Artículo publicado en la revista Summa, números 215 / 216, «Arquitectura e Historia», pps. 60 – 65, correspondiente al mes de agosto de 1985, ISSN 0325-4615, Buenos Aires, Argentina.
Tratar de resumir en un artículo corto un tema tan complejo es algo tan difícil como plantear que, a pesar de lo que muchos creen, la arquitectura prehispánica argentina sí existe. Y posiblemente resulte más fácil escribir el artículo que convencer a no pocos historiadores de la arquitectura que esta no nace con la Conquista, sino muchísimos siglos antes. Que esto no se sepa es otra historia, y como todas las historias, tiene su explicación. Pero antes de intentarla, no me queda más remedio que plantear también que hay algo todavía más difícil de aceptar que todo lo anterior: y es que ya hay una extensa bibliografía sobre el tema, incluso desde la perspectiva misma del urbanismo y de la arquitectura. Debo decir que estos libros no fueron escritos por los arquitectos. Y ahora sí podemos entrar tranquilamente en el tema.
El actual territorio de nuestro país estuvo habitado por una vasta población desde épocas sumamente antiguas, que posiblemente vayan más allá del 10000 antes de nuestra era. No es tema de este artículo rehacer la historia prehispánica; sin embargo, cabe mencionar que han habido regiones enteras que, desde temprano, definieron un patrón de asentamiento el cual, en general, estaba acorde con características ecológicas y modos de organización social específicos. Estos se mantuvieron o modificaron con el transcurso del tiempo, según las regiones y culturas que se sucedieron cronológicamente, hasta crear un complejo mosaico difícil de rearmar hoy en día. Esto hace que la heterogeneidad de la bibliografía sea también producto de la variedad cultural antigua y de la extrema dificultad que existe para lograr, por parte de un solo autor, un resumen o una visión globalizadora de la arquitectura prehispánica. Posiblemente, debamos aún esperar algunos años para tener publicada una tan necesaria historia de la arquitectura prehispánica argentina.
Pero yendo a la historiografía que nos interesa, debemos recordar que los sitios habitacionales del Noroeste -la región más densamente poblada en la antigüedad-, recibieron viajeros y cronistas desde el siglo XVI: conquistadores, colonizadores y burócratas que describieron con mayor o menor detenimiento lo que veían. Incluso a principios del siglo pasado hubo viajeros europeos que cruzaron el país por el Camino Real, que a través de Salta, Jujuy, Córdoba y otras provincias llegaba a Buenos Aires desde Lima y Potosí, y que vieron con ojos atentos lo que los rodeaba. Pero la arqueología nació mucho después y, por ende, los estudios de arquitectura prehispánica.
El período de descubrimientos y descripciones (1850/1890)
Esta etapa historiográfica está signada por los pioneros de la investigación arqueológica en sus primeros años, y luego por los arqueólogos del positivismo científico. Se caracterizó por los viajeros, exploradores -todos amateurs- que emprendían largos recorridos por el interior del país con el objeto de visitar los restos de culturas que sabían grandiosas, pero que no podían fechar ni estudiar metódicamente. Así, J. von Tschudi, el explorador e interesado en la cultura peruana, recorre el norte del país y da a conocer el Fuerte de Andalgalá (1858); I. Liberani y R. Hernández descubren y describen la Loma Rica de Shiquimil en 1877; otros, como G. Lange y el empedernido arqueólogo Samuel Lafonte Quevedo, excavan en Watungasta (1890); y por su parte el Museo de La Plata envía a un artista reconocido como A. Methfessel a dibujar las ruinas de Quilmes entre 1889 y 1891. Muchos otros estudiaron y excavaron sitios arqueológicos en el Noroeste, entre ellos historiadores y coleccionistas de gran prestigio en el país y en el extranjero, quienes llegaron atraidos por las ruinas poco conocidas -a diferencia de las de Perú o México-, y el alto valor estético de la cerámica prehispánica. La lista de esta bibliografía sería interminable, pero todos los autores compartieron algunas circunstancias, como por ejemplo la falta de una cronología que pudiera establecer la antigüedad de sus descubrimientos, los que siempre se trataban de ubicar en las crónicas relativas al incario peruano; la falta de un método científico establecido y la imposibilidad de construir un cuadro completo de la región, que sobrepasara el de una visión puntual, reducía las interpretaciones a uno o unos pocos sitios cada vez. En cambio dieron a conocer al mundo nuestro pasado, participaron en congresos internacionales, en reuniones y conferencias, donde trataban de contrarrestar los discursos oficiales del Roquismo en el poder, para el cual «el indio bueno era el indio muerto». Por supuesto, no todos los arqueólogos entendieron que mientras viajaban en busca de restos por el norte, en el sur exterminaban a miles de indígenas que aún mantenían sus propias pautas de vida. De allí proviene nuestra triste y falsa tradición de creer que en la Argentina no hubo indígenas o que, por lo menos, si los hubo, no dejaron grandes restos culturales. Como siempre, la historia oficial cubrió a la historia verdadera, desfigurándola al servicio de los intereses de turno. Así, como por arte de magia, los indios de nuestro país dejaron de existir; unos porque se los desconoció, y los otros porque se los exterminó. Ya David Viñas dijo que los indígenas fueron los desaparecidos del siglo XIX.
La transición positivista (1890/1910)
Existe en la historiografía de la arquitectura indígena un interregno de unos veinte años aproximadamente, que marca un cambio importante en la forma de ver y entender el pasado. Por una parte, la adopción e institucionalización de un método científico -obviamente el positivismo imperante- y, por otra, la definitiva separación entre el indio arqueológico -el indio muerto- y el indio vivo, es decir lo que debió haber estudiado la etnología y que en realidad des-estudió el mal llamado folklore. El período está signado por la fundación de un nuevo organismo dedicado a la arqueología, el Museo Etnográfico, que comenzó a funcionar en Buenos Aires, al que vendría a cubrir en esta ciudad el mismo campo que el Museo de La Plata, que existía desde hacía años. Asimismo, tres personas de enorme prestigio van a encargarse de darle a la arqueología prehispánica y, eh especial, a la arquitectura, el lugar que esta llegó a tener en el mundo entero. La Argentina estaba en ese entonces, dentro del tema, al nivel de cualquiera de los grandes países del mundo.
El primero de estos personajes fue Juan Bautista Ambrosetti, quien entre 1895 y 1915 publicó toda una serie de libros y artículos sobre muy diversas cuestiones arqueológicas. Había comenzado dedicándose al estudio de la región mesopotámica del país, y luego continuó con el Noroeste, excavando en Quilmes, en la Puna de Atacama y en la Quebrada de Humahuaca, sitios como Tilcara, Pampa Grande y, más lejos, la ciudad de La Paya. Su obra queda como la expresión clara de una forma de entender el pasado, acumulando datos concretos, técnicos, específicos; relevó en forma sistemática todo aquello en lo que posó su vista, levantó planos y fotografió todo lo que pudo, dejando así una obra imperecedera. Sus libros aún siguen siendo una cantera inagotable de datos. Tras él comenzó a surgir la que sería la siguiente gran figura de nuestro país: Salvador Debenedetti, cuyos trabajos sobre la zona que estamos estudiando se inician en 1909, por lo que los veremos con detalle en el capítulo siguiente. Pero el libro quecausó un impacto remarcado, fue el de Eric Boman titulado Antiquités de la región andine de la Republique Argentine et du désert du Atacama, publicado en 1908 en dos volúmenes ilustrados. Este trabajo, producto de su largo recorrido por la zona como partícipe de una misión francesa enviada a Sudamérica, fue la primera obra de tipo general sobre arqueología y arquitectura de la región que se veía en nuestro país, abriendo al mundo sitios como Rinconada, Sayate, Casabindo, Cochinoca y tantos otros, con sus respectivos planos y fotos. Boman publicó con los años otros trabajos; incluso se quedó a vivir en nuestro país dedicado exclusivamente a la arqueología. Sus trabajos son una herramienta imprescindible para cualquiera que quiera introducirse en el tema, y si bien sus interpretaciones ya han sido superadas, su visión de conjunto y el interés que su viaje despertó, no han perdido aún vigencia.
Saber más y entender menos: 1910 / 1948
¿Cómo es posible que después del impulso inicial del siglo, la arqueología en general y la arquitectura prehispánica en particular fueran pasando cada vez más desapercibidas para el gran público, máxime cuando a partir de ese momento se realizaron cada vez más excavaciones y mayor cantidad de personas se vieron involucradas en la arqueología? A partir de 1910 se producen una serie de fenómenos muy peculiares en nuestro país, los que hacia 1930 van a hacer eclosión, dividiendo prácticamente en dos a la investigación en el tema y produciendo problemas complejos de resolver. Todo esto también repercutió en la visión que quiso mostrarse sobre el pasado argentino.
Todos sabemos -y no es preciso entrar a discutirlo- que en nuestro país la historia oficial, institucional, continuadora de las directrices de Bartolomé Mitre, no solo perduró en nuestro siglo sino que hasta llegó a ser la única forma aceptada de entender el pasado. La historia se transformó en erudita, mecanicitsta, en un reducto de idólatras de héroes patrios, que negaba las más de las veces la realidad histórica. La unión de intereses entre los grupos dominantes a partir de 1930, la extracción social de los historiadores y el papel que la historia jugaba como justificadora del presente, hicieron que se tratara cada vez más de crear una historia europeizante que, como mucho, comenzara con la llegada de los españoles, pero sin aceptar que en ella hubiera antepasados indios. Era una historia límpida, de europeos, que desde Sarmiento impulsaba la creación de un país europeizante. Tal como Alberdi escribió en sus Bases, «la democracia es un ferrocarril y como tal, solo puede ser manejado correctamente por ingleses», a lo que podemos sumar la «Civilización y barbarie» de Sarmiento. No hace falta decir de qué lado estaba el indio y lo que culminó con Roca en sus campañas del sur y del norte. Todavía durante la guerra de las Malvinas, el representante de los grupos ultraconservadores, en ese entonces ministro de Relaciones Exteriores, aclaraba que la Argentina era un país de «blancos, occidentales y cristianos». Nada de indios, nada de sangres distintas que enturbiaran nuestra frustrada carrera hacia la europeización. Esta larga y compleja historia fue llevado a que los arqueólogos se compenetraran de su trabajo y no intentaran de ninguna manera romper con el sistema que los enclaustraba, y que iría cercenando de a poco el papel pionero jugado por los museos, antes tan importante. Continuó acumulándose información, publicando monografías, pero salvo alguna excepción, carentes de visiones globalizadoras, sin aventurar interpretaciones sobre la vida de esos indígenas, tanto de los antiguos como de los que aún sobrevivían malamente en las reservas del interior. Cada vez más se consolidaba la imagen de que la Argentina no tenía indios. Al parecer nadie leía los censos nacionales.
Pero tratando de rescatar lo rescatable en nuestro tema, tenemos que recordar hechos de suma importancia: por ejemplo, los sucesos que a mi criterio marcan el cambio entre una época y otra. En primer lugar, en 1910 se realizó en Buenos Aires el Congreso Internacional de Americanistas, que trajo al país a la enorme mayoría de los investigadores del tema en el mundo. Un año antes se habían iniciado las exploraciones de la Facultad de Filosofía y Letras en laQuebrada de Humahuaca en sitios como Tilcara, La Isla, Yacoraite, La Huerta y otros, y ese mismo año se llevó a cabo la primera restauración de un sitio arqueológico: Tilcara. También la presencia de Max Uhle, el ilustre arqueólogo alemán dedicado a la arqueología andina, y su trabajo replanteando la historia prehispánica de la región como una totalidad, fue un factor determinante del cambio de concepción en el tema, lo que llevó a que Salvador Debenedetti consiguiera diferenciar, dentro del impreciso término de cultura calchaquí -que servía para toda la región Noroeste-, a la subcultura Humahuaca con sus propias especificidades, iniciando así el proceso de identificación de culturas a través de rasgos precisos.
Las publicaciones de Debenedetti sobre el Noroeste se inician en 1909 y se centran -entre otros sitios- en Tilcara, donde el autor colabora con Ambrosetti; allí darán a conocer al mundo uno de los más fantásticos yacimientos de nuestro país, en libros que todavía hoy son irremplazables. Planos detallados, levantamientos de muros, cámaras y grupos de construcciones con todo lujo de detalle; casi piedra por piedra fue removido el conjunto hasta conformar el cuerpo de información más grande sobre arqueología de la zona que existe. Debenedetti también excavó en Perchel, Cerro Morado, Alfarcito, La Huerta y luego más al sur en los valles calchaquíes de San Juan y Catamarca. Su muerte en 1930 dejó trunca su gran obra, pero quedó algo importante: la primera restauración de un sitio arqueológico en nuestro país. Debieron transcurrir veinte años para que otros retomaran la idea.
Durante el período comprendido entre 1900 y 1930 muchos otros siguieron estos pasos: las expediciones de la Facultad de Filosofía continuaron y un particular, Muñiz Barreto, financió entre 1919 y 1930, once expediciones arqueológicas a cargo del ingeniero W. Weiser. También Roberto Leviller y Romualdo Ardissone inician sus actividades, y son notables los trabajos de este último en las ruinas de Coctaca. Pero hacia 1930 las cosas habían cambiado, y una nueva corriente comienza a transformar los hechos: va a verse una notable tendencia hacia los estudios de escritorio en lugar de los trabajos de campo,y una importancia cada vez mayor dada a las problemáticas raciales -se aproximaba la Segunda Guerra- que llevó a buena parte de los antropólogos a una visión racista, de neto corte facistoide, avalada por investigadores europeos que llegaron durante la guerra e introdujeron el tema de las razas, subrazas y otras divisiones por el estilo en el centro de la polémica. Pero esa es otra historia.
En los trabajos de campo, a partir de estos años se destaca la figura de Eduardo Casanova. Viajero incansable, recorrió prácticamente cada sitio arqueológico del norte del país, publicando centenares de artículos y notas. Si bien nunca realizó -ni él ni sus contemporáneos- estudios acordes con el nivel que la arqueología científica tenía ya en el mundo, sí documentaron muchísimos sitios, los excavaron y dejaron la información publicada parcialmente. El problema es que todo el inmenso trabajo de Casanova, al no estar apoyado en estudios estratigráficos tales como los que el propio Boman había iniciado a principios de siglo, o al no haber documentado con mayor rigor cada hallazgo, no permite que hoy en día se puedan reinterpretar sus descubrimientos, como hubiera sido de desear. Lo mismo ocurrió con su restauración del Pucará de Tilcara, donde trabajó intensamente a partir de 1950. Siguiendo una serie de ideas personales, las más de las veces arbitrarias, procedió a reconstruir los edificios de tal modo que muchos de ellos ya nada tienen que ver con la forma que realmente tuvieron en la antigüedad. La buena intención es evidente; el aporte a la ciencia ya ha sido muy discutido. Pero lo pasmoso no es el error de Casanova, ampliamente justificable por la época, sino el hecho de que desde entonces, solo se restauró otro sitio más -Quilmes- y de esto hace menos de tres años.
Para mediados de la década del 30 esta concepción parcializada de la arqueología cristalizó en una obra que pudo haber tenido gran trascendencia, pero que no llegó a capitalizarla. El primer tomo de la obra Historia de la Nación Argentina, dirigida por Ricardo Levene, estuvo íntegramente dedicado a la arqueología, pero nuevamente dividida en capítulos, en temas cerrados donde cada zona era tratada como una parcialidad desconectada de las demás.
Mientras tanto Casanova excavaba y publicaba sobre Cerro Morado, La Cueva, Coctaca, Huichairas, Tilcara, Titiconte, Humahuaca, Angosto Chico, Sorcuyo y Hornillos, entre otros sitios.
Otro personaje digno de recordar aquí fue Héctor Greslebin, un inquieto arquitecto quien desde 1929 excavó varios sitios arqueológicos, interesándose por su arquitectura. Sitios como Coctaca, o La Tambería del Inca fueron mapeados y analizados, y durante toda su vida se dedicó a impulsar y difundir estos conocimientos entre los arquitectos. Su obra, desafortunadamente, quedó inédita en su gran mayoría, y no recibió respuesta de los historiadores, que en ese entonces estaban embelesados por lo colonial.
Este mayor interés por el pasado español en América fue de carácter más que nada esteticista, y estuvo en estrecha relación con el estilo Neocolonial imperante. Y si bien desde Ricardo Rojas hasta Angel Guido hubo quienes en la arquitectura quisieron darle mayor importancia a lo prehispánico era siempre como parte de un conjunto de ideas que la disfrazaban, que la sumergían en otros problemas diferentes, justificando frecuentemente teorías que no ayudaban a lo indígena, pero que servían en cambio para convalidar posturas de ese entonces. Valga también el caso de Vicente Nadal Mora y sus trabajos incansables, por dar un solo ejemplo.
Pero la arqueología iba, poco a poco, sumergiéndose en la crítica teórica, en la construcción de andamiajes idealizantes del pasado, muchos carentes de todo sustento. Desde José ImbelIoni hasta Ernest Menghin, fue tratando de crearse una interpretación cultural basada en el racismo, que llegó incluso a la arquitectura. Aún hoy se leen los libros de Salvador Canals Frau sobre el tema, producto de su visión y clasificación racista de los seres humanos, donde interpreta a la arquitectura como el resultado de razas hereditarias y no de expresiones culturales, producto de formas peculiares de interacción con el medio, de modos de organización social y de producción determinados. El coleccionismo fue remplazando a los museos, erosionando la posibilidad de proteger los sitios arqueológicos y legislar su cuidado. Desde Muñiz Barreto hasta Cáceres Freyre fue fomentándose la excavación para adornar vitrinas, descontextualizando los objetos de los lugares del hallazgo.
En los primeros años de la década del 30 se publicaron los últimos trabajos de Debenedetti, entre ellos una interesante monografía escrita junto con Casanova acerca de las ruinas de Titiconte. A partir de allí, muchos nuevos investigadores abordaron el tema desde diferentes perspectivas: por ejemplo Francisco de Aparicio, quien excavó en Ranchillos, Rincón del Toro, Los Cazaderos, y desarrolló particular interés por los caminos incaicos en nuestro territorio. Romualdo Ardissone por su parte, publica trabajos acerca de las ruinas de Coctaca, de algunos sitios diversos en la Quebrada, y un artículo sobre los silos prehispánicos. Y Casanova publica los resultados de su trabajo en Cerro Morado en 1930, en Quebrada de la Cueva en 1933, en Coctaca al año siguiente, y en los años posteriores hasta 1950 continuaría escribiendo artículos sobre Huichairas, Coctaca, Hornillos, Tilcara, Doncellas, Sorcuyo y tantos otros, acumulando así una información en extremo valiosa. Para terminar con esta enumeración, en 1932 vuelve a realizarse el Congreso Internacional de Americanistas en nuestro país, en la ciudad de La Plata. En 1942 se publicó también un trabajo destacable: el libro sobre Ciénaga Grande, donde Eduardo Salas resumió sus doce años de trabajo continuo en el lugar. Actualmente es difícil hacer un comentario corto sobre la época, sobre todo cuando se trata de no herir susceptibilidades. Es evidente que fueron años de mucho trabajo, pero cumplidos desde una perspectiva muy especial: los objetos o los sitios en sí mismos eran vistos como hechos aislados, únicos, de carácter monumental, casi sagrados por un lado, pero fuera de cualquier relación con el campesino o el indígena que aún continuaba viviendo en la zona. Cada sitio era una unidad aislada, y como mucho tenía cierta relación con los más cercanos; pero no se logró construir interpretaciones sobre su interrelación, sus formas de vida, su organización social, política o económica. Era todavía una visión neopositivista, acumulativa y no interpretativa. Y cuando se penetraba en los aspectos teóricos se enfocaba el mito y la religión -dos temas caros a la antropología-, que permitían desarrollar la fantasía a niveles llamativos, o los problemas derivados de clasificaciones raciales de las que ya hemos hablado.
La etapa del replanteamiento cualitativo (1948/1968)
Esta etapa está marcada por una serie de cambios producidos por el impacto de las nuevas formas de hacer arqueología en Estados Unidos en especial, y en el mundo de la posguerra europea en general. Una tendencia clara hacia las explicaciones amplias que trataban de englobar diversos aspectos en una misma construcción teorética – pero aún sin tomar en cuenta lo económico y lo social- se fue reafirmando poco a poco, y la investigación estratigráfica cobró cada vez más cuerpo en nuestro país. Este último fue uno de los factores determinantes del atraso de la Argentina frente a los otros países latinoamericanos, lo que sumado a la falta de protección de los sitios, la inexistencia de un Museo Nacional de Arqueología -y aún no lo hay-, y la política de no difusión del conocimiento sobre el tema, iba contribuyendo a que el país no avanzara en estos aspectos. En 1941 había sido importante la llegada de un grupo de arqueólogos extranjeros del Institute of Andean Research, quienes estaban haciendo un corte arqueológico a lo largo del continente, trabajando en todos los países andinos, lo que les facilitaba una visión amplia de los procesos históricos. Además, en los años siguientes fue haciéndose cada vez más patente la imposibilidad de continuar estudiando el tema sin una cronología más o menos firme para cada región. No fue sino hasta 1948 que Wendell Bennett y sus colaboradores establecieron la primera cronología general para el norte del país. Esta obra se transformó así en el motor, o mejor aún, en la herramienta utilizada para todos los trabajos del período siguiente. Asimismo, poco antes, se publicó el Handbook of South American Indians en ocho grandes volúmenes, buena parte del cual estuvo dedicado a nuestro país. El aporte de arqueólogos reconocidos como Gordon Willey o John Rowe fue de gran importancia, sobre todo el de Willey, ya que estableció los estudios de patrones de asentamientos. Rowe, años más tarde, definiría una nueva interpretación de la relación entre ecología, asentamientos y organización económica, que fue trascendental para los finales de la década del 70. Esta sería utilizada casi de inmediato por Horacio Difrieri, quien en 1949 publicó sus trabajos sobre Potrero de Payogasta. A partir de 1950 aparecieron los trabajos de Alberto Rex González para toda la región, y en estos años también publicó sobre las ruinas de Loma Rica, las culturas de La Aguada y Condorhuasi y sus respectivos sitios, además de otros diversos como Cosquín o Shincal, y hasta escribió sobre el uso de la fotografía aérea.
Otros trabajos fueron creciendo a la sombra de estas nuevas ideas, como por ejemplo los de Carlos Rusconi, que terminaron en obras de gran aliento para Mendoza; los de Ciro René Lafon en la Quebrada, especialmente sus excavaciones en La Huerta, Alfarcito, y hasta otros estudios de tipo general para la región y acerca del impacto de lo incaico, que trataron de dar un panorama lo más amplio posible. Se publican los trabajos efectuados por Eduardo Cigliano durante los años 50 en Catamarca y Salta, de Carmen Marengo en el antigal de Los Amarillos, de Humberto Lagiglia en el Rincón del Atuel, de Lidia, A. de Lanzone y algunos trabajos tardíos de Fernando Márquez Miranda. La producción fue vasta pero de diferente carácter: aquellos que asimilaron las nuevas posturas de la arqueología -como por ejemplo los planteos de Vere Gordon Childe o de Gordon Willey en el caso del urbanismo-, pudieron realizar una labor de mayor importancia. Y es factible citar dos publicaciones que salen de lo común: en 1964, un arquitecto, Jorge Enrique Hardoy, publicó su trabajo Ciudades Precolombinas, libro que pese al tiempo transcurrido sigue siendo único, al no haber aparecido otro que proponga su reemplazo (era la primera vez que un arquitecto daba un panorama general y actualizado del tema a nivel continental). Dos años más tarde Guillermo Madrazo y Marta Otonello dieron a conocer otro trabajo titulado Tipos de instalación prehispánica en la región de la Puna y su borde, que reinterpretaba los asentamientos en esa zona con una perspectiva acorde con el avance de la ciencia en su momento; tampoco este ha podido ser superado.
La etapa de la nueva investigación sistemática (1968/1984)
A partir de 1968 la arqueología argentina comienza a experimentar una serie de convulsiones importantes. Por un lado, la consolidación de la posición tradicionalista; por el otro, el inicio de nuevas búsquedas gracias a la influencia exterior y a los complejos procesos sociales que el país estaba viviendo.
Fue un período complejo, contradictorio y difícil de interpre tar. Por un lado, los impulsores de las teorías anacrónicas, idealizantes y asociales, legaron al final de su reinado un gran caudal de publicaciones sobre problemas mitológicos, religiosos y étnico-raciales que solo mostraban su alto nivel de fantasía e irrealidad. Avalados por toda la serie de gobiernos militares de los últimos veinte años, fueron quienes manipularon la información y la educación de los futuros especialistas, causando un daño difícil de reparar. Pero por otra parte, los arqueólogos jóvenes que desde el Perú recibían las ideas de Luis Lumbreras acerca de una antropología marxista, de John Murra y sus colaboradores sobre la estrecha interrelación entre ecología y cultura e, incluso de México, con la polémica iniciada una década antes por Angel Palerm y los modos de producción aplicados a la América indígena, abrieron poco a poco un nuevo panorama. También comenzaban a llegar los libros de la New Archaeology norteamericana, de Lewis Binford y de tantos otros, quienes mostraban el nivel y alcance que la arqueología había tomado en el mundo, mientras se seguía debatiendo en nuestra Facultad de Arquitectura si era o no correcto enseñar arquitectura argentina a los alumnos.
Poco a poco la arqueología fue transformándose en una ciencia cada vez más moderna. Pero por desgracia la poca importancia que los arquitectos le hemos dado al tema llevó a dejarlo desamparado. Prácticamente no existen buenos planos de sitios arqueológicos en el país, y muchos de los que hay son ilegibles por su técnica tan simplista de representación. Es frecuente que de los grandes centros urbanos, como Tastil, no se haya hecho un plano de conjunto -pese a contarse con fotos aéreas-, y que los edificios se estudiaran y mapearan cada uno por separado, sin que se comprendiera nunca el conjunto como totalidad. Todavía se restauran los edificios que se excavan, y salvo Quilmes -que constituye un caso tardío de reconstrucción acientífica- poco se hace al respecto. La arquitectura presenta dicotomías con la arquitectura y con la restauración que son trabajos de arquitecto, y no podemos exigir a los arqueólogos que los hagan por nosotros, y además, bien. El problema es que entre tanto, se destruyen día a día más sitios antiguos; los saqueadores y turistas vandálicos excavan para llevarse el «recuerdito», o ganar unos pesos en un negocio de antigüedades.
Durante los últimos años han visto la luz trabajos de importancia que deben ser destacados porque aportan gran cantidad de información, datos e interpretaciones a nuestro tema. En primer lugar, Alberto Rex González publicó dos libros de síntesis general titulados Argentina indígena: vísperas de la conquista, y Arte precolombino de la Argentina. Poco después terminó otro trabajo interesante titulado Patrones de asentamiento incaicos en una provincia marginal del Imperio: implicaciones socioculturales.Todo esto, además de los artículos escritos en colaboración con Víctor Núñez Regueiro, José Pérez y otros estudiosos. También son los años de mayor producción de Juan Schobinger en San Juan, Mendoza y La Rioja; de J.M. Suetta en el Noroeste; de Bernard Dougherty y Nicolas de la Fuente. En 1973 se publicó otro libro que causó sensación en todo el país, titulado Tastil: una ciudad preincaica argentina;el trabajo y la edición fueron dirigidos por Eduardo Cigliano. Allí se mostraba con claridad -aunque como dijimos, con una visión no urbana ni arquitectónica- la envergadura de una ciudad arqueológica del país.
Cabe ahora dejar unos renglones para un reducido pero muy prometedor grupo de investigadores, que son precisamente quienes empezaron a quebrar esta tradición: en primer lugar está Rodolfo Raffino, que ha comenzado a realizar estudios y a publicar libros sobre la arquitectura precolombina, y cuyo primer trabajo, Los incas del Kolasullu es ya indispensable para cualquier trabajo sobre el tema. El mostró cómo el urbanismo puede ser un factor de enorme importancia para analizar las estructuras políticas, económicas y sociales del pasado. Además, su estrecha colaboración con arquitectos y dibujantes le ha permitido presentar en su libro planos de notable claridad. En 1977, otro historiador de la arquitectura, Graziano Gasparini, junto con su esposa y desde Caracas, publicaron un gran libro titulado Arquitectura Inka, que toca a nuestro país tangencialmente, pero le da nuevamente énfasis al problema. A partir de 1978 también Alberto Nicolini escribió y publicó sobre el tema, tratando de desarrollar estudios sistemáticos de la arquitectura del Noroeste desde sus inicios hasta la actualidad. Yo mismo he publicado algunas cosas al respecto, desde una antología editada por la Facultad de Arquitectura en 1972, hasta algunos artículos sobre historia de restauraciones arquitectónicas de sitios prehispánicos en el país.
En resumen, es evidente que la reapertura de la investigación científica reimpulsada desde el año pasado en el país, permitirá un empuje pocas veces visto. Esperamos que por fin se de una más estrecha colaboración entre los especialistas de ambos temas -arquitectura y arqueología- con el objeto de poner esta especialidad -marcadamente interdisciplinaria- en el nivel científico que le corresponde. Y esto no será una reivindicación meramente cultural: será la única manera de poder salvaguardar nuestra herencia del pasado; de protegerla, restaurarla y poder, algún día, entenderla en la totalidad de su significado trascendente.
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