Artículo realizado para el libro “San Ignacio Miní: La identidad arquitectónica” del arquitecto Norberto Levinton, Colección Arquitectura y Patrimonio, Contratiempo Ediciones, ISBN 978-987-24226-3-9, año 2009.
En la década de 1970 comenzó en Europa, más especialmente en Italia, un tipo de estudio muy interesante pero muy complejo; se trataba de una búsqueda de conocimientos de tipo interdisciplinaria entre la arqueología y la arquitectura, con altísima relación con la historia, que rápidamente se expandió hacia España, Inglaterra y Estados Unidos. No tenía nombre y por su falta de antecedentes al inicio se la conoció simplemente como Arqueología vertical; efectivamente, para algunos teóricos de la arqueología eso: correlacionar lo que veían bajo el piso con lo que había sobre el piso, lo que determinaba una estratigrafía muraria compleja de leer, pero no imposible. En realidad no era nada nuevo y desde los inicios del siglo XX los arqueólogos que trabajaban en América Latina, en especial en México y Guatemala, luego en Perú, acostumbraban a establecer relaciones entre las etapas constructivas con los pisos y niveles de suelo que estaban enterrados. Hay cientos sino miles de publicaciones que lo hicieron sin darle mayor significación.
Lo que estaba surgiendo en Europa era eso mismo pero con un marco teórico conceptual especial, y en la década de 1990 pasó a ser la llamada Arqueología de la arquitectura; incluso la edición de una gran revista sobre el tema en España, con ese título, estableció el reconocimiento al campo de conocimiento.
A partir de allí el método comenzó a mostrar sus habilidades para hacer descubrimientos acertados. En la misma España un grupo dedicado a eso logró encontrar que en muchas iglesias y construcciones consideradas de una época, aun había en ellas sectores de paredes que eran muchísimo más antiguas, logrando llevar el patrimonio edilicio del país varios siglos hacia atrás, lo que no fue un logro menor; la cantidad de construcciones pre-románicas ubicadas dejó las unidades para pasar a las docenas. En Italia las restauraciones, su uso más común, lo transformó en herramientas imposible de obviar para no cometer errores después ya no solucionables. Se analizaba en cada muro, piedra por piedra, ladrillo por ladrillo, junta por junta, ya no los paños completos en la tradición de la historia de la arquitectura preocupada por los estilos y sus cambios, si no que interesaban las formas de las uniones, la talla de la piedra, las herramientas con que fueron trabajadas, cada detalle era un dato que, una vez relevado y correlacionado con los demás, daban una explicación de ese contexto. Como toda la arqueología, explicaba el pasado estudiando objetos y la relación espacial entre ellos.
Esta capacidad de observar –en última instancia se trata de eso-, puede relacionarse con la historia, lo que hace la arqueología histórica habitualmente en América y toda la arqueología no prehistórica del mundo al fin de cuentas. Y ese detalle tampoco es menor: si alguien nos dejó la descripción de una pared en un momento determinado y otro lo hizo después, y son diferente las cosas que dicen, obviamente algo ha pasado en el medio. En ese caso la que tiene que hablar para saber lo ocurrido es la propia pared. Es cierto, las paredes hablan lenguajes diferentes a los libros y a los documentos, pero como toda cultura material lo habla al fin, es cuestión de saber entender lo que dicen.
Para un trabajo de restauración el tema se toma particularmente importante: desde la obviedad de que una pared de ladrillos no es una de piedras, ni que una con junta de cal no es una sin esa junta, hasta para entender faltantes, arreglos, cambios de mano y hasta de opinión o de técnicas. Y los operarios mismos, ni hablar de sus arquitectos, aprendieron en el tiempo o mejoraron –o empeoraron- con el trabajo.
Valga un ejemplo: al estudiar la antigua iglesia de San Francisco en la ciudad de Mendoza encontré que había algunos sectores hechos con adobe mientras que todo era mampostería. Desde el inicio se me lo señaló como resabio de una construcción anterior. Pero la ubicación de esos detalles lo hacían imposible, aunque, ¿por qué se usaría un método más barato, más simple, incluso signado como más primitivo, en una gran obra? La respuesta fue simple: hubo un enorme terremoto que destruyó algunos sectores y que, para arreglarlos, no hubo dinero: fácil, se usó lo más barato. Al fin de cuentas resistió mejor el terremoto de 1861 que vino después, que el resto hecho de ladrillo y piedra, pese a ser un material más endeble, o precisamente gracias a su flexibilidad. En otra oportunidad encontramos que una casa del siglo XIX tenía paredes de buena mampostería pero había algunos muros hechos con junta de barro. Al inicio supusimos que las más simples eran las más antiguas; error: eran las más modernas pero hechas cuando no había recursos para otra cosa. Y por último, un fuerte dolor de cabeza: en la ciudad de Paraná se nos mostró una serie de túneles que se atribuían a los jesuitas, pidiéndome a mi a un grupo de colegas que desentrañáramos el tema que generaba ríspidas polémicas. Obviamente los túneles estaban vacíos, no había material cultural, pero los muros fueron una cantera de información infinita: el uso de la piedra, sus juntas con cemento, el sistema de desagüe relacionado con fábricas ubicadas arriba del cerro en que estaban los túneles, los cambios en el puerto y el río a donde desembocaban. Una lectura de paramentos permitió fecharlos en la década de 1860 a 1870 y descartar a cualquier jesuita.
Es decir, no había que ir a España o Italia, acá y con fuerte pragmatismo, el método daba resultados.
Pero mientras uno iba trabajando otros estaban haciendo observaciones inteligentes en otras latitudes, valga para ello Marcelo Levinton y este libro. Es el caso más importante del país en muchos aspectos, ejemplo de método, de postura teórica y de coraje para decir muchas cosas que se saben pero se prefiere ocultar. La falta de conocimientos técnicos está descalabrando los trabajos de restauración y conservación patrimonial. Ya sabemos que para hacer las cosas no alcanza la buena voluntad, hay que saber hacerlo.
Los edificios jesuitas vivieron una historia, cada pared la vivió y la suya es diferente a otras. Imaginemos miles de indígenas que son puestos a construir edificios que jamás han visto en base a grabados de pequeño tamaño o simples descripciones hechas por alguien que ni siquiera hablaba su idioma, el que tampoco tenía palabras para designar esos espacios o sistemas de construcción. Ni siquiera los guaraníes tenían arquitectura en piedra o las herramientas para hacerla. Tuvo que haber un largo proceso de prueba y error, tuvo que haber cambios entre los tiempos en que no había religiosos con formación de arquitectos y cuando éstos llegaron finalmente. Y todo eso tiene que estar en los muros. Y está.
El libro de Norberto Levinton, uno más en un largo recorrido sobre la arquitectura misionera en la que él mismo ha contribuido extensamente, nos abre a todos un panorama no sólo nuevo si no ni siquiera imaginado. Demuestra que los problemas de restauración que los edificios tienen desde la década de 1940 en que se comenzó a intervenirlos, provienen de un fuerte desconocimiento de cómo se hicieron esos mismos muros y de sus etapas y cambios. Y que no hay salida que no sea con un meticuloso estudio desde lo material, desde lo concreto, cruzado constantemente con los textos de época. Ese es el ejercicio de este libro, un trabajo magistral, señero para los que estamos en estos temas, un libro que será una herramienta de trabajo concreta y específica, un libro de esos que llamamos importante. Un libro que cambia un paradigma, no que simplemente nos narra una historia o nos dice qué hacer de una u otra forma, que aporta uno u otro dato, nos plantea que todo lo hecho lo ha sido no por falta de voluntad o lecturas, sino porque el mundo era diferente –o mejor dicho los muros lo eran-, por que la mirada debía de hacerse desde otro lado. Por eso no dudo en decir que el libro es fundamental en el conocimiento de la arquitectura misionera y misional, y digo mucho más, es un libro que nos hace cambiar nuestra manera de ver y entender una parte del pasado y de cómo intervenir en él.
Por último, el libro deja una enorme puerta abierta –objetivo final de la ciencia: generar nuevas preguntas-: una vez entendida la arquitectura hay que intervenirla porque hay que restaurarla y protegerla para el futuro. Obvio que necesitamos la información para la toma de decisiones, pero… ¿cuáles son esas decisiones? Ese es el desafío que hay por delante.
Daniel Schávelzon
Núñez, junio 2009