Artículo publicado en Las Sociedades de los paisajes áridos y semiáridos del Centro – Oeste argentino, pps. 529 – 540, compilado por Yoli Martini, Graciana Pérez Zavala y Yanina Aguilar, editado por la Universidad Nacional de Río Cuarto, Córdoba, Argentina, en el mes de agosto de 2007, ISBN 978-950-665-558-7. Fue presentada oportunamente durante las VII Jornadas de investigadores en Arqueología y Etnohistoria del centro-oeste del país.
¿Qué significa hacer arqueología en una ciudad de diez millones personas en la cual priman los intereses inmobiliarios y donde el Estado no avanza más allá de lo declarativo y emocional, incluso actuando como demoledor de bienes?; ¿qué hacer tras 25 años de trabajo durante los cuales se logró establecer el reconocimiento de parte de la comunidad a la labor patrimonial, a la arqueología de la ciudad y hasta alguna legislación preservacionista, pero donde casi no se toma medida concreta ya que se da prioridad a los negocios inmobiliarios sobre la preservación?, ¿cómo actuar ante una realidad contradictoria que se inserta en una tradición de arqueología prehistórica y de conformación corporativa, que recién incorpora el concepto de patrimonio?, ¿qué hacer con una ciudad que ha borrado en forma absoluta —o que ha sido distorsionada hasta ser irreconocible- toda traza de su arquitectura fundacional, colonial e incluso de la primera mitad del siglo XIX?, ¿qué hacer cuando lo que descubrimos con la arqueología es precisamente la afirmación de esa forma de ser y pensar: que cada generación rehace su hábitat a nuevo?
Lo que voy a tratar de trasmitir son esas experiencias en el marco de una América Latina que ni es homogénea como muchos querrían, ni funciona de la manera en que me gustaría que funcionara, ni siquiera con la lógica con que avanzan, bien o mal, la mayor parte de los países del mundo. Quizás alguno pueda pensar, y con razón, que estoy viejo y agotado de pelear contra los «molinos de viento», como el Quijote; aunque la sociedad aun me critica el actuar como Sancho Panza, embelesado ante la posibilidad de regir la utópica (aunque en realidad existe) ínsula de Barataria. Quienes estamos en la preservación siempre hemos asumido el papel de redentores sociales, de quienes detentábamos una verdad que debíamos revelar a los pobres de espíritu que aun no lo conocían; debíamos evangelizar, «educar al soberano» al decir de nuestro Sarmiento. Esta peligrosa paráfrasis religiosa es un tema aun vigente y genera parte de las contradicciones básicas que tendremos que discutir; y eso lo publicábamos hace veinte años (Schávelzon, 1981; 1984).
Buenos Aires es una ciudad totalmente urbanizada con límites puestos en el siglo XIX, cubriendo lo que eran áreas semirurales; pero hoy su realidad no se acaba en una calle o avenida limitante, ya que continúa en un conurbano gigantesco, más grande de lo que uno puede conocer en su propia vida, ni hablemos de estudiar o ayudar a generar proyectos. Crece más rápido de lo que podemos comprender o aprehender.
Imaginemos un Buenos Aires en donde si por milagro de alguna divinidad cada obra de construcción que se iniciara pidiera supervisión arqueológica -y sólo eso, e incluso pagándolo muy bien- todos los arqueólogos del país1 mal alcanzarían para un solo día de trabajo; al día siguiente todo seguiría sin poderse cubrir ya que aunque la demolición y excavación para los nuevos cimientos llevara al menos un mes, sólo después de ese tiempo se tendría a los profesionales listos para una nueva obra.
El promedio de edificación (legal) en cincuenta años es de un millón de metros cuadrados anuales, lo que no llega a cubrir el 1 % del total edificado que es de 120 millones de metros cuadrados (datos hasta 1998), y hay 120 mil edificios en altura. En el año 2000 se construyeron cerca de 1.700.000 metros cuadrados; el año pasado se superó los tres millones. Hay en la ciudad 863 hectáreas de verde, lo que es muy poco para las necesidades de la ciudad pero ocupa casi el doble de una ciudad mediana. El parque de Palermo cubre 190 de ellas y esa superficie, arqueológicamente, es ya una cifra colosal. Un solo barrio nuevo como es Puerto Madero, totalmente reciclado de construcciones del siglo XIX y rellenos históricos, mide 170 hectáreas y la Reserva Ecológica tiene 300 has, hecha con rellenos sólidos que muestran la vida urbana previa. La ciudad tiene dentro de sus límites políticos 195 kilómetros cuadrados de superficie con 12 mil manzanas edificadas y cada una de ellas de más de 10 mil metros cuadrados de superficie promedio, las que están cubiertos por cerca de 310 mil lotes y 1.2 millones de unidades de vivienda; además hay 2100 calles y avenidas que ocupan superficies importantes y las obras de subterráneos que se extienden por toda la ciudad.
Tomemos un sector de muestra: Palermo Viejo ahora rebautizado como Palermo Soho; la enorme mayoría eran casas del siglo XIX tardío o inicios del XX lo que daba un muy alto nivel de conservación del suelo; en el 2001 se construyeron cuarenta edificios en altura en cien manzanas, este año ya hay 58, lo que significa que faltando medio año, en sólo dos años tenemos un promedio de más de una torre nueva por cuadra. Actualmente hay en obra 137.000 metros cuadrados. Esto implica que si se mantiene la tendencia en cinco años no habrá un metro cuadrado por excavar. Como datos, en la ciudad en lo que va del siglo se edificaron promedio mil edificios en altura, siendo el récord el año 2001, crisis mediante, de 1220 de ellos. Barrio Norte, más aristocrático reunía una importante cantidad de petit-hotels de gran categoría; éstos han casi desaparecidos y la información es de que se demuelen dos al mes, aunque un relevamiento preliminar indica que aun quedan cien completos y otro tanto alterados. Esto nos da un futuro más lejano, de cerca de diez años para acabar con todo.
La arqueología urbana, por otra parte, tiene características propias: técnicas y métodos que obligan a trabajar en el duro cemento, al uso de maquinaria pesada y a procedimientos poco ortodoxos, a veces violentos, la falta de tiempo, la convivencia con empresas de construcción y la rapidez con que se generan las propuestas y hay que dar respuestas, o hacernos responsables de no darlas. Hemos presentado casos en que para excavar bajo una casa, al no contar con autorización, lo hemos hecho lateralmente desde el sótano de un vecino haciendo una «excavación lateral» muy compleja de registrar, incluso de explicar (Schávelzon, 2004). Otras veces hemos encontrado sótanos cuyo piso, varios metros debajo de la capa original del suelo, habían conformado un nuevo suelo, que después de un siglo ya era posible excavar. Y muchas veces hemos trabajado en la basura y escombro de destrucciones recientes, hechas delante nuestro, recuperando lo que sólo pocos días antes estaba entero y hubo que esperar su demolición para poder actuar (Schávelzon et al., 2003). Trabajos en que nos han dado sólo pocas horas antes de destruir los contextos, o que debíamos usar métodos como el soborno a los capataces o repartir vino a los operarios para tener un día más: usamos desde credenciales oficiales falsas hasta llamadas telefónicas apócrifas a nombre de funcionarios importantes, lo que ayuda a abrir puertas. Son los malabares de la gestión en una ciudad que no quiere que se haga arqueología, si es que esa entidad, «la ciudad», existe como tal o realmente la representa su gobierno. Hubo dos casos que tuvieron repercusión en los medíos de comunicación, llegando uno a sede judicial, en los que un grupo de arqueólogos actuó en obras nuevas y por su falta de capacidad de gestión terminaron siendo desplazados y ambos sitios rellenados de concreto. El mismo secretario del juez que detuvo una de esas obras estuvo de acuerdo en irse y dejar todo, cuando los arqueólogos le pidieron el dinero para trasladar los objetos recobrados, ya que no tenían ni siquiera cómo hacerlo. Es decir, no se puede hacer arqueología o preservación desde la improvisación.
Podemos entonces hablar de cómo ha sido necesario generar una concepción que ha llevado mucho parir y aceptar, donde la destrucción urbana del suelo y subsuelo no deben ser considerados como enemigos a combatir, sino como aliados potenciales para generar trabajo y conocimiento; o nada. Absurdamente a la vez fue necesario combatir las posturas de la ortodoxia arqueológica que prefería nada a un levantamiento de datos o de excavación poco regular, o peor aun, los que consideraban que esto ponía en relación de dependencia a la arqueología de otros campos. La toma de decisiones ejecutivas es, muchas veces, dolorosa, ya que siempre implica dejar destruir algo, o mucho. Pero esta forma de trabajo abrió las puertas a las arqueologías contractuales, de colaboración con la restauración del patrimonio y más que nada, la municipal. Se pueden discutir en muchos casos los objetivos y fines de cada una de ellas, para tratar de entenderlas mejor, pero permiten ver cómo las ortodoxias, buenas en sí mismas, pueden variar ante condiciones inimaginables para quienes las establecieron. Obviamente a Sir Mortimer Wheeler jamás se le ocurrió excavar en una terminal de autobuses porteña o en una villa miseria sobre el Riachuelo. Ni hablar de sitios altamente contaminados o donde la napa freática ha subido y sólo permite excavar medo metro de los casi cinco que tiene restos de ocupación como nos pasa en La Boca y Barracas.
Por otra parte estas formas de hacer arqueología parten de hipótesis que no son generadas en ámbitos universitarios o científicos; por lo general al inicio son sólo simples preguntas a responder a los políticos. Este es otro tema que resulta tentador para asomarse y mirar dentro, ya con experiencias. Por supuesto estamos hablando de un país y una ciudad en donde los organismos institucionales que deberían dedicarse a construir un sistema de arqueología de rescate y brigadas de rápida intervención -el INAPL, la UBA y el GCBA en el caso de Buenos Aires-, no sólo no lo hacen, ni lo harán en mucho tiempo, ni siquiera ha sido posible hablar el tema. Al menos en el Gobierno de la Ciudad intentamos hacerlo desde 1996, pero fracasó y veremos porqué; el Área de Arqueología Urbana tiene un arqueólogo y una restauradora, quien a su vez tiene por tarea hacer burocracia legal en forma de fichas para satisfacer la legislación impuesta por la Secretaría de Cultura, lo que a su vez es recibido por tres arqueólogos/as que conforman la Oficina de Registro. Es decir: uno para excavar, uno para hacer fichas, tres para supervisarlas. Desde hace casi un año los organismos municipales no autorizan las excavaciones que se solicitan, ni siquiera si son pedidas para otras dependencias del mismo gobierno. Por eso y con total independencia de para qué excavamos, es decir cuáles son los objetivos científicos que se establecen, debemos poder imaginar el desafío de proteger y estudiar -y frustrarse al no poder hacerlo-, 200 millones de cuadrículas arqueológicas potenciales bajo una intensa y millonaria presión inmobiliaria.
Recordemos que la mayor parte de la ciudad ha sido nivelada durante el siglo XIX -aunque se inició antes-, rellenándola con basura doméstica e industrial durante más de un siglo, alterando el paisaje hasta en varios metros de altura y generando un potencial de riqueza inimaginable. Es por eso una aventura intelectual interesante el pensar que un edificio de sólo veinte pisos —ya los hay de cincuenta-, tiene una presión de US 50.000 por metro cuadrado, es decir por cuadrícula y ¡necesitamos excavar allí! Es así posible imaginar que la vida de un investigador queda expresada en la excavación de una manzana que tiene diez mil cuadrículas de un metro cuadrado. La vereda y la calle quedarían sin tocar.
Obviamente no es necesario excavar todo, sea cual fuere el proyecto, pero sí es necesario definir, qué podernos y qué queremos estudiar y proteger para que sea excavado en algún momento, suponiendo que pudiera hacerse. Absurdamente el Plano de Potencial Arqueológico de Buenos Aires, proyecto que intentaba identificar los sitios de valor y obligar a su supervisión, obviando lo demás salvo hallazgos casuales, fue boicoteado por arqueólogos que veían una «monopolización del trabajo contractual» o, peor aun, la privatización del patrimonio. Entre eso y el rechazo desde los organismos del Estado, nada se hizo (Schávelzon y Silveira, 2004). El temor al cambio sólo le sirvió a los destructores.
Las arqueologías urbana e histórica en Argentina pusieron en el frente el tema patrimonial desde el inicio, por eso no es casual que allí llegue tanta gente a trabajar sin formarse en la arqueología propiamente dicha, viendo que es un terna de interdisciplina y por ende generando conflictos jurisdiccionales comprensibles. Así tampoco parece casual que la nueva carrera oficial de Restauración y Preservación de Bienes Culturales esté asociada a las Bellas Artes y no a la arqueología, mientras que los posgrados en preservación, salvo uno y nuevo, dependen de la arquitectura o de lo urbano.
Al excavar, además de información científica se produce un patrimonio que la comunidad exige verlo y que se lo expliquen, y los municipios están ahí, o deberían estarlo. Además, a veces se excava en edificios y lugares ya reconocidos como patrimoniales, generando situaciones involucradas en ello, lo que produce una presión extra, mayores costos y la interdisciplina en relación dependiente con la restauración y conservación.
¿Qué clase de ciudad es Buenos Aires y su sociedad qué actúa de esta manera incoherente? Recordemos que el siglo XX, al menos desde 1930, es una secuencia poco interrumpida de dictaduras, que entronizó una historia nacionalista, burda, asocial, apolítica y clasista, no interesada siquiera en preservar sus monumentos, ya que desde el Cabildo hasta la Casa de la Independencia en Tucumán fueron demolidos y ha sido necesario volverlos a construir en 1940; sólo se interesaron en la simbología de poder que implicaban, en especial si reafirmaba a Buenos Aires sobre el resto del país. La historia de la manera de ver y entender lo que era o no patrimonio surgió del Nacionalismo, pasó por lo clerical y militarista y, cuando hubo movimientos populares -desde el Socialismo hasta el Peronismo- estos jamás se preocuparon del tema, sólo la Democracia Cristiana lo asumió como tema propio a partir del retomo a la democracia en 1984 y fue la única alternativa liberal en estos temas, aunque tampoco logró asentarse.
Pero, y resulta interesante, la democracia no ha logrado resolver el tema patrimonial el que apenas si le ha interesado. La realidad es que la ciudad de Buenos Aires sigue liberada a los intereses inmobiliarios, los que no son malos de por sí, sólo que tienen sus propios intereses; para cuidar el patrimonio están el Estado y más que nada las organizaciones públicas y entre ellas las asociaciones de profesionales. Pero al menos hasta hoy, las ideas del progreso infinito materializado en el recambio urbano, parecen seguir triunfando casi sin oposición: un colegio eficiente implica un edificio nuevo, no uno antiguo restaurado. ¿Es esto un escollo a superar, una decisión consensuada por la sociedad, un supuesto plan maléfico del mercado inmobiliario, es sólo la corrupción de los funcionarios públicos, o qué es?, ¿tendremos que aceptar que puede existir —o seguir existiendo- una arqueología desligada del patrimonio, si la sociedad así lo requiere?
Al menos la experiencia parecería mostrar que si la Nación o el Gobierno de la Ciudad hacen leyes patrimoniales, hubiese sido mejor que no las hubieran hecho, porque sólo fortalecieron las corporaciones, generaron burocracias reafirmando el poder de los organismos y abortaron proyectos concretos: el saqueo y tráfico ilegal está feliz, ya que en realidad lo que vio es subir los precios de los objetos en el mercado al tener más complicaciones para su comercialización. Es decir: todo al revés. Por supuesto uno se pregunta ¿qué hacer?, ¿seguir discutiendo la nueva Ley nacional?; nosotros creemos que en las ciudades hay que excavar cómo y dónde se pueda ya que toda dilación es irreversible, hay que fortalecer los municipios y la arqueología conectada con la comunidad a través de los organismos no oficiales, hay que construir una masa crítica de estudiantes y nuevos profesionales, hay que romper monopolios de poder de interesados en su promoción institucional y generar discursos comprensibles e instalarlos con los medios de comunicación en la comunidad; hay que mostrar que la arqueología genera patrimonio y que ese tema es la práctica de otra especialidad, lo que produce una interdisciplina imposible de obviar. Elaboremos de una vez el complejo de inferioridad de la supuesta dependencia de la historia, de lo que nadie se acuerda, y seamos modestos ubicándonos en nuestro espacio real en la sociedad.
Como buen ejemplo de la situación actual en Buenos Aires, valga un ejemplo: la casa que estaba ubicada en la avenida San Juan 338, propiedad de la Secretaría de Cultura del Gobierno de la Ciudad. Desde 1999 había sido identificada por su alto valor potencial para la arqueología y la historia, se excavó metódicamente y luego fue demolida para quedar el terreno abandonado con la justificación de ampliar un museo. Para esa época los medios de comunicación dieron una noticia que generó muchas expectativas: se había «descubierto» la casa más antigua de Buenos Aires. Lo interesante —casi absurdo- es que se había descubierto una casa que aún estaba entera y en pié, la que se veía desde la calle. El problema era que, para quienes trabajamos ahí, eso nos creó enormes responsabilidades más aún cuando no estaba demostrada su antigüedad; la verdad era que la importancia del sitio no radicaba sólo en ello sino en su capacidad para responder preguntas sobre el pasado. Pero el que la Municipalidad estaba a punto de demolerla para ampliar el Museo de Arte Moderno vecino, ubicó nuestro trabajo en el centro de una serie de conflictos de intereses entre preservación y obra nueva. Estamos hablando de interferir en una obra licitada de varios millones de dólares y de generar roces entre dependencias municipales. Pese a eso se comenzó un operativo histórico, arqueológico y de preservación2.
Esa pequeña casa resultó ser representativa de la arquitectura anterior a la Real Ordenanza de 1784 -y por lo tanto única en la ciudad-, la legislación colonial que obligó a construir sobre la línea municipal; la casa conservó bajo el suelo hasta el fogón cavado en la tierra, los pisos de ladrillos y de tierra, el aljibe, incluso algunas de las vigas del techo; los pisos y los muros de ladrillos unidos con barro habían Sido recubiertos con una capa de cemento que pudo quitarse y se encontró la pintura original intacta. El techo había sido destruido veinte años antes para hacer uno nuevo por obra de nuestra propia Municipalidad que quiso hacer una casa «típica colonial», aunque en estilo Neocolonial. El terreno actual mantenía el nivel original de la topografía de la ciudad, cerca de un metro por encima de la vereda. Tal como la excavación demostró teníamos un piso que casi no había sido modificado desde la fundación de la ciudad.
Buenos Aires es, casi con absoluta certeza, la única ciudad de América Latina que ha destruido casi toda evidencia arquitectónica de los 250 primeros años de su historia. Y si fue fundada en 1580 no casualmente la ciudad no tiene ni un solo ejemplo de arquitectura fundacional (siglo XVI); queda un único fragmento rehecho de una fachada de iglesia del siglo XVII y ninguna casa entera incluso del siglo XVIII, tampoco hay un edificio público no transformado; las iglesias y conventos de ese siglo sólo se conservan muy alteradas sin ninguna fachada original y a veces sólo en fragmentos. Es decir que ya no hay hada reconocible o auténtico anterior a la mitad del siglo XIX o más. Por eso que se torna importante que en el año 1833, entre los documentos elevados a un juez de la ciudad por una viuda y sus hijos, cuyo marido y padre había muerto, se transforma en importante: la trágica muerte de Don Marcos de la Rosa durante la segunda invasión militar de Inglaterra a estas tierras, debe haber pasado casi disimulada entre las muchas que hubo, y no hay duda que ni su esposa ni el juez tenían idea que esa casa iba a sobrevivirlos y que sólo sería demolida por quienes cobran por conservarla en el siglo XXI. Menos aun se les ocurriría que su modesta casa, construida en la tipología más simple y común, sería parte de un tipo que desaparecería rápidamente por culpa de una Ordenanza Real de 1784.
¿Pero por qué nos preocupaba la historia de una casa familiar? No es sólo por prurito cronológico -aunque sí fuera la más antigua de la ciudad-; en realidad nos interesaba porque, aunque parezca poco creíble desde otras latitudes, queríamos indagar acerca de una de las constantes urbanas sostenidas a lo largo de 400 años: la de la no permanencia de los inmuebles. En un libro resultado de veinte casos estudiados (Schávelzon, 1999; 2000) se llegaba a la conclusión que las viviendas privadas se demolían o transformaban al menos cada veinte años; y que los edificios públicos no alcanzaban los sesenta años sin al menos enormes cambios. Más allá del puro conocimiento científico el significado que esto tiene para la historia de la arquitectura, de la ciudad y ni hablar para el patrimonio, es enorme y preocupante. Esta pequeña casa resultaba así excepcional.
En el año 1996 se había iniciado en la ciudad lo que conoceríamos como arqueología municipal (Schávelzon, 2003a). No era la primera vez que en el país se hacían trabajos de arqueología en edificios históricos en relación con municipios, incluso había ya buenas experiencias, pero la posibilidades que brindaba la apertura democrática de un Intendente elegido por votación posibilitó nuevas alternativas. En este caso se organizó un equipo que actuara en función de los requerimientos municipales y no de un sistema universitario. Eso no fue fácil de definir, es decir lograr establecer los límites entre una y otra manera de actuar, ya que no implicaba diferencias teóricas o metodológicas sino el aceptar que los proyectos surgían en función de necesidades, preguntas y programas patrimoniales que eran gestados en instancias externas a la arqueología misma; y algo aprendido fue que lo hecho por el municipio implicaba la inmediata difusión del conocimiento generado y la exhibición del material cultural transformado en patrimonio histórico.
Desde la primera visita al lugar las preguntas que se nos hacían eran claras: se nos llamaba para dar respuestas sobre las cuales ellos debían tomar decisiones: 1) la antigüedad de todo y de cada sector de esta construcción, 2) la valoración patrimonial, 3) la función original del edificio y 4) deslindar los agregados recientes. Pero esto era arqueología histórica, o como se la ha denominado por sus problemáticas específicas, arqueología urbana, y por lo tanto no se podía desprender de su propia especificidad. Por lo tanto se establecieron objetivos puramente científicos: 1) aportar al conocimiento de la vida doméstica en la ciudad en una área fuera del centro; 2) definir tendencias de consumo alimentario para el siglo XVIII e inicios del XIX y 3) ampliar el conocimiento de la cultura material en los momentos anteriores a la construcción de la casa más antigua.
Para responder fue necesario un estudio interdisciplinario en que intervinieron varias vías de búsqueda de información de tal forma que al contrastar los resultados tuviéramos respuestas precisas. Y, como cosa poco común en la arqueología argentina, se invitó a diferentes arqueólogos y sus equipos a excavar en la misma casa, para también contrastar los resultados en una experiencia enriquecedora. Las vías de investigación fueron: a) arqueología; b) análisis cronológico de restos de cultura material, c) historia documental; d) estudios de arqueofauna; e) arqueología de la arquitectura; O historia oral; g) historia de la arquitectura e i) iconografía y en todas ellas se hizo hincapié en el fechamiento por sus propias técnicas. Se logró así una reconstrucción única del proceso de construcción de la casa, de sus transformaciones, del uso del terreno e incluso poder asomarse a la vida cotidiana del lugar a lo largo de 250 años, incluso a su uso por los niños (Schávelzon, 2005).
La zona originalmente era terreno ejidal fuera de la ciudad misma y de ello han quedado pocos fragmentos de cerámicas, en especial criollas e indígenas, huesos de comida y animales domésticos y un fogón al aire libre. En los inicios del siglo XVIII se construyó una primer casa de la que muy poco parece haber sobrevivido, ya que al hacerse la segunda, la que estaba en pié y que fechamos para poco antes de 1800 -tres ambientes y zaguán-, la anterior quedó incluida dentro de la nueva. Es posible que el fogón de la cocina haya pertenecido precisamente a esa casa inicial y que se haya mantenido el uso del espacio en la obra nueva. Esa casa estaba ubicada en el centro del lote, sin línea de fachada coincidente con la calle, dentro del terreno y eso fue habitual en la ciudad hasta que se promulgaron las reglamentaciones que las acabaron; hoy no queda una sola de ellas. Los pisos interiores eran de tierra apisonada salvo en la cocina, ya que para cubrir bien el fogón más viejo se hizo un piso de ladrillos. Las puertas y ventanas eran de dintel curvo y jambas oblicuas, típico de la tradición colonial, sus herrajes forjados quedaron en las carpinterías. Las paredes de ladrillos estaban hechas uniéndolos con barro y la cal se redujo sólo a los dinteles y curvas imposibles de solucionar de otra manera. Es decir, una casa modesta aunque no realmente pobre. El pozo de agua se hizo junto con los muros y sólo tenía ladrillos en la parte superior. El patio delantero en origen tuvo piso de tierra y el jardín posterior era usado para sembrar, criar animales y tener árboles frutales. Años más tarde se le hicieron cambios cuando Nicolás de la Rosa y su familia construyeron dos alas a los costados de esa casa, de tal forma que definieron un patio cuadrado de piso enladrillado; no tenemos esa fecha, pero si murió en 1807 estando su mujer embarazada, no debió ser un hombre mayor. Su viuda en 1833 dividió la casa en tres partes para sus dos hijas y ella, lo que luego volvió a ser sólo dos. Y antes de 1862 la casa tenía construido un nuevo bloque con habitaciones al frente a la calle, cerrando el patio delantero (Schávelzon, 1994). Con los años la casa se mantendría con pocos cambios hasta que en el siglo XX comenzara su abandono y terminara siendo adquirida para ampliar una fábrica aledaña. El ensanche de la avenida San Juan le quitará las habitaciones del frente en 1980. Más tarde sería vendida a la Municipalidad que la alteraría profundamente para hacerla «colonial», o lo que quienes lo hicieron creían que era lo colonial. Más tarde fue ilegalmente ocupada, y los que invadieron el terreno construyeron habitaciones transformando todo en una pequeña «villa miseria», hasta que fueron desalojados en 1999. Ahí entramos nosotros.
En ese momento el Gobierno de la Ciudad organizó estudios cuyos resultados mostraban que se estaba ante una casa de excepcional valor; comenzaron las excavaciones y para inicios del 2000 ya existía un proyecto de puesta en valor. Paralelamente se hicieron conversaciones con el arquitecto, residente en Estados Unidos, quien había obsequiado el proyecto de ampliación del vecino Museo de Arte Moderno. Este mostró su asombro porque nadie se lo había dicho y visitó el lugar entendiendo la necesidad de conservar esa pequeña casa en el interior de la nueva obra, decisión que pareció acertada. Pero los responsables consideraron que el proyecto estaba hecho y cambiarlo implicaría tiempo y dinero, lo que se suponía que no se tenía. Mientras se seguían las excavaciones y estudios ya en forma esporádica. En plena crisis económica y social, en marzo de 2003 un grupo del Movimiento de Trabajadores Desocupados (MTD) ocupó el lugar e instaló una escuela, un comedor infantil y viviendas. Era gente que había sido desalojada de un edificio en la manzana de enfrente que por su antigüedad pasó también a la Secretaría de Cultura y que aun hoy -al presentar esto- sigue desocupado. Cruzaron la avenida y tomaron el lugar, entendiendo que si el sitio era para la cultura y la sociedad, nada mejor que darle ya esos usos. El tema generó un escándalo en el cual participaron grupos creativos de arte que generaron el programa DesalojArte; poco más tarde los antropólogos y arqueólogos que habían participado en las excavaciones apoyaban al MTD en sus demandas. Pero antes de fin de mes la justicia y la policía desalojaron el predio a pedido del Museo de Arte Moderno. Y volvieron las excavaciones y estudios por un tiempo más.
Después todo siguió igualmente suspendido con el aumento del deterioro, cartas a los periódicos y denuncias públicas sobre las contradicciones básicas: demoler para preservar, estudiar una casa popular para impedir que vivan allí habitantes del pueblo, hacer un nuevo edificio para la cultura de élite impidiendo que funcione una modesta escuela. Lo que estaba en crisis era el patrimonio mismo. Y así siguió todo igual hasta octubre 2004 en que se volvieron a anunciar las obras del Museo, las que salvo por haberlo vaciado y cerrado al público, nada se había hecho ni hizo. En noviembre se hizo un proyecto para el desarmado y traslado de la antigua casa, que fue aceptado aunque tampoco se concretó. Mientras tanto nadie avanzó en modificar los planos y ya habían pasado cuatro años, y siguió pasando el tiempo. Fue en 2005 cuando algo se hizo: se decidió preservar sólo los cimientos de la casa antigua, demoliéndola, lo que era el absurdo llevado a su máxima expresión: conservar lo único que no se había hecho para ser visto, los cimientos, y destruir los muros, pisos, patios, fogón, aljibe… Y así se hizo previa contratación de una empresa para hacer una losa de concreto armado sostenida por columnas enterradas, para que al excavar los sótanos del nuevo museo esos cimientos quedaran en el aire a cinco metros de altura y luego se construyera en torno a ellos. No había tiempo ni dinero para hacer lo adecuado pero sí para el delirio. Y eso se hizo y en 2007 se excavaron los cimientos sin avisar a los arqueólogos. Hoy todo sigue, nuevamente, detenido: sin museo (que sigue en bodega en el edificio del viejo Correo Central), sin ampliación, sin casa antigua, sin escuelita, sin nada, pero con los cimientos en el aire a cinco metros de altura.
Ahora y sin hacer historia contrafáctica, podríamos preguntarnos si ésta no era una historia que ya estaba escrita, si la arqueología no lo estaba diciendo al mostrarnos una repetición más de una ley del comportamiento porteño: que los edificios se demuelen o transforman cada generación. ¿Era esta la excepción?, ¿podíamos ser tan omnipotentes de creer que realmente lo habíamos logrado?, ¿qué mostraba la arqueología más allá de ese proceso en que la casa cambió constantemente’? No nos dimos cuenta lo que lo demás mostraba, y que se remarcaba al compararlo con construcciones ya excavadas:3
Relación entre local e importado – Vajilla y cocina (%)
. | Sto. Dgo. | Fonda | Peña | Ezcurra | Cobo | Pozo 10 | SJ.338 |
Local | 9,21 | 0,59 | 0,57 | 6,76 | 1,91 | 7,13 | 20,12 |
Importado | 90,79 | 99,41 | 99,43 | 93,24 | 98,19 | 92,87 | 79,88 |
Este cuadro compara la cantidad de productos materiales importados con los producidos local o regional, que muestra una relación siempre asimétrica, siendo mayoritaria la presencia de lo importado. Muy pocas ciudades deben ser las que arrojan una presencia de objetos importados que llega al 99.43 % de promedio en todos sus niveles sociales.
De esta manera, intentamos acercamos a la explicación de una hipótesis producto de la observación recurrente: la sistemática transformación de los inmuebles en el tiempo y, por ende, la obvia dificultad de establecer políticas patrimoniales. Vernos un rancho en la periferia que creció hasta ser una casa de tres ambientes, luego una gran casa de patio cerrado, luego se tugurizó, se demolió en parte y terminó como casa colectiva, la que retomada por el patrimonio terminó demolida por los mismos que debían protegerla. Es decir: un caso más, nada más que eso. Esto nos obliga a pensar primero ¿por qué sucede esto?, y segundo: ¿era esto algo del pasado que las políticas modernas de patrimonio no han logrado revertir porque nunca lo entendieron?
Lamentablemente la primer respuesta no la podemos dar con certeza, no sólo porque supera los límites de la historia urbana y de la arqueología ya que nos habla de un tipo de sociedad que se construye a si misma sobre una peculiar idea de progreso infinito. Arraigada desde la Ilustración -reconstruida por el Liberalismo positivista- y vuelta a rearmar por el Nacionalismo, esa sociedad que se identifica con un imaginario colectivo que la acerca a una Europa ideal o un Estados Unidos ficticio, para despegarse de cualquier tradición supuestamente indígena o Latinoamericana, unida a la idea de que preservar es una actitud políticamente reaccionaria o conservadora. Una ciudad formada, o re-formada por la Gran Inmigración de 1900, que borró primero al indígena con un genocidio brutal y luego a los afroporteños con otra forma de desaparición menos violenta pero no más benigna, para ser, o imaginarse, blanca, occidental y cristiana. Absurdamente, para un país en que el Nacionalismo de derecha ha sido casi una constante en sus políticas a lo largo del siglo XX, siempre se consideró que el recambio inmobiliario era un símbolo de crecimiento económico y de mejoría social. Es por eso que aun no existe una política concreta de preservación. No es que no se trabaje en ello, es que no se resuelve el problema estructural, las concepciones mismas de identidad, de memoria y de patrimonio. Quizás los porcentajes de basura importada sirvan para ejemplificar este puerto más conectado culturalmente con Europa que con su propio territorio.
La pequeña casa de San Juan 338 ha sido demolida pese a que se demostró que era la más antigua de la ciudad, por la Secretaría de Cultura del propio Gobierno de la Ciudad, para no hacer la ampliación de un museo de arte moderno. Puede parecer absurdo: demoler lo original y auténtico para hacer una pequeña parte de la ampliación del museo vecino sin siquiera dejarla dentro, pero si aceptaron dejar los cimientos a la vista con costos millonarios. Esto es real y pasa hoy. Y quien quiera más datos, recordemos que en noviembre 2006 el Gobierno de la Ciudad perdió un juicio por haber autorizado demoler la casa más antigua de Flores (la Casa Millán, J. B. Alberdi 2476), declarada patrimonio por ellos mismos poco antes. Lo más simpático es que el fallo del juez obligaba al Gobierno a destinar más fondos al área de preservación. Posiblemente ese dinero se usó para demoler la otra casa; o no, es difícil probarlo, pero queda el interrogante abierto.
Notas
1. Cerca de 250 trabajando de manera parcial o total, más otros 50 inactivos.
2. Hecho desde la Subsecretaría de Acción Cultural (luego Dirección General de Patrimonio). de la Secretaría de Cultura del Gobierno de la Ciudad; los trabajos de excavación se hicieron con la colaboración de Marcelo Weissel, Mario Silveira, Emilio Eugenio, Verónica Aldazábal y América Malbrán.
3. Las siglas significan: Iglesia de Santo Domingo. pozo de basura de cocina fechado para 1800-1823; Fonda de los obreros que construyeron los Almacenes Huergo (hoy restorán Michelangelo) en Balcarce 433, pozo de la basura fechado para 1848-50; Casa Peña. San Lorenzo 392 esquina Defensa (llamada Casa Mínima), pozo de basura fechado para ca. 1840-70; Casa de Josefa Ezcurra en Alsina 455, pozo de basura fechado para 1801-20; Casa Cobo en Balcarce 238, pozo de basura fechado para 1860-95; H. Yrigoyen 979, pozo no. 10, pozo de basura de inicios del siglo XIX; San Juan 338, todo lo excavado, sin relleno de pozos sanitarios y sondeos 2002.
Bibliografía citada
SCHAVELZON, D.
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