Artículo de Daniel Schávelzon y Beatriz Patti publicado en el BOA, Boletín de Arte del Instituto de Historia del Arte Argentino y Americano, número 10, correspondiente al año 15, del mes de septiembre de 1993, pps. 12 – 23, Facultad de Bellas Artes, Universidad Nacional de La Plata, provincia de Buenos Aires, Argentina.
Durante la década de 1880, surgió en América Latina una corriente plástica, literaria y arquitectónica que la bibliografía internacional ha denominado como neoprehispánica. Si bien tiene antecedentes previos que se remontan a la mitad de dicho siglo, el uso de elementos compositivos, temas y ornamentos tomados del arte precolombino americano, tuvo su auge cuando México y Ecuador construyeron en la Feria Internacional de París sus pabellones, en 1889, al pie de la Torre Eiffel. Más tarde muchos otros países fueron asumiendo algunas de las varias corrientes internas que tomó el movimiento, en especial Perú, Bolivia, Ecuador, Colombia, Cuba y tardíamente Estados Unidos y Argentina. Este movimiento se enraizó con las búsquedas de lo nacional, cualquiera que sea la interpretación que a esto se le haya dado, y de allí que en toda América Latina surgió en forma paralela al movimento Neocolonial. Su base fue, por lo menos en sus orígenes, una reivindicación de los altos valores que el arte y la arquitectura prehispánicos tuvieron, y en la pintura y escultura la monumentalidad y el alto grado de heroísmo que los modelos indígenas presentaban para el academicismo decimonónico. El movimiento, por lo menos hasta 1930, no tuvo ribetes ideológicos más profundos que esto, y justamente cuando los tomó, como en el caso del Muralismo Mexicano, se fue alejando lentamente de los motivos que le dieron origen; pero eso excede el marco de este trabajo.
La Argentina, si bien periférica tanto en lo Neocolonial como en lo Neoprehispánico, también estuvo presente entre 1915 y 1930, de la mano de quien fuera teórico, diseñador, arquitecto y escultor importante: Héctor Greslebín, de quien la bibliografía se ha ocupado muy poco (1), pero cuya obra es monumental: sentó las bases de la interdisciplina entre arqueología, historia de la arquitectura, artes plásticas y artes decorativas; solamente sus trabajos científicos publicados en arqueología y antropología suman 233. Su obra tuvo un notable impacto entre sus contemporáneos, a tal grado que tres paleontólogos argentinos designaron con su nombre respectivas especies extinguidas.
Greslebin nació en 1893 y se recibió de arquitecto en 1917; su formación temprana fue de alta calidad cultural por la influencia de su padre, también interesado en la arqueología, con marcado acento católico, tradicional, habiendo hecho incluso un colegio secundario militar-religioso. Ya antes de recibirse participó en la fundación de la Revista de Arquitectura, durante muchos años la única en su género en el país, y llegó a ser su segundo director como miembro del Centro de Estudiantes, en 1916. Desde allí se inició una campaña nacional para la discusión sobre las posibilidades de establecer un estilo nacional en la arquitectura y el arte, búsquedas que se centraron en lo colonial (en todas sus variantes) y, por obra de Greslebin, en lo prehispánico americano.
Durante los años posteriores a su graduación se fueron definiendo las áreas de interés que serían continuadas por muchos años: el foco de su dedicación fue la arqueología propiamente dicha, aunque siempre unida al arte, la arquitectura y la decoración prehispánica, tanto argentina como americana. Dentro de este gran tema, sus predilectos, a los cuales dedicó multitud de investigaciones, fueron la decoración draconiana en el noroeste, las insignias líticas grabadas de la Patagonia, la arquitectura del noroeste, el arte en cerámica (aspectos como la simetría, la decoración, motivos, técnicas, colores) y la historia de la arquitectura porteña.
Esta búsqueda, inserta en un proceso latinoamericano más amplio, fue muy temprana en él; ya antes de graduarse había publicado una corta nota titulada Cómo una nueva arquitectura puede convertirse en estilo, de neta influencia en Viollet-le-Duc, lo que en 1924 quedó definido en otra nota titulada Aplicación de los temas decorativos de origen americano en la arquitectura. En 1920 se presentó junto a Angel Pascual en el Salón Nacional de Bellas Artes, con un Mausoleo Americano, el cual resultó ganador y fue publicado. Años más tarde, en 1928, junto al escultor Luis Perlotti haría otros proyectos de monumentos los que nunca llegaron a construirse. Mientras tanto, había logrado que varios estudiosos enviaran notas a la Revista de Arquitectura sobre estos temas, como Carlos Ancell o Salvador Debendetti, difundiendo el arte indígena argentino y peruano. Incluso hubo otros proyectos de edificios neoprehispánicos. Ángel Pascual en 1921 publicó una Mansión Neoazteca, en la cual no dudaba en usar conjuntamente el estilo Luis XVI con algunos motivos ornamentales mexicanos.
Ejemplo que pone de manifiesto el grado de confusión que entonces reinaba entre los que se aventuraban en esta búsqueda estilística.
En estos años hubo otros que intentaron acercarse al movimiento neoprehispánico; podemos recordar a Vicente Nadal Mora, quien realizó contribuciones al conocimiento de nuestra arquitectura y arte colonial y que escribió un par de libros sobre la ornamentación indígena y su probable aplicabilidad al arte moderno. También Angel Guido, en su texto clásico Redescubrimiento de América en el arte y Martín Noel con sus habitaciones decoradas con motivos peruanos, sirven también de ejemplos a este tema aún no historiado de nuestro arte. Por supuesto la base teórica la daba Ricardo Rojas con su Eurindia.
Lo importante de estas intenciones es que venían de la mano de una lectura peculiar del pasado, en un primer momento unidas al uso de la ornamentación colonial, luego enfrentándose a ella. Pero en ambos casos la intención era la de buscar en nuestro propio pasado, nacional o latinoamericano, las bases que podrían llevar a un estilo nacional, o por lo menos americano. La historia de esto es demasiado larga para desarrollarla aquí; únicamente queremos dejar ubicado a Greslebin y sus contemporáneos dentro de este proceso tardío de crítica al academicismo imperante y la necesidad de penetrar en la historia propia y no en la ajena. Era, para este segundo decenio del siglo, la mayor modernidad que se podía pedir: Una actitud crítica, militante, con sustento teórico, proyectos concretos, algunas pocas obras realizadas, e investigación científica para ampliar y profundizar el tema.
Entre 1924 y 1929 Greslebin construyó tres casas, viviendas unifamiliares (Arredondo 2670, Fernández 2936 y Palpa 2312), todas en la ciudad de Buenos Aires, con fachadas neoprehispánicas e interiores modernos, de inspiración tiahuancota aunque con algunos detalles ornamentales tomados de la arqueología del noroeste argentino, Bolivia y Perú. Si se quiere buscar un ejemplo similar, la casa que Arthur Posnansky se construyó en La Paz en 1926 es quizás el más cercano. Poco más tarde, en Lima, se construyó el Museo Nacional de Arqueología, por impulso de Julio Tello, con motivos muy similares.
Greslebin fue también un pionero en la investigación científica del arte indígena nacional, ya que intentó interpretar la decoración en cerámica y en piedra desde 1923, no desde una perspectiva arqueológica, sino estética. Se inició con un trabajo clásico escrito junto a Eric Boman, en esos años uno de los más prestigiosos arqueólogos nacionales, y a quien llegó a reemplazar en su puesto en el Museo de Ciencias Naturales de Buenos Aires al año siguiente. El estudio es minucioso, cubriendo incluso aspectos etnohistóricos y desarrollando tipologías iconográficas únicas para su época en el arte precolombino. Con justicia podemos hablar del inicio de la investigación iconológica para gran parte de América Latina. Cada figura fue rastreada por separado, encontrando ubicación en cuadros de evolución formal, de abstracción y de significación. Al final, un ensayo corto mostraba dos tapices, uno en estilo draconiano y otro santamariano, hechos a partir de la idea de que no había que copiar motivos, sino recrearlos compositivamente a partir de un conocimiento serio de los motivos originales (2). Este aspecto del estilo draconiano fue continuado hasta pocos años antes de su muerte en multiplicidad de escritos.
En el área de la arquitectura precolombina, realizó contribuciones que podemos considerar clásicas; ante el poco conocimiento de la propia especificidad de la arquitectura, siempre subsumida en la arqueología general, Greslebin publicó sus estudios sobre Tambería del Inca, cuyos dibujos y técnicas de relevamiento no han sido aún superadas. Otros artículos sobre el tema fueron saliendo a lo largo de los años, incluso sobre aspectos puramente arqueológicos del litoral, del noreste, Buenos Aires y otras provincias. Varios de sus trabajos sobre el arte prehispánico peruano se editaron en el país y en el exterior en esos mismos años.
Historiar la arquitectura colonial fue otro de sus intereses y desde temprano escribió artículos: desde su preocupación por la puertas de esquina, tan típicamente porteñas y que él vio como eran sistemáticamente destruidas -no queda una sola en todo Buenos Aires-, hasta su tema más fuerte: los túneles coloniales. En esta área fue el único investigador serio (3), sistemático, que no sólo recorrió e hizo relevar minuciosamente cada tramo de túnel, sino que sus escritos son aún hoy en día los únicos que pueden tomarse con absoluta tranquilidad en cuanto a la veracidad de cada dato. Logró clarificar el problema, darle temporalidad, un marco histórico claro, y abrir las puertas para que hoy podamos tener una visión más exacta de estas construcciones. Para ello debió luchar con otros que sostuvieron hipótesis contrarias, y contra los fantasiosos que no lograban separar la investigación histórica de la imaginación vernácula. Su trabajo sobre la arquitectura colonial fue sumándose a lo largo de los años, hasta dejar inédito un gran volumen que nunca ha logrado darse a la imprenta. Junto con Nadal Mora, Kronfuss, Guido, Furlong, Torre Revello y Buschiazzo formaron la vanguardia del movimiento por la preservación y restauración de los edificios históricos. En 1925 publicó su primer trabajo sobre este tema. Asimismo, tuvo a su cargo desde 1919 la primera cátedra de Historia de Arquitectura Americana en la Facultad de Arquitectura de la Universidad de Buenos Aires, en cuyo programa tenía un lugar preponderante el estudio del estilo neocolonial.
De esta forma la figura de Greslebin se destacaba en la década de 1920 con un intento concreto de exploración de la historia -a través del arte, de la arqueología o de la arquitectura-, con el objeto de construir un supuesto arte «nacional», tema que preocupaba seriamente a su generación. Quizás en este caso, aunque no unico tampoco, está latente el interés por sentar las bases para una teoría estética completa. Integró así un movimiento que fue mas allá de lo arquitectónico, abarcando un amplio campo de ideas, influyendo en la literatura y en las artes plásticas. El soporte básico en el país lo constituyó el pensamiento del ya citado Ricardo Rojas, plasmado en 1909 en La Restauración Naciónalista. (4) Con esta obra no sólo se sacudió el ámbito literario, sino que al expandirse sus ideas fue tomando consistencia un movimiento que, análogo en forma y contenido -no en sus causas- a otros originados en otros países latinoamericanos, intentaba repensar el país desde adentro, desde sí mismos; y esto significaba darle dimensión americana hasta el punto de poner una marcada atención en el estudio de las culturas precolombinas.
Si bien, como ya lo hemos señalado, en Argentina podemos distinguir a Ricardo Rojas como el teórico de esta búsqueda de lo americano y su rescate -más allá de las formas en que esto se intentaba hacer-, hay que recordar que en su libro Eurindia, cuya primera versión data de 1922, citó a Greslebin en varias oportunidades. Incluso él mismo llegó a calificar a su estilo como euríndico, como una pretendida síntesis de lo europeo y lo americano. A su vez Rojas escribió al respecto -en su obra citada- que «algunos jóvenes desearían copiar lo incaico, lo azteca, lo calchaquí, por lo menos para sus decoraciones; pero ya no debemos copiar sino crear, sin desdeñar la arqueología pero sin olvidar la naturaleza. No pocos discuten sobre materiales de construcción y sobre funciones de la ciudad moderna como óbices para una simple restuaración. Cualquiera que sea la vaguedad actual de las ideas, el problema está planteado y la inquietud va haciéndose tan general y profunda que la solución ha de hallarse bajo las normas de Eurindia, en una colaboración de todas las artes sintetizadas por la conciencia total de la vida americana.» (5) Este párrafo no sólo evidencia la confluencia contemporanea de ambos en una misma vertiente teórica, sino que, lo más importante, tales conceptos otorgaron a Greslebin en su momento la base donde apoyarse para traducir lo conceptual en praxis.
La búsqueda de un arte nacional en la plástica sólo lo cultivó en la primera década que siguió a su graduación. Esta es la actividad que más estrechamente lo vinculó con sus colegas contempóraneos: tanto uno como otros estaban abocados a buscar en el propio pasado, nacional y americano, para hallar las raíces que pudieran conducirlos a la creación de un estilo que los identificara y que, al mismo tiempo, reflejase las características de la nacionalidad. Sólo que a diferencia de ellos, sus intentos buscaban respaldarse en la tarea científica emprendida en las otras áreas. Además, si bien es cierto que su pensamiento encontraba gran afinidad con la corriente que propulsaba el renacimiento colonial, en sus emprendimientos como artista y como hacedor de la obra de arquitectura se inclinaba por desarrollar sus proyectos partiendo del pasado precolombino. De modo que su búsqueda personal apuntaba a crear un estilo neoprehispánico. En relación con esto, al revisar los archivos guardados por su familia, se puede observar como coleccionó meticulosamente toda referencia acerca del movimiento neoprehispánico en el continente. Pudimos ver los dibujos y fotografías de Tiahuanaco tomadas por Arthur Posnansky, sus trabajos allí y hasta el proyecto de su casa en La Paz de 1926; notas sobre un libro que debió ser para él importante, el del argentino Abelardo Gallo sobre Las ruinas de Tiahuanaco publicado por la Universidad de Buenos Aires en 1925; ilustraciones sobre el pabellón de México en París de 1889; edificios de la década de 1920 en Lima, en Mérida, en Los Angeles; las obras de George Totten en el sur de Estados Unidos; y datos relativos al edificio del Museo de Arqueología de Lima. No casualmente todo esto conforma parte de los ejemplos paradigmáticos del movimiento.
Su trabajo asociado a Angel Pascual, consistía en un proyecto de monumento funerario. El nombre con que se lo presentó fue Mausoleo Americano aunque en realidad la propuesta iba mucho más allá: se trataba del diseño arquitectónico, escultórico y pictórico de un conjunto urbano mortuorio, en el cual el enterratorio constituía el foco más importante. Con respecto a su filiación precolombina se explicó que existiendo «varios estilos en América -azteca, incaico, del Yucatán, y de Tiahuanaco-, ¿cuál elegir? (…); por ser éste un primer ensayo, se decidió ser ecléctico y mezclarlos a todos.» (6) Además, se puntualizaba que «el mausoleo no debía ser tampoco ni una chulpa ni una huaca, sino un enterratorio modemo.» (7) En el texto descriptivo abundan las afirmaciones de este tipo; por una parte, indudablemente muestran una gran candidez y dejan entrever que las minuciosas investigaciones previas que debieron realizar para identificar y diferenciar las características ornamentales y compositivas de cada región, no tuvieron el suficiente peso para evitar la superficialidad del resultado, que quedó reducido a una composición a la europea utilizando elementos prehispánicos. Y por otra, si bien esa intención de no optar sólo por un estilo pone de manifiesto su adhesión a considerar lo americano como una unidad, anulando las fronteras y las diferencias temporales, también lo incluye dentro del marco del eclecticismo académico imperante en el campo artístico y arquitectónico.
De modo semejante propuso, en 1925 y 1928, otros monumentos, esta vez junto al escultor Luis Perlotti, quién también había sido discípulo de Juan Ambrosetti. Este hecho le había permitido orientar sus inquietudes hacia las culturas autóctonas, y como Greslebin, había tenido la oportunidad de estudiar y reproducir en el ámbito del Museo Etnográfico tejidos, cacharros y utensillos de la tierra nativa y contactarse con las obras específicas de su biblioteca. El primero de ellos fue un proyecto para el concurso convocado por el gobierno nacional destinado a seleccionar un monumento a la Quebrada de Humauca. El boceto propuesto, que recibió el segundo premio del jurado, fue concebido siguiendo principalmente lineamientos de origen tiahuanacota empleando en el recorrido de sus cuatro frentes ritmos, planos simples, símbolos, y en especial temas, que hicieron de él una obra considerada por sus autores de claro perfil americanista.
Y cuando en 1928 se convocó a un certamen para obtener un monumento que homenajeara a los Constituyentes de 1853, se reunieron para encarar una nueva obra conjunta, sólo que esta vez la comisión designada al efecto no llegó a expedirse y se diluyó la posibilidad de que les fuera adjudicado otro reconocimiento. Luego de estas experiencias no volvieron a trabajar en colaboración, pero sí paralelamente continuaron profesando las mismas ideas en relación al lenguaje expresivo y al mensaje que debía transmitir el propio arte.
El plano de las realizaciones quedó reservado para las viviendas unifamiliarres que proyectó. Si bien las tres propuestas se desarrollan en planta baja y primer piso, difieren en sus características espaciales. La proyectada para su hermano es la que manifiesta abiertamente una distribución funcional enrolada en la tradición criolla, evidenciando un tipo muy cercano a lo que hoy identificamos como casa chorizo. Las habitaciones se suceden en hilera, enlazadas por medio de una galería y un patio lateral abierto, reforzando el desarrollo a través de un eje principal. La vivienda diseñada para sí mismo, aunque proyectada en el mismo año, muestra una disposición muy distinta. Aquella se expande a lo largo de todo el terreno, ésta responde a una organización muy compacta entre medianeras, en torno a un hall distribuidor, dejando libre hacia los fondos más de la mitad del predio. Por su parte, la propuesta desarrollada para construirse en Palermo Chico reúne las condiciones propias de un petit hotel. El programa incluye garage y un sótano que abarca toda la superficie de la casa. La preponderancia del hall es aquí evidente, el carácter circular que posee le confiere un protagonismo académico, casi superior al de las propias habitaciones.
De acuerdo a otra de las premisas en la que acordaba la generalidad del movimiento, en el diseño de todas ellas tuvo en cuenta la «adaptación a los programas modernos», esto implica que tanto la distribución funcional como las proporciones de los vanos y la escala y el ritmo de las fachadas se ajustaron a los usos que imperaban en ese momento. En los interiores se guardó la utilización de lo prehispánico para unos pocos detalles decorativos. Mientras que el exterior es el que mejor responde a la intención de crear un estilo neoprehispánico: el empleo de ornamentación de inspiración tiahuanacota y detalles ornamentales basados en estudios arqueológicos del noroeste argentino y del Perú, son sus notas distintivas.
La pregunta que nos surge ahora es ¿por qué optó por tomar a Tiahuanaco como su referente estilístico y no otras alternativas? La respuesta es quizás sencilla: en la arquitectura prehispánica de Sudamérica ese era el ejemplo de mayor fuerza plástica, el más difundido y conocido (aunque no bien estudiado) a través de los múltiples libros de Arthur Posnansky; y la otra arquitectura conocida entonces, la incaica, no poseía las cualidades ornamentales de Tiahuanaco. Por otra parte el uso de volúmenes plenos, paralelepípedos, aristas netas, claro-oscuro acentuados, la greca escaleriforme, eran formas y motivos que se adaptaban más facilmente a una arquitectura que, por detrás de la ornamentación, se construía con el rigor que la modernidad imponía a la década de 1920; es mas, sus viviendas, desechando la decoración muraria, son de estricta modernidad proyectual. Hizo muchos otros proyectos que quedaron en el papel, en especial el del edificio para GAEA, la institución geográfica dedicada también en la época a estudiar la historia y arqueología del país. En sus archivos quedan docenas de proyectos de viviendas y detalles ornamentales para escaleras, chimeneas, azulejos, tapices, diplomas y hasta la decoración de una espada.
En lo relativo a la arquitectura interesa destacar una investigación realizada sobre una estancia vecina a la suya en San Luis llamada La Borda, construida en la segunda mitad del siglo XIX, que había jugado un papel importante en la época de los malones. Y ahora se encontraba minada por un avanzado estado de abandono y deterioro del mismo modo que otros ejemplos de la provincia de Buenos Aires cuyas habitaciones fortificadas, con sótanos, dobles techos, torres, divisaderos y otros tantos rasgos de los edificios situados en las líneas de fortines, signaban «un momento histórico de nuestra evolución.» (8) La resolución de llevar a cabo esta tarea puede ser calificada como una acción de rescate mas, representativa de las inquietudes de ese momento. Sin embargo no sólo dio noticias de un edificio olvidado, sino que además se dedicó a hacer un minucioso relevamiento. Esto es doblemente destacable, porque por una parte evitó con la publicación de sus detalles constructivos que se perdiera definitivamente; y por otra parte, introdujo un modo sistemático de analizar la obra arquitectónica del pasado calificada usualmente como construcción espontánea, rompiendo con lo que se había hecho habitual en ese período de resurgimiento: la sola difusión de croquis a mano alzada ó fotografías sin abundar en pormenores técnicos.
Antes de iniciarse la década siguiente dió por concluida su etapa como realizador arquitectónico y casi al unísono se alejó definitivamente de la cátedra universitaria. Asimismo pocos años después, en 1934, publicaría un último artículo relacionado con el campo de la arquitectura.(9) De allí en adelante su actividad se enmarcó casi exclusivamente en el ámbito de la arqueología, aunque no dejó de hacer cortas contribuciones en etnografía e historia. El corte abrupto en su producción coincide con los sucesos histórico-políticos de septiembre de 1930; su situación no es un hecho aislado sinó que se inserta en la disolución del movimiento de la Restauración Nacionalista en el país.
NOTAS
1. Un panorama general de su vida y obra puede verse en Daniel Schavelzon y Beatriz Patti, «La búsqueda de un arte y una arquitectura americana: Héctor Greslebin 1893-1971», en Cuadernos de Historia del Arte N° 14, pps. 37-63, Mendoza, Instituto de Historia del Arte, Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad Nacional de Cuyo, 1992.
2. Eric Boman y Héctor Greslebin, Alfarería draconiana, Buenos Aires, 1923, edición del autor. Volvería al tema mas tarde, en 1966, con su Sobre el simbolismo del estilo draconiano, junta de Estudios Históricos de Catamarca, 1966.
3. El aporte del autor en ese tema ha sido analizado en Daniel Schávelzon, Arqueología histórica de Buenos Aires II: túneles y construcciones subterráneas, Corregidor, Buenos Aires, 1992.
4. Esta obra se originó en una misión que le encomendó el gobierno nacional, para estudiar el régimen de educación histórica usado en Europa. Tomó la forma de un estudio crítico a la educación argentina. Con ello se inició una polémica que trascendió el tema y la época.
5. Ricardo Rojas, Eurindía, Buenos Aires, CEAL, 1980, vol. 2, pag. 33. El estudio de Rojas fue continuado por otros contempóraneos que lo llevaron hacia lo específico: Angel Guido y su Arquitectura hispanoincaica a través de Wofflin publicada en 1927, basado en un texto de 1925 llamado Fusión hispanoindígena en la arquitectura colonial. Rojas escribiría mas adelante su Silabario de la decoración americana en 1930 y Vicente Nadal Mora su Manual de arte ornamental autóctono de 1935, entre los mas conocidos.
6. Héctor Greslebin, en El arquitecto, N° 12, vol. I, Buenos Aires, noviembre de 1920, pag. 263.
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