasallaba. Por lo tanto procedieron a la “atenuación del rigorismo”, y permitieron la destrucción. Los fundamentos son de detallar: las ruinas “forman sólo una pequeña parte de las que subsisten” (¡sólo quedaba San Francisco de todo lo que fuera la ciudad!), además de “hallarse en un sitio poco visitado” (¡en la misma esquina de la Plaza central!), y que por el “abandono en que se encuentran [no ofrecen] las suficientes condiciones de seguridad ni cumplen la finalidad cultural e histórica a que fueron destinadas”. Un renglón luego tachada aclaraba que “causa asombro su aspecto y da motivos a críticas el que paulatinamente lo que debió ser un lugar de emoción y de recogimiento se haya transformado en un muladar”. Sigue el notable documento aclarando que la Comisión no podía hacerse cargo del mantenimiento del sitio, de entrar en gastos “excesivos e inoportunos”, que las otras ruinas están “a poca distancia… con la ventaja de su mejor ubicación para el acceso del público” y se terminan los considerandos con una frase luctuosa: “para rememorar el trágico acontecimiento que llenó de luto y dolor a la ciudad de Mendoza, estas ruinas [San Francisco] son bastante”. En el fondo reducían todo a una cuestión de facilidad a los turistas —cuando en realidad sólo hay una cuadra entre una y otra ruina—, y de cantidad: con una “era bastante”. El final fue el autorizar la petición de “utilizar de inmediato la superficie ocupada por estas ruinas”; ya no era el terreno lindero, ahora era el sector ocupado por las ruinas mismas. No hace falta decir que gran parte de la manzana, aún hoy entrado el siglo XXI, permanece vacío. Veinte días más tarde se le informó lo decidido a la Dirección General de Escuelas de Mendoza.
Sólo quedaba un detalle: qué hacer con los restos de los personajes enterrados ya que la declaratoria indicaba que allí estaba Ruiz Huidobro. Escuelas consultó de urgencia a la Comisión y, maravillas, al día siguiente se le responde que “no tiene inconvenientes que dichos restos sean trasladados a las ruinas de San Francisco”. Todos se olvidaban que eran ruinas ya que la iglesia se había derrumbado hacia un siglo y que nadie podía saber dónde estaba enterrado ni ese ni ningún otro personaje notable o no.
Todo terminó el día 17 de agosto de 1953: habían pasado la friolera de siete años y medio de trámites. Ese día, en Buenos Aires, el presidente de la Nación firmó el decreto 15.258 que excluía a las ruinas y permitía su destrucción: “su valor debe ceder ante otras necesidades públicas”. Hay que notar que la Comisión se olvidó de informar a su delegado en Mendoza de que ya había sido firmado el decreto, lo cual produjo una situación risueña: el día 27 éste le escribe al presidente de la Comisión, indignado, tras haber leído la noticia que salió tardíamente en un diario mendocino, primera en todos esos años. El periódico había informado en una nota minúscula que se había dispuesto la exclusión del sitio de la nómina de monumentos y aclaraba corno única condición el que “todo material histórico que se encontrare en su demolición” fuera “trasladado con el debido respeto y veneración” a San Francisco. El diario no opinaba, reconfirmando la posición de la mayoría de los mendocinos sobre estas ruinas y los restos de la ciudad antigua. Pese a que el delegado aclaraba que “en Mendoza ha causado estupor la noticia, la que ha sido recibida con desagrado” la verdad es que la comunidad no lo expresó de ninguna forma. El 3 de septiembre se informó a través del diario que la Junta de Estudios Históricos había solicitado al gobernador la no destrucción de las ruinas; en síntesis repetían los expedientes de la burocracia en el espíritu y la letra; nunca hubo opinión en contrario, ni siquiera una lectura crítica del terna; es más, la última nota de Los Andes aclaraba que las ruinas “han servido para retrasar el adelanto urbano. Durante muchos años, con preferencia de 1861 a 1885, los rotos y sombríos paredones impedían, por sus significado y su presencia, el levantamiento de vivienda de algún valor arquitectónico”. Nadie hizo nada en contrario de la destrucción, tampoco la Junta insistió en el tema ya que era demasiado tarde. La Comisión le contestó el 10 de septiembre mandándole a su delegado y a la Junta, con toda sutileza (“me complazco en remitirle”), copias del decreto del Ejecutivo. Papel más o menos, todo fue archivado el siguiente 29 de enero de 1954.
La demolición se hizo en el mes de enero y durante las obras comenzaron a encontrarse huesos humanos por doquier. La resolución de extraerlos y llevarlos a otros sitio era muy digna pero nadie había dicho ni quien lo haría ni cómo; como se mencionó anteriormente Carlos Rusconi, en ese momento director del Museo Cornelio Moyano, procedió a tomar cartas en el asunto y al llegar al sitio halló “muchos restos humanos que fueron colocados dentro de un gran cajón, todos mezclaclos” (11). Rusconi hizo un trabajo de lo que hoy llamaríamos de salvataje arqueológico, recuperó una buena cantidad de molduras y ornamentos de la iglesia, lajas de piedra grabadas, restos de 23 personas y otros objetos que fueron al museo. Publicó la información de todo lo que hizo y cuando quiso trasladar los restos a San Francisco se encontró que no era posible hacerlo; una nueva carta a la Comisión informa que sería conveniente que los restos fueran a una urna en el atrio de Santo Domingo —allí están aún— ya que en San Francisco había “un natatorio y baños públicos anexos al solar de las ruinas”, de lo que nadie pareció haberse acordado cuando consideraban que “resultaban bastante” para la memoria del terremoto de 1861 y la ciudad colonial (12).
Nos quedaría sólo una cabeza de iceberg por explorar: el decreto de demolición fue firmado —seguramente no casualmente— el 17 de agosto, día de la conmemoración de la muerte de San Martín, la escuela que se construyó allí se llamó Mariano Moreno, el firmante fue Armando Méndez de San Martín quien formaba parte del círculo áulico que rodeaba a Perón en esa época ya plagada de luchas con la iglesia católica. Todos estos datos parecen agruparse alrededor de la lucha entre ambos poderes —Perón y la iglesia—, y la masonería en el medio —Méndez de San Martín era masón y José de San Martín es considerado como tal—, la fecha de su muerte, la consagración a Moreno el “jacobino de Mayo” y el hecho mismo de poder demoler un símbolo de la colonia y del poder religioso. ¿Pudo haber sido esto parte del motivo de la demolición, o al menos lo que terminó de sentenciar a muerte a éstas ruinas? Por ahora la pregunta debe quedar abierta.
Así terminó todo; la burocracia, la indolencia y la necesidad de borrar la memoria fueron más duras que el mismo terremoto de 1861. Sirva este ejemplo para ilustrar la historia del pensamiento preservacionista en nuestro país, del pensamiento salvaje de la burocracia, de la profunda falta de compromiso de los pobladores con su propio patrimonio histórico, y de las enormes posibilidades que tiene la arqueología para reabrir brechas en la clausurada memoria de los argentinos.
Recuperando tiempo y memoria: la nueva área fundacional de Mendoza
Este trabajo de recuperar lo destruido se inserta del gran proyecto del Área Fundacional que ha logrado ir rescatando, a través de la arqueología y la restauración, manzana tras manzana de lo que fuera la ciudad pre-terremoto, poniendo en valor el pasado pero mejorando la ciudad del presente. Pero ha hecho falta una visión crítica de lo que ha pasado en el sitio, revisar como en este caso de San Agustín, las decisiones tomadas y entender el porqué se equivocaron, para no cometer los mismos errores: es decir, aprender del pasado. Se trata de trascender el modelo predominantemente historicista-cultural local, obtener una dinámica de investigar para conservar y conservar para investigar, sin plantear falsas dicotomías entre investigación e intervención y lograr una difusión social por encima de la selectiva; esto es parte del modelo arqueológico-urbano implementado y con el cual los investigadores del área fundacional vienen desarrollando sus trabajos. Donde la investigación no es un fin en si mismo, sino que está orientada al consumo social extendido, en este caso nos referimos al “consumo de pasado” por la comunidad. Esto se logra por medio de la puesta en valor de espacios y monumentos históricos lo que ha demostrado ser un importante ingrediente en las políticas de desarrollo social de la ciudad de Mendoza desde 1989. No casualmente estas ruinas recuperadas se integran dentro del nuevo colegio —a diferencia del caso anterior en que las destruyeron— y se complementa con arqueojuegos, un programa de difusión arqueológico-patrimonial para la juventud (12).
La remodelación hecha en la Plaza Pedro del Castillo ahora centro del Área Fundacional, la masiva afluencia turística y escolar que convoca diariamente el Museo del Área Fundacional, la curiosidad que despierta la Cámara Subterránea con las fuentes del siglo XIX y las excavaciones de San Agustín y San Francisco, demuestran que sólo la falta de imaginación permite considerar que haya algún tipo de oposición tajante entre el progreso y el pasado.
Bibliografía y notas
- Véase como ejemplo la primera plana y última hoja de Los Andes, 17 de febrero 2000.
- Sobre el saqueo desatado tras el terremoto y los sucesos de esa noche y las siguientes ver Daniel Schávelzon (coordinador), Las Ruinas de San Francisco, vol. I, Municipalidad de Mendoza, 1998.
- Los esfuerzos hechos por los Unitarios y en general por el Liberalismo, que tomó el poder aprovechando el terremoto de 1861, para que nadie vuelva a ocupar las tierras de la ciudad vieja llegaron incluso a la educación, la literatura y la poesía, e hicieron que todavía hoy en día los mendocinos rechacen la idea de vivir allí pese a la cercanía al centro.
- La recuperación de los restos del Cabildo tras la excavaciones arqueológicas puede verse en R. Bárcena y D. Schávelzon, El Cabildo de Mendoza, arqueología e historia para su recuperación, Municipalidad de Mendoza, 1991.
- Es hoy el Museo del Área Fundacional.
- H.Chiavazza, V. Cortegoso y O. Pelagatti, 1997, Relevamiento histórico y arqueológico en el predio de la antigua iglesia de San Agustín, informe a la Municipalidad de Mendoza; y también H. Chiavazza y V. Cortegoso 1997 Arqueología Urbana: excavaciones en predios eclesiales de la ciudad de Mendoza, IX Congreso Nacional de Arqueología Uruguaya, Colonia, Uruguay.
- V. Cortegoso, H. Chiavazza y O. Pelagatti, Muerte, muertos y huesos en las ruinas, en Las Ruinas de San Francisco, Municipalidad de Mendoza, cap. IX, Mendoza.
- Horacio Chiavazza, Las Ruinas del Templo de San Agustín (1782-1861): antecedentes, situación actual y propuestas: informe de Avance, Centro de Investigaciones Ruinas de San Francisco, Municipalidad de Mendoza, 2000.
- El traspaso de bienes de la iglesia al Estado nacional fue común a todo el país, en Mendoza se logró que San Francisco pasara luego al municipio y gracias eso logró preservarse; no fue así con San Agustín que nunca se aceptó su paso a la municipalidad por diferencias políticas entre nación, provincia y municipio.
- Esto, que había permitido no destruir aún más las ruinas, fue una excelente medida de preservación que muestra que el estado de ese sitio no era de ninguna manera como lo intentaban mostrar para justificar la destrucción. Las fotos de época son más que elocuentes.
- Carlos Rusconi, Las ruinas de San Agustín, de Mendoza, 1955, Revista del Museo de Historia Natural, vol. VIII, pp. 103-112, Mendoza.
- Ese gimnasio y su gran pileta de natación, construidos brutalmente sobre el atrio de San Francisco, fueron demolidos en 1999 y el sitio recuperado para instalar el Centro de Investigaciones del Área Fundacional.
- V. Cortegoso, H. Chiavazza y M. I. Fregeiro, Arqueojuegos en el Museo, IX Congreso Nacional de Arqueología Uruguaya, Colonia, Uruguay, 1997.
— Todos los documentos aquí citados están los archivos de la Comisión Nacional de Museos, Monumentos y Lugares Históricos (Buenos Aires), en la Dirección Nacional de Arquitectura del Ministerio de Obras Públicas (Mendoza y Buenos Aires) y en la Junta de Estudios Históricos de Mendoza. La búsqueda de archivo fue hecha gracias a la ayuda de María del Carmen Magaz.