Artículo de Daniel Schávelzon y Patricia Arenas, que obtuviera el Segundo Premio en el concurso Homenaje a Francisco P. Moreno, realizado por la Subsecretaría de Cultura de la provincia de Buenos Aires, en la ciudad de La Plata, 1991, ha sido publicado en la revista «Todo es Historia», número 295, pps. 37 a 49, correspondiente al mes de enero de 1992, ISSN 0040-8611, Buenos Aires.
«Admirábanse de los efectos, pero no procuraban buscar las causas.»
Inca Garcilaso de la Vega
Comentarios Reales, 1609
« Mister James no temía el sol, ni la lluvia, y con su cara de cangrejo cocido se pasaba todo el santo día estoicamente en aquella playa desierta, ora escarbando afanosamente como peludo perseguido por los perros, ora contemplando un cráneo o una pelvis con tanta fijeza como si hubiera querido hipnotizarlos.»
Benito Lynch
El inglés de los güesos
EI día 2 de septiembre de 1788 el rey de España recibió siete grandes cajones en los cuales iban embalados los huesos de un enorme y casi completo megaterio, el que había sido descubierto y metódicamente excavado en las cercanías de Luján poco tiempo antes. El recibo de éstos, para ese entonces, extraños huesos, y un juego de láminas ilustrativas de la forma que debió tener el animal en origen, fue acusado por una carta del Secretario de Estado de la corona don Antonio Porlier, al virrey de Loreto, en la cual le indicaba que «ha mandado su majestad se conduzca a su Real Gabinete, a fin de que se arme el esqueleto y puedan reconocerlo los inteligentes en la historia natural y el público». Y así fue: se armó en el Real Gabinete de Historia Natural de Madrid y fue estudiado por sabios y curiosos. En 1793 fue examinado por el profesor Abilgaard, que viajó desde Copenhagen, y en 1796 fue descrito y publicado por José Garriga y Juan B. Brú en un folleto titulado Descripción de un cuadrúpedo muy corpulento y raro que se conserva en el Real Gabinete de Historia Natural, ilustrado con varias láminas: fue este último el responsable de su montaje. Pero en 1795 el joven y famoso naturalista europeo, el Barón Georges Cubier, fue invitado a opinar sobre el megaterio de Luján, y así lo hizo publicando en Francia en 1804 una noticia preliminar y más tarde incluyéndolo en su obra más amplia sobre el tema, aunque nunca estuvo en España para verlo personalmente. En su célebre libro Recherches sur les ossements fossiles (1823-V) escribió que «es de todos los animales fósiles de gran talla, el último descubierto y, hasta ahora, el más raro. Sin embargo es el primero cuya osteología ha sido completamente conocida, porque se tuvo la felicidad de encontrar casi todos los huesos reunidos, y que se hubiese puesto el mayor cuidado en montarlos en el esqueleto». Casi simultáneamente llegarían a Europa otros grandes grupos óseos desde Argentina, los que rápidamente serían expuestos en el British Museumy en el museo del Royal College of Surgeons, en Londres.
En 1821, año en que en Europa había ya más información sobre estos antiguos animales, se publicó un amplio trabajo de C. H. Pandler y E. D’Alton, quienes habían visitado al primer megaterio en España unos años antes. La culminación de todo esto fue el libro del célebre Sir Richard Owen titulado Memoir on the Megatherium, or Giant Groun-Sloth of America (Megatherium Americanus Cuvier) , editado por Taylor and Francis en Londres. Owen sería el responsable de identificar también el toxodón en 1837, gracias a los envíos hechos por Darwin descubiertos en Bahía Blanca y el mylodonte también proveniente de la provincia de Buenos Aires. También fue quien estudió con mayor detalle el gliptodonte, que había dado a conocer Sellow, en base al envío hecho por Woodbine Parish desde Arrecifes. Hay que recordar que Owen fue quien estableció el término dinosaurio que tanta importancia tendría en la paleontología. Durante más de medio siglo, este «monstruo prehistórico» fue el más famoso del mundo hasta que se descubrieron e interpretaron los restos óseos de grandes dinosaurios como el diplodocus.
¿De dónde provenía ese megaterio lujanense?, ¿quién era el responsable de su excavación?, ¿qué antecedentes había en la región sobre el tema?, ¿cuál es la inserción de esto en el desarrollo de la paleontología argentina? Estas son algunas de las preguntas que podemos hacer, todas ellas cercanas al tema más amplio de la conformación de las ciencias naturales en el siglo XVIII, y del impacto de la Ilustración en nuestro país, tema sobre el cual si bien hay bibliografía, no es ni suficiente ni ha sido difundida hacia campos que salgan de sus propias especificidades. Es aún necesario construir una amplia historia de las formas en las cuales ha sido estudiado e interpretado el pasado en su conjunto.
Pero aun antes de regresar al megaterio de Luján, y por supuesto a su descubridor, Fray Manuel Torres, de quien sabemos por cierto poco, sería importante revisar someramente cuál era el conocimiento del tema existente en España en ese momento histórico. Recordemos que cuando el citado Antonio Porlier recibió los huesos le escribió al virrey una carta que hoy en día, nos hace sonreír: escribió que «me ha mandado su majestad encargue a V.E., como lo ejecutó, procure por cuantos medios sean posible averiguar si en el partido de Luján o en otro de los de ese virreinato, se puede conseguir un animal vivo, aunque sea pequeño, de la especie de dicho esqueleto, remitiéndolo vivo si pudiese ser, y en su defecto disecado y relleno de paja» (Cáceres Freyre1968:386). Pero no todos en España podían creer que ese megaterio era sólo el esqueleto de un animal contemporáneo: las ciencias naturales estaban ya conformándose como campo del saber en Europa, y en ese país mismo se discutía y publicaba sobre el tema. Obviamente no era posible exigir al pensamiento de la Ilustración el que se aceptara la enorme antigüedad que estos restos realmente tenían —y que desde hace sólo muy poco sabemos con certeza—, ni que el megaterio no era más que uno de los animales extinguidos en un largo proceso de evolución.
Los inicios de la paleontología española
Durante el siglo XVIII la ciencia que hoy llamamos «paleontología» se debatía aún entre los coleccionistas y descriptores de fósiles de todo tipo, al margen de las interpretaciones que les daban a ellos, las «curiosidades» que aportaban los viajeros al Nuevo Mundo y los ilustrados científicos que intentaban darle a ese conjunto de información dispersa, una interpretación y una cierta coherencia. Según los historiadores de la ciencia, ya en el siglo XII el Emir de Córdoba descubrió restos de paquidermos fósiles durante la construcción de la futura ciudad de Madrid, y que interpretó como huesos de gigantes. Pero sería Tervel en 1737, en un escrito inédito de 22 páginas, quien iniciaría una polémica sobre los «gigantes de Teruel», discutiendo a Feijóo y Torrubia. Poco más tarde sería José Torrubia con su Aparato para la historia natural española quien iniciaría las publicaciones sobre el tema, seguido por A. J. Cavanilles quien recorrió detenidamente el territorio de Valencia (1795-1797), y otros autores contemporáneos extensos de citar (Vernet 1975, Sequeiros1984 y 1989).
Por cierto la presencia de fósiles en las ilustraciones de libros era anterior, e incluso Barrere había descrito en 1746 los nummulites, y en Europa central hay dibujos desde 1565 con seguridad —ilustraciones de Conradus Gesner— y que quizás puedan remontarse hasta 1557 (Rudwick 1976). Lo importante de esto es que España veía como parte de la Ilustración un lento proceso de interés por el tema, que llevaba incluso a que la corte solicitara o aceptara envíos de antigüedades desde América (Schávelzon 1990), enviara expediciones a estudiar las abandonadas ciudades de los mayas y del altiplano mexicano (Bernal1979), que organizara expediciones zoológico-botánicas como las de Mutis y Malaspina (Arias Divito 1968) o recibiera con agrado los cajones y dibujos de animales desconocidos enviados desde Luján.
Ya en 1553 el viajero Pedro Cieza de León había hablado de los huesos de gigantes americanos, y Joseph de Acosta trató en 1590 de hallar explicaciones para su presencia en este continente. Otros cronistas como Calancha, Torquemada y Herrera también discutieron los gigantes y éste último los refirió a nuestras tierras. Pero era evidente que en el siglo XVIII todavía no existía un campo profesional en el tema, aunque si había cierto interés, se discutía, se apoyaban expediciones hasta rincones marginales de la Nueva España como fueron las expediciones arqueológicas a Palenque de Dupaix y Castaneda, o se aceptaban los gastos que demandaba armar el megaterio en el salón de un gabinete real. Las interpretaciones por lo general no iban más allá de que los huesos fósiles habían pertenecido a animales o gigantes desaparecidos por cataclismos (el diluvio fue el favorito) o que eran de animales o incluso de tipos humanos no conocidos aún pero existentes. Otras teorías, como la que luego veremos de Pedro Vicente Cañete y Domínguez (1797) en la que explicó el crecimiento de los huesos por «un jugo de la tierra» que tenía una extraña propiedad, si bien existían no eran ya tan habituales. Entre ese fin de siglo y el inicio del siglo siguiente habrían cambios notables y abruptos, y el conjunto de osamentas fósiles de la provincia de Buenos Aires jugaría un papel importante en la conformación de ese nuevo campo del saber.
Cuando en 1602 Diego Dávalos y Figueroa descubrió huesos de animales prehistóricos en las cercanías de Tarija, nada pudo hacer más que darlos a conocer y luego olvidarlos. En cambio la transformación durante el siglo siguiente sería notable gracias a la Ilustración; así fue como el fin del siglo XVIII vio la continuación de esos intereses eruditos y su paso hacia el siglo XIX, aunque no hubo un crecimiento cualitativo hasta mediar ese siglo. Si fuera posible fechar el momento en que esta erudición se transformó en ciencia, fue a partir de 1845 cuando la influencia de Sir Charles Lyell se hizo sentir, y se sumó a un pequeño desarrollo nacional que culminó con las obras magistrales de Fausto de Elhuyar y J. Esquerra del Bayo (1847) y con su Ensayo de una descripción general de la estructura geológica de España, introduciendo de esta manera, y por mucho tiempo más, la paleontología como parte de la geología, ya que servía a ésta como sistema de fechamiento; en 1849 se estableció la primera cátedra de paleontología en España.
Queda así esa etapa como la de los primeros viajeros ilustrados, botánicos, zoólogos, anticuarios, coleccionistas de curiosidades, con mayor o menor apoyo del rey y la corte, en América y en España, que abrieron el camino ulterior de las ciencias naturales del siglo XIX. Es evidente también que, en este contexto, la llegada del megaterio del padre Torres fue importante para esta rama científica, al igual de muchos otros provenientes de las diferentes regiones de América.
Estevan Alvarez del Fierro y los gigantes de Arrecifes (1766)
Un capitán de fragata español, Estevan Alvarez del Fierro fue el primero que llevó a Buenos Aires, en 1766, restos de animales gigantescos y desconocidos causando probablemente gran estupor en la ciudad porteña. Se dirigió por escrito al alcalde, informándole que en la localidad de Arrecifes, a cuarenta leguas de esa ciudad, se «encuentran y registran unos sepulcros varios: monumentos de la antigüedad en que se conoce ser de racionales y de una estatura fuera de lo regular, y propiamente de la estatura gigante (…) y siendo estos monumentos un testimonio auténtico y demostrable de que en la antigüedad hubo en esta región americana, sea antes o pos el diluvio, racionales gigantes (…) es muy arreglado el que se reconozcan dichos sepulcros en cantidad de uno o dos de ellos, se saque su osamenta y traiga a esta ciudad», todo esto a costa del que suscribía (Gutiérrez 1866).Pedía que al terminarse el estudio se lo autorizara a llevarse a España dichos huesos y que los que hicieran el trabajo procedieran a medir con todo cuidado y a levantar actas firmadas del trabajo y de lo descubierto, para que nadie pudiera sospechar de una engañifa.
Así fueron designados José Larreondo de Buenos Aires y Luis Viñales de Arrecifes, para que con testigos y trabajadores procediesen a excavar el sitio. Allí recuperaron los huesos, los embalaron en petacas de cuero y lograron transportarlos hasta Buenos Aires, previa descripción firmada. El descubrimiento fue el de «una sepultura o sepulcro, principiado a abrir y habiéndolo hecho cavar y quitar toda la tierra que cubría una porción de osamentas, cuya configuración en todo es de racional en parte petrificada, la cual sacamos con mayor cuidado, sin que perdiese el sepulcro suconfiguración, y medido este, le hallamos medía diez varas y una cuarta, de ancho tres varas tres cuartas y de profundidad cinco cuartas». Seguidamente se dirigieron a otro lugar cercano, en donde nuevamente procedieron a excavar el sitio donde se hallaban varios huesos y a embalarlos con el mismo cuidado. El alcalde nombró a tres peritos para que estudiasen los huesos y dirimieran si eran o no de «racionales» gigantescos: fueron Matías Grimau, Ángel Castelli y Juan Parán, todos ellos cirujanos y médicos, y debieron declarar ante escribano público. El examen no tuvo resultados muy felices, ya que Castelli declaró que «tres solos no tienen figura racional» y que la muela también parece ser humana pero que esto no es significativo, dejando las dudas abiertas. Luego Grimau consideró que eran huesos de seres humanos por la simple razón de que «no se halla en los brutos semejante figura y disformidad agigantada», por lo que la única respuesta era que correspondiesen a los gigantes de las leyendas. Parán pidió ser disculpado de opinar porque «no alcanzan sus luces a poder decir con certeza la verdad».
A partir de aquí no tenemos más información al respecto, y lo más probable es que los huesos nunca hayan llegado a España, ya que de otra manera tendríamos aquí o allí la documentación. Este expediente quedó olvidado por largos años, hasta que fue publicado por Miguel Navarro Viola en su Revista de Buenos Aires junto con unas notas de José María Gutiérrez en 1866. Mucho más tarde fue nuevamente recordado por Alberto Palcos (1944) y más recientemente fue transcripto en parte por Julián Cáceres Freyre (1968).
Estedescubrimiento, el más antiguo conocido en la provincia de Buenos Aires, sirve para situamos en el nivel de conocimientos de la colonia en elmomento en que esta estaba cambiando rápidamente, entrando en la Ilustración. Veremos que, poco más tarde, los restos que descubrirá el padre Torres si llegarona España con la intervención del virrey mismo. Lo que debe ser destacado es el interés mostrado por este capitán español, su decisión de financiar la operación y la presentación a los médicos para que dieran su opinión erudita. Así se inició el largo camino que terminaría un siglo más tarde en la paleontología argentina como ciencia establecida.
Fray Manuel de Torres y la excavación del megaterio de Luján (1787)
Si bien no es posible suponer que el descubrimiento de Arrecifes haya llegado a oídos del padre Torres, es evidente que el tema habría dado que hablar en su momento. Este fraile, nacido en 1750 y fallecido hacia 1817 (Trelles 1860 y 1882, Palcos 1944, Millé 1964, Cáceres Freyre 1968), era aún un niño en esa época, pero algo debió escuchar sobre estos temas. Es fácil suponer que las noticias que han llegado hasta nosotros sobre este tipo de descubrimientos sólo debe ser mínima, y muchas habladurías debían correr por allí al respecto. Lo importante en este caso, y es lo que queremos destacar, no es la importancia del descubrimiento, lo que ya ha sido historiado por muchas personas, sino la utilización de una metodología que la ciencia haría imponer mucho más tarde en el siglo XIX tardío. Asimismo, el hecho de que este descubrimiento, a diferencia del de Arrecifes, llegara a España y de allí al mundo entero, trascendiendo las fronteras del territorio y sirviendo para construir un escalón de la paleontología universal.
El padre Torres, dominico nacido en Luján, creador del Colegio de Santo Tomás en Buenos Aires, fue al parecer un inquieto estudioso quien, no sabemos de qué forma, comenzó a excavar la osamenta de un megaterio en un lugar no claramente identificado ubicado a una legua y media de la villa de Luján. Las primeras noticias las tenemos por una carta que el alcalde de primer voto del Cabildo de Luján, Francisco de Aparicio, le envió a su par en Buenos Aires, informándole de su apoyo a ese trabajo y los inconvenientes producidos por el robo de una parte de ellos. Esto hizo que se involucrara el gobierno central ofreciendo ayuda para continuar el trabajo y que estos huesos pudieran llegar al Fuerte para ser vistos por el virrey. No vamos a transcribir los documentos que se conservaron sobre ese episodio ya que son bien conocidos y accesibles en la bibliografía.
Una descripción somera de las peripecias vividas por el fraile para excavar sus huesos debe iniciarse con ese pedido al alcalde de Luján de que coloque un centinela «día y noche para que no reciban más perjuicio dichos huesos». Elpaso siguiente fue que este regidor escribiera directamente al virrey, a través del Cabildo porteño, solicitando que el gobierno central colabore dada la falta de caballos para el transporte. Poco más tarde, el fraile le envió al virrey dos muelas de la mandíbula superior, aclarando que estas estaban sueltas. Casi un mes más tarde —solo habían pasado dos desde que comenzó toda la historia—, Torres seguía excavando con toda meticulosidad, y solicitaba la presencia de un dibujante ya que «haciendo un mapa o estado de ellos (los huesos), no dudaré que por él se podrán acomodar después, aunque se quiebren, o cuanto menos saber su figura y magnitud». No sólo trabajaba con cuidado quitandola tierra desdearriba, pese a haberlo descubierto en elcorte de una barranca, sino que entendía que una vez movidos los huesos de su lugar original sería imposible rearmar el rompecabezas. Luego proponía hacer el traslado con bolsas hechas de cuero y rellenas de paja para evitar los golpes. La intuición genial de este dominico no sólo salvó los huesos, sino que estaba, sin saberlo, adelantándose un siglo a su tiempo en las técnicas de excavación.
El virrey le contestó al día siguiente informando que ya había dado orden para que un dibujante se hiciera presente en el sitio. Este fue el teniente Francisco Javier Pizarro, al que se le extendió un pasaporte para esa actividad. Lamentablemente el padre y el teniente no se entendieron, y sus peleas llegaron hasta el mismo virrey, ya que para el dibujante todo esto no pasaba de ser «un montón de huesos» y, por lo tanto, eran insignificantes (Palcos 1944). La extracción y el dibujo duró tres largos meses, ya que era difícil ajustar con precisión los huesos para que pudieran ser dibujados reconstruyendo la forma del animal. Es evidente que el dibujante hizo lo que pudo, y sus capacidades para el arte eran casi nulas, aunque sus dibujos queden como testimonios de este trabajo pionero. Al parecer, al llegar a Buenos Aires el padre se tomó el trabajo de montar el esqueleto completo, ya que así parece mostrarlo una de las láminas dibujadas por Pizarro. Esto fue hecho por «varias personas inteligentes» según la única cita al respecto de un interesante artículo escrito por José María Gutiérrez (18351936). Al parecer el arquitecto José Custodio de Saá y Faría, célebre por sus obras para la corona y su intervención en la Catedral de Buenos Aires, hizo otros dibujos del megaterio publicados por Gutiérrez, aunque es indudable que no fueron más que copias de los hechos por el teniente Pizarro.
En 1788 salieron los siete cajones rumbo a España, recibiéndose primero los dibujos y la descripción del contenido del embarque, y más tarde todo éste. Sendas cartas del secretario de Estado Porlier así lo indican, y en unaellas escribió el párrafo ya citadosolicitando que le envíen un animal igual ¡pero vivo! Esto fue aprovechado porJosé María Gutiérrez (1866:105) paramostrar la ignorancia reinante enlacorte española, crítica que desde la actualidad no tiene ningún sentido. Y así se cerró la intervención del padre Torresen el tema, entrando el megaterio lujanense a ser parte de la ciencia universal. O para ser más específicos, para conjuntar los conocimientos de este campo científico en formación, que se desarrollaba en Europa con mayor vigor y, en forma intuitiva aun, en estas tierras.
Otros descubrimientos en el virreinato en el siglo XVIII
Prácticamente la mayor parte de la bibliografía colonial escrita en el continente trae constantes referencias a la existencia de gigantes que habitaron en tiempos remotos; desde los eruditos Pedro Cieza de León en 1554 en su Crónica del Perú o Joseph de Acosta en su Historia natural y moral de las Indias de 1559 hasta el Inca Garcilaso de la Vega en 1609, nos hablan de ellos. Esto tenía como causa la aparición habitual de huesos de gran tamaño que, lógicamente, no tenían otra explicación que aquélla. La polémica no era acerca de su existencia, sino sobre el grado de antigüedad, su contemporaneidad con los indígenas, o cuál fue su relación con pueblos como los patagones a los que se les atribuía una altura inusitada. Una información de enorme interés, por la fecha en que fue escrita, es la que dejó fray Reginaldo de Lizárraga en su Descripción breve del Perú de algo que él mismo vio mientras estudiaba en el convento dominico de Lima, hacia 1565: «siendo yo estudiante de teología en nuestro convento de Los Reyes, el gobernador Castroenvió al padre prior fray Antonio de Ervás (…) una muela de un gigantequele habían enviado desde la ciudad de Córdoba del Tucumán, de la cual diremos en su lugar, y un artejo de un dedo,el de en medio de Ios tres que en cada dedo tenemos, y acabada la lección nos pusimos a ver que tan grande sería la cabeza donde había de haber antes muelas, tanto colmillos y dientes, y la quijada cuan grande y la figuramos como una grande adarga (…) oí decir más a este religioso: que las muelas y dientes estaban de tal manera duros que se sacaba lumbre de ellas como pedernal». Además escribió varias referencias a otros descubrimientos similares en la península de Santa Elena, actual Ecuador y en el valle de Tarija, Bolivia (Lizárraga 1968:92/3, 5). Distinta es la interpretación que se comenzó a hacer en el siglo XVIII, y en el territorio del virreinato hubo varios hallazgos interesantes.
El primero del que tenemos noticias fue el del viajero inglés, médico y sacerdote, Thomas Falkner, durante sus muchos años de recorrer el territorio del sur y centro del país (Falkner 1911, Furlong 1929). Durante su estadía en el actual pueblo de San Lorenzo, en la ribera del río Carcarañá o Tercero, descubrió varios depósitos de huesos de mamíferos, y posiblemente también humanos, a unas tres o cuatro leguas antes de la desembocadura en el Paraná. Allí «se encuentra gran cantidad de huesos de tamaño descomunal, y que a lo que parece son humanos: unos hay que son de mayores y otros de menores dimensiones (…) he visto fémures, costillas, esternones y fragmentos de cráneos, como también dientes, y en especial algunos molares que alcanzan a tres pulgadas de diámetro en la base (…). Yo en persona descubrí la coraza de un animal que constaba de unos huesesillos hexágonos, cada uno de ellos del diámetro de una pulgada cuando menos; y la concha entera tenía más de tres yardas de una punta a la otra. En todo sentido, no siendo por su tamaño, parecía como si fuera la parte superior de un armadillo, que a la actualidad no mide mucho más que un jeme de largo. Algunos de mis compañeros también hallaron en las inmediaciones del río Paraná el esqueleto entero de un yacaré monstruoso». Es importante notar que sus conocimientos médicos le permitieron hacer el «examen anatómico» de algunos huesos, para demostrar que éstos no tenían ese gran tamaño por haberse agrandado debido a «sustancias extrañas» como era común pensar, sino que «las fibras óseas aumentaban de tamaño en la misma proporción que los huesos» mostrando así que siempre fueron de esas dimensiones (Furlong 1929). Era la primera referencia a un mylodón, lo cual fue destacado por Alcides d’Orbigny por primera vez en 1842.
El siguiente caso lo trae el jesuita Padre Guevara en su Historia de la conquista del Paraguay y se refiere también al Carcarañá y a los huesos que demostrarían la presencia de gigantes en la tierra tanto antes como después del Diluvio Universal: «lo cierto es que de este sitio se sacan muchos vestigios de cráneos, muelas y canillas, que desentierran las avenidas, y se descubren fortuitamente. Hacia el año 1740 vi una muela grande como un puño, casi del todo petrificada (…) en 1755 don Ventura Chavarría mostró en el Colegio Seminario de Nuestra Señora de Montserrat una canilla dividida en dos partes, tan gruesa y larga, que según reglas de buena proporción, a la estatura del cuerpo correspondían ocho varas: como este caballero es curioso y amigo de novedades, ofreció buen premio al que desenterrase reliquias de aquel cuerpo agigantado». Desconocemos si alguien ganó el premio.
Para esos años hubo muchas referencias sobre huesos gigantescos en Tarija, ya citados por Lizárraga en el siglo XVI, y una de las más interesantes es la referencia hecha acerca de Matías Baulén, quien había llevado a Lima cuatro cajones de restos, que una vez presentados al virrey Amat éste quedó tan impresionado que le otorgó como premio nada más ni nada menos que ¡el Corregimiento del Cuzco! También en su descripción cita el descubrimiento hecho por el padre Torres poco antes. En la misma Bolivia y en Tarija nuevamente, el paraguayo Vicente Cañete y Domínguez escribió en 1787 un libro que debió esperar hasta 1952 para ser publicado, en el cual dedicó un capítulo completo a los grandes y sonados huesos de gigantes. Si bien es muy interesante, obviamente su descripción rebasa los límites de este ensayo. Pero también Cañete atribuyó las dimensiones a un «jugo o secreción lapifídico» exudado por la tierra y que producía dicho efecto. Esto no entraría en polémica con los antiguos textos de Georg Agrícola, quien en su famoso texto De Re Metallica escrito en el siglo XVI, indicaba que los fósiles no eran más que formaciones naturales provenientes del centro de la tierra y que se creaban con dichas formas por un fenómeno natural. Cañete entiende que esto era posible con un solo hueso o cráneo, pero cuando se encontraba un cuerpo completo, armado y articulado, era necesario encontrar otras explicaciones. La del «jugo de lapifídico» era perfecta para eso. Pero quizás lo más extraordinario de ese texto no sea todo esto, sino la discusión que entabló sobre los gigantes en el mundo antiguo, citando a Heródoto, Josefo, San Agustín, Platón, Philón, la Biblia en todos sus vericuetos, a Feijoo y hasta Philóstrato, Pausanias, Plinio y Quinto Curcio. Un ejemplo de una notable erudición ilustrada que le permitió cuestionar a San Agustín y a otros grandes de la teología.
En 1795 se intentó enviar a España otro megaterio, esta vez desde Lima, del que luego se perdió el rastro si siquiera es que llegó a Europa, ya que la búsqueda de esos huesos pocos años más tarde fue infructuosa (Pander y D’Alton 1821). Lo mismo sucedió con unos huesos que poseía el padre Fernández Sció, que le habían sido donados por una benefactora dama paraguaya (Cáceres Freyre 1968) y que no debieron ser más que unos pocos huesos que no llegaron a trascender.
En 1797 hubo otro descubrimiento, dado a conocer por Furlong (1948), de un esqueleto en las cercanías de la actual ciudad de Colonia, en el Uruguay. El gobernador de Montevideo le solicitó a las autoridades en Buenos Aires que se le facilitara un barco que trasladaba piedras desde Martín García, para poder llevar a España «un esqueleto de extraordinaria magnitud» descubierto por un tal Pascual Ibáñez: es de lamentar que no exista mayor información al respecto.
Esta breve reseña muestra que el interés por este tipo de descubrimientos es muy antiguo en la provincia de Buenos Aires, y que tenía dos vertientes: la erudita, donde estos restos eran utilizados para demostrar la presencia de gigantes, de tal forma que no sólo se reafirmaba la autoridad de la Biblia y de los escritores de la antigüedad, y la popular, que veía en ellos curiosidades, monstruos o simplemente nada de interés. Es curioso recordar una cita hecha muy tardíamente, en 1880, por Florentino Ameghino: «Hace apenas un siglo esos huesos eran atribuidos, aun por las personas más ilustradas de la época, a gigantes de forma humana que se decía habían vivido en las épocas antiguas. Esta creencia, acompañada de leyendas fantásticas y creencias supersticiosas, existe aun entre los gauchos de la pampa. Más de una vez hemos visto viejas devotas y creyentes que buscaban los grandes huesos fósiles para que les sirvieran de asiento, en la creencia de que les devolverían a las piernas el vigor y la fuerza». Fue recién el siglo XVIII el que vio como esto se iba transformando en un terreno que despertaba un interés más concreto, que se trataba de excavar y trasladar los huesos, que éstos eran presentados a las autoridades e incluso se reunía un comité de los únicos especialistas que podían encontrarse en el medio, los médicos y los cirujanos, para que identificaran lo descubierto. El envío de los cajones del padre Torres tiene un significado que va más allá de esto, en la medida en que significaba trascender los límites de la colonia para entrar en el mundo más grande de la investigación científica. No sólo era sumisión política al gobierno dela metrópoli, ni eran exclusivas ganas de las autoridades de mostrarse ilustrados ante la corona, ni servía para aumentar partidas de gastos administrativos, aunque algo de ello también debió de existir. Era reconocer la necesidad de integrar los esfuerzos en aras del conocimiento en algo que ya iba mucho más allá de las fronteras mismas, incluso en Europa: era la conformación de un nuevo campo del conocimiento en las ciencias naturales.
Lujan, el milodonte y el nacimiento de la paleontología en el siglo XIX
Ameghino escribió que «el depósito más conocido de la provincia de Buenos Aires y de donde se han extraído mayores cantidades, se halla sobre el río Luján, entre la villa de ese nombre y Mercedes. De ahí se han extraído la mayor parte de los grandes esqueletos casi completos que figuran en los principales museos de Europa y América» (1880:148). Si bien la historia puede tener sus casualidades, creemos que no lo es el hecho que dos de los primeros estudiosos dedicados al tema en el siglo XIX recolectaron restos óseos justamente en Luján: Francisco Javier Muñiz y Florentino Ameghino.
Pero antes es necesario revisar someramente el proceso posterior a Torres, aunque no fue mucho lo que se hizo al respecto. Sabemos que en 1812 se intentó establecer un primer Museo de Historia Natural, que tuvo diversos contratiempos (Lascano González 1980), hasta que Rivadavia logró establecerlo definitivamente y no casualmente en el convento de Santo Domingo. En el ínterin sabemos que, por ejemplo, el padre Bartolomé Muñoz había donado tres fósiles junto con sus libros y colecciones naturales.
Desde la Independencia hasta Caseros se produjo un proceso interesante en Buenos Aires y en la provincia, ya que una serie de científicos europeos y del país comenzaron a establecer un intercambio sistemático de información y a crear el primer campo profesional en el tema: coincidieron Carlos Ferraris, Octavio Mossoti, Amadeo Bompland, Silvio de Marchi, Pedro Carta del Molino y Francisco Javier Muñiz. En 1833. Darwin recorrió la provincia de Buenos Aires en gran parte y recogió huesos de megaterio, mylodón, glyptodón y otros animales; Alcides d’Orbigny permaneció en Buenos Aires un tiempo en 1828 y se llevó a París un cráneo de megaterio, Muñiz se escribió con Darwin y, en 1825 había sido enviado a trabajar como cirujano militar a Chascomús. Allí se inició en la paleontología dando a conocer el Daysipus Jiganteus.
En 1828, fue enviado a Luján, donde permaneció varios años dedicado casi de lleno a esta actividad, siguiendo los pasos del padre Torres. Lo increíble de este pionero es que sus once cajones de huesos, tras ser donados al Museo, fueron reobsequiados por Rosas al almirante Durotel de la armada francesa, quien de inmediato procedió a llevarlos a su país. Muñiz escribió que su única herramienta en esos años de aislamiento casi total era la obra de Cuvier, ¡la que citaba a Torres! (Palcos 1944).
Después del paso de Darwin, que luego analizamos, surgiría el cambio entre las teorías transformistas por las evolucionistas, y la paleontología tomaría por fin su distancia temporal, la ubicación del hombre en ella y su complementación con una estructura secuencial geológica que le era imprescindible.
El paso de Charles Darwin y sus hallazgos
En esos años difíciles llegó a la región Charles Darwin, muy joven aún, pero con conocimientos sobre la potencialidad de la zona para osamentas fósiles y obviamente sabía acerca del descubrimiento del padre Torres y de algunos otros. Su primera sorpresa mayúscula la tuvo al desembarcar en la playa, en la localidad de Punta Alta, cerca de la actual Bahía Blanca. Allí descubrió, en menos de 200 metros cuadrados, los huesos de nueve especies diferentes: según su propia identificación (1897:81) eran megaterio, megalonyx, scelidotherium, milodón, «otro edentado cuadrúpedo gigantesco», un «armadillo gigantesco», un caballo extinto, un paquidermo y un taxodón; algo increíble para un solo día en un solo lugar.
Esto se repetiría nuevamente en Monte Hermoso, en el río Negro y en el río Tercero donde encontraría sólo dientes de taxodón. Pasó más tarde por Luján, donde recordó ese primer descubrimiento hecho en el siglo anterior, y también en esa zona tuvo la idea de que la extinción de las especies no se debía a catástrofes, como pensaba la escuela de Cuvier, sino a alguna explicación mucho más compleja, aunque aún desconocida: se abrían las puertas para la teoría de la evolución.
Años más tarde Ameghino destacaría la relación entre Darwin y el territorio de la provincia de Buenos Aires, al escribir en su Filogenia que «sin duda que Darwin puede considerarse como uno de nuestros sabios, pues el descubrimiento de su teoría está Iigado a la historia de nuestro progreso científico, por ser aquí, entre nosotros, donde recogió los materiales de ella y tuvo su primera idea. Y, por una coincidencia bien extraordinaria por cierto, es aquí, sólo aquí, en la pampa, donde ella puede encontrar su más evidente comprobación».
Y si bien esto hoy nos puede parecer exagerado, es indudable la estrecha relación que en el desarrollo de sus ideas tuvieron sus descubrimientos en estas regiones australes del mundo. Pero para su teoría hizo falta aun mucho más que esto.
La continuación de los trabajos a inicios del siglo XIX
Pero los años permitieron la consolidación del trabajo paleontológico en el país, y expresión de ellos es la aparición de la obra de August Bravard a partir de 1853, la fundación por el esfuerzo de Manuel Ricardo Trelles en 1854 de la Asociación Amigos de las Ciencias Naturales, quien reconoció que en el Museo sólo existían «una pequeña parte de la dentadura de un mastodonte de dientes estrechos y la parte exterior de la cola de un Glyptodón», aunque más tarde se reunió un «número bastante crecido de ellos» gracias a Bravard y Debruge. El primero de los citados había recogido una colección importante de restos, pero había vendido a diferentes museos de Francia la parte más importante de sus descubrimientos. La llegada de Germán Burmeister significaría un cambio profundo y podemos asegurar que a partir de 1857, y alrededor de él y luego de Ameghino, la paleontología argentina sería una nueva ciencia establecida. Así como Alvarez del Fierro pudo llevar sus huesos a la capital y ser atendido, y el padre Torres había logrado llevarlos hasta España, se estaba dando un nuevo paso que mostraba cómo las cosas iban cambiando: existía ya un primer campo profesional en el mundo, pero aún no en el país. Lo que le sucedió a Darwin, Parish, De Angelis y Muñiz, ya no le pasaría a la siguiente generación, que supo construir su propio campo, iniciando así discusiones, reuniones, sitios de trabajo y museos para ello. Parte del cambio operado era que, si en la colonia era necesario llevar los esqueletos a España, y en los inicios del siglo XIX aún se lo seguía haciendo, para la segunda mitad de ese siglo eso estaba ya moralmente y socialmente proscripto. Sí es cierto que Bravard lo hizo, e incluso también para Ameghino fue una alternativa para continuar trabajando. Pero ya lo hicieron en un contexto de duras críticas: lo que antes era correcto, ahora era incorrecto, aunque se hiciera. Obviamente este cambio en nuestro país no fue fácil, ni se operó mecánicamente. ya que la polémica entre transformistas y evolucionistas no sería resuelta hasta los primeros años de nuestro siglo: tampoco la polémica entre darwinistas y spenceristas, la que llegaría desde la ciencia hasta la política misma. Pero todo eso es otra historia imposible de entrar en ella aquí.
Woodbine Parish y Pedro de Angelis: sus envíos a Londres
Si bien ya dentro del siglo XIX temprano, el caso del embajador inglés Parish dedicado a las ciencias naturales y a la recuperación de animales prehistóricos para ser enviados a Londres, merece ser relatada. Su permanencia en el Río de la Plata entre 1824 y 1832 le permitió publicar el libro Buenos Ayres and the provinces of the Rio de la Plata en 1839, y luego ampliarlo en la reedición de 1852: sus observaciones científicas le prodigaron elogios hasta del mismo Barón von Humboldt quien, en una larga carta de 1839, elogió sus descripciones del megaterio y del gliptodonte y el envío a Londres de su colección, al igual que una buena muestra de fósiles de conchas marinas y un enorme meteorito. Por supuesto, las condiciones no fueron las mismas que en los casos del siglo XVIII que hemos escrito, ni las posibilidadescon que contó Parish fueron las del padre Torres. Poco después de llegar a su país. Parish fue designado vicepresidente de la Geographical and Geological Society of London.
Su libro posee un capítulo completo sobre el tema, acompañado de ilustraciones tomadas del libro de Richard Owen ya citado. Comienza describiendo la conformación geológica de las pampas, y destaca la gran presencia de huesos en diversos sitios y recuerda el envío hecho en 1789 a España. Los restos del megaterio enviado por él al Museum of the Royal College of Surgeons, donde justamente trabajaba Owen, provenía del río Salado y fue descubierto después de una sequía por un paisano al ver que algo extraño sobresalía del agua. Al ser extraído entre varios, resultó una pelvis gigantesca y algunos otros huesos que, al parecer, fueron usados como asientos por los gauchos por lo que rápidamente desaparecieron las vértebras más chicas. Más tarde fueron enviados al dueño de la estancia, quien los guardó como curiosidades y allí fue donde Parish los vio, y no sólo logró que se los obsequiaran sino también que le permitieron enviar gente a buscar más restos de ese u otro animal. Incluso consiguió de Rosas una recomendación para las autoridades de la zona para que lo ayudaran. En dos semanas encontraron otros dos esqueletos, uno de ellos en la laguna Las Averías y el otro en la estancia Villanueva, los trabajos estuvieron a cargo de un tal Mister Oakley. Tanto éste como otro grupo de huesos descubierto más tarde, resultaron ser gliptodontes, identificados por Owen tras su envío.
Todos esos huesos fueron embalados y enviados a Londres rápidamente, de tal forma que en 1835 ya habían sido montados y descriptos por Clift en las Transactions of the Geological Society. Es interesante ver que en las primeras descripciones hubo confusiones al atribuir la carcaza de un animal a otro, por el hecho de haber sido descubiertos juntos. Esto pudo ser aclarado cuando otro de los intelectuales de la época, Pedro de Angelis —cuya compilación documental de obras sobre nuestro país titulada Colección de obras y documentos relativos a la historia antigua y moderna de las Provincias del Río de la Plata de 1836 lo hizo famoso— envió a Londres restos de un animal que fue identificado correctamente como milodonte, permitiendo aclarar confusiones anteriores. Por cierto desconocemos mayor información sobre este envío, pero debemos recordar que De Angelis era miembro de varias instituciones internacionales, entre ellas la Royal Geographic Society de Londres (Scenna 1969). Con los restos unidos de ambos envíos se preparó un calco en yeso que, por mucho tiempo, asombró a los visitantes del British Museum. Los envíos de De Angelis fueron adquiridos por el museo del Colegio de Cirujanos: también fueron expuestos en la Sociedad Geológica. El citado Owen preparó un texto que fue incluido como un apéndice en la obra de Parish. Es interesante recordar que Owen, que en su juventud apoyó a Darwin y colaboró con él en el estudio de sus descubrimientos, poco más tarde se transformó en su más grande crítico y detractor, precisamente por una diferente interpretación de los procesos de transformación natural.
Para completar esta historia queremos destacar una pequeña nota al pie en el libro, escrita por el traductor de la segunda edición, Justo Maeso, quien escribió que en la época de Rosas se habían preparado algunas excavaciones para hacerse en los ríos Luján, Salado y Arrecifes, pero que no tuvieron apoyo. Y que «en el Museo de Buenos Aires que más que ningún otro del mundo debía ostentar preciosidades de esta especie, encuéntrase únicos, y como por acaso, dos huesos de la pierna de un mastodonte». El problema del saqueo del patrimonio histórico y cultural de un país marginado de la ciencia internacional era puesto sobre el tapete quizás por primera vez en el tema, exponiendo la paradoja de preservar nuestro legado histórico y natural, pero participar a su vez de la construcción de la cultura universal, en forma abierta ante el público. Habría que esperar mucho tiempo, para que, cerrando una etapa diferente, Ameghino escribiera en el Centenario que «ya no somos simples exportadores de productos naturales» (Ameghino 1910:4).
El final del período
El final del siglo XVIII y los primeros decenios del siglo XIX vieron surgir la paleontología muy lentamente, a medida que un conjunto de fenómenos culturales se iban conformando y relacionando. Para que esta ciencia exista era necesario un método experimental, una teoría geológica firme que incluyese los restos zoo-botánicos en ella, un concepto de tiempo y espacio, la aceptación de que la razón se sobrepone a la verdad divina revelada —el Diluvio, por ejemplo—, la ubicación del hombre en forma definitiva dentro de la cadena de evolución como un mamífero superior: es decir, establecer paradigmas sobre los cuales construir un campo del conocimiento. Nada mejor para cerrar estas notas que un escrito de Burmeister de 1864, quien debemos recordar que nunca llegó a aceptar ni a Darwin ni del todo a Lyell, bajo el título de Sumario sobre la fundación y los progresos del Museo Público en el cual, al describir la Sección de Zoología, indicó la presencia de animales «de la época actual y los antediluvianos, de los que hoy no se encuentran sino los huesos. Esta es la parte más rica del Museo de Buenos Aires, siendo el terreno de esta provincia el más abundante depósito de estos objetos que hasta ahora se conozca en la tierra entera (…). Los esqueletos más curiosos y completos de animales antediluvianos que se ostentan en los museos de Londres, París, Madrid, Turín, etc. todos han salido de la provincia de Buenos Aires». Con los años, muchos paleontólogos comenzarían su obra en las cercanías de Luján, como Francisco Javier Muñiz, intercambiando correspondencia con el mismo Darwin, más tarde Florentino Ameghino, y en la actualidad buena parte de los paleontólogos contemporáneos. El aporte substancial de la provincia de Buenos Aires a la paleontología universal es, así, mucho más vasto de lo que pudiéramos haber imaginado, más aún si asumimos todo lo que todavía queda por investigar. Es indudable que sin los descubrimientos del padre Torres, o los envíos de Parish, o de Darwin, la paleontología hubiera existido igualmente. Pero sin éstos, y sin los recobrados en Brasil por Lund y por Claussen, por Vilardebó en Uruguay, por Gay en Chile, por Castelnau en Perú y Weddell en Tarija, es decir, sin Sudamérica como conjunto, el establecimiento de ese campo científico por cierto hubiera sido mucho más lento, o quizás diferente.
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