Artículo publicado en la revista «Demócrito. Artes, Ciencias, Letras», año 1, número 3, correspondiente al mes de enero de 1991, en la ciudad de Buenos Aires, Argentina, ISSN 0327-3350.
Si hubo algo que caracterizó la creación cultural de las décadas de los 60 y 70 fue sin duda, en América latina, el compromiso ideológico con la realidad social. Obviamente hubo muchas interpretaciones acerca de que era la realidad social y como se debía comprometer el artista con ella; pero más allá de todo ello, hoy, desde una supuesta posmodernidad, podemos rescatar ese fenómeno como un rasgo continental que, si bien no logró transformar profundamente el mundo en el que vivíamos, por lo menos lo hizo avanzar un poco más rápidamente. Muchos no coincidirán con esta idea, es más, incluso se ha llegado a plantear ese intento de incorporarse a la transformación de la realidad como una actitud absurda, retardataria y anti-modernista. Lo que nos importa destacar es que la creación intelectual de la época entendía que no había nada más importante que asumir como propio el deseo de las grandes mayorías de avanzar hacia un mundo mejor.
Y los modelos asumidos iban desde el Mayo francés hasta el Cordobazo; desde John Lennon, los Beatles y los Hippies hasta el Che Guevara y el Viet-Cong. En el arte se exploraron dos grandes corrientes: la búsqueda de la identidad a través del rescate y de la recreación de un legado cultural importante y olvidado, o la búsqueda a través de tendencias o corrientes tradicionales de motivos que reflejaran, más allá de los esteticismos, la realidad americana. Otros grupos continuaron trabajando en otras ideas, llevando adelante expresiones que se estrechaban más con lo internacional, desde el Op Art, el Cinetismo o el Hiperrealismo; pero por lo menos en ese momento histórico eran vistos como ajenos a esa búsqueda testimonial que, a través del arte comprometido y a través de la lucha política del artista -aunque más no fuera por la denuncia misma-, haría que la estructura políticosocial mundial cambiara revolucionariamente. El Gran Objetivo Final era la Revolución. A los que fuimos parte de esa utopía, pese a todos los logros obtenidos, hoy nos cuesta asumir esa etapa.
En la pintura latinoamericana se destaca un artista que llegó a transformarse en un símbolo de esa llamada Generación del 68: el pintor ecuatoriano Oswaldo Guayasamín. En los últimos años ha habido un reconocimiento importante de su obra, y varios libros se han ido publicando y difundiendo su trabajo; pero significó no sólo un gran esfuerzo para romper las barreras de clase que lo ataban e impedían su apreciación por su origen indígena; sino también la continuidad de su obra a lo largo de mucho tiempo. Es indudable que Guayasamín no está solo en el continente, muchos más tuvieron una evolución parecida, pero el conocimiento directo de la obra de este artista nos permite penetrar con mayor facilidad en su análisis. (1)
– I –
Desde hace mucho tiempo en América latina, existen polémicas respecto al arte que realmente representa a nuestro continente. ¿Cuáles han sido las manifestaciones que indican un camino hacia la construcción de una cultura tanto nacional, como latinoamericana, que expresaron nuestras realidad, y aportaron hacia su superación? Desde el siglo pasado han habido intentos de crear o impulsar ciertas tendencias de las diversas artes, en función tanto de intereses personales como de posiciones políticas o ideológicas. Se ha hablado también de la imposibilidad de poseer un arte propio en un mundo caracterizado justamente por la trasnacionalización de la cultura.
En los últimos años, y no casualmente, se ha podido vislumbar con más claridad la división de las artes plásticas en dos corrientes marcadamente opuestas, tanto formalmente como en cuanto al contenido que conllevan. Por una parte un arte geométrico o puramente abstracto e informal, cuya posición se basa en la ruptura de cánones de forma, como manera de avanzar hacia una sociedad más justa. Por otra parte, artistas que sin dejar de lado actitudes que pueden ser tachadas de tradicionales, llenan su obra de carga ideológica. Y en ambos casos nos estamos reduciendo a quienes, en ambas tendencias, no han abandonado el cuadro convencional, es decir la pintura de caballete.
El problema de la relación entre ideología, arte, formas de presentar la producción artística y la actividad política del artista fuera de su obra específica son temas largos para discutir, y tienen a su vez una larga bibliografía para cada una de las muchas posturas que los críticos y los artistas han ido asumiendo a lo largo de todo un siglo. Pero no es nuestro interés entrar en esa polémica desde la perspectiva teórica, sino por el contrario, observar cómo un hombre comprometido tanto con el arte como con la sociedad, encaró el problema: sus logros y sus posibilidades en una América Latina cada vez más compleja y conflictiva; en la cual el papel del artista es fundamental.
Pero antes de entrar en la obra de Guayasamín, debemos recordar que las posturas de los artistas han sido por lo general muy claras: desde la posición elitista de un arte supuestamente culto, sólo comprensible por quienes podían acercarse y entenderlo, hasta un arte que intentaba fijar en sus imágenes la vida cotidiana y sufrida del pueblo. Desde quienes pensaron que el verdadero trabajo estaba junto al pueblo, como el mexicano Francisco Goitia -viviendo con él, no hablando de él-, hasta quienes se encerraron en su torre de marfil y le dieron a su arte un supuesto contenido progresista al desarrollar temáticas populistas. Recordemos que más allá del motivo representado, un cuadro o cualquier obra de arte en nuestra sociedad, es una mercancía que entra en los sutiles mecanismos del consumo y de mercado desde que el artista la termina. El arte verdaderamente revolucionario no lo es por su atadura a los cánones tradicionales de forma y color, ni por su ruptura con ellos, sino por su inserción real y concreta en la práctica que conlleve a un cambio en el sistema en que vivimos.
La obra de Oswaldo Guayasamín se encuadra dentro de una corriente latinoamericana que creemos debe ser estudiada con mayor profundidad, sopesados sus logros y avances, y las opciones que tuvo para actuar como catalizador de conflictos sociales. Guayasamín, pese a su enorme prestigio internacional, los libros publicados sobre su obra, y su museo y fundación para la cultura en la ciudad de Quito, aún no es aceptado en su país por la alta burguesía dominante o los militares que se turnan en el poder. Y eso no es casual. Es tal vez por esto que en sus murales no encontramos la misma fuerza que en su obra de caballete.
– II –
Cuando Oswaldo Guayasamín terminó sus estudios en la Escuela de Bellas Artes de Quito, el mundo se hallaba enfrascado en la segunda guerra mundial. Las vanguardias artísticas en Europa desarrollaron una serie de nuevos estilos conocidos generalmente como ismos que América asimiló poco a poco. Con las constantes migraciones de los artistas e intelectuales hacia el nuevo continente, en busca de libertad, la capital de las corrientes de avanzada se desplazó de París a Nueva York. El mundo del arte en los años posteriores a la guerra pareció dividirse en dos bandos: lo figurativo y lo no figurativo. En pintura se empezó a hablar de «pintura de contenido» y «pintura formalista»; a partir de la década de los sesenta esto se acentuó con el arte Op y Cinético.
Si hubiera que ubicar a Oswaldo Guayasamín dentro de este contexto quedaría desde luego dentro de las corrientes figurativas y de contenido. Siendo todavía estudiante Guayasamín, ya los muralistas mexicanos habían abierto la puerta y consolidado un tipo de pintura que respondía a la realidad presente y al pasado de su país, pintura que a la vez se valía de los logros de las escuelas europeas, asimilándolas, transformándolas. Un viaje en 1942 y 1943 por Estados Unidos y México, completaron su formación y lo pusieron en contacto con los logros obtenidos por otros pintores y corrientes artísticas. Experiencia que después enriquecerá al recorrer otros países de América, Europa y de Asia.
La década de los cuarenta fue para Ecuador sumamente agitada, entre guerras civiles, golpes de estado y dictaduras, además de los serios problemas fronterizos con el Perú. En los años siguientes el país ha tenido períodos de calma cada vez mayores; sin embargo el pueblo sigue sufriendo malas condiciones de vida en franca desventaja frente a las clases dominantes. La vida para el pueblo de Ecuador es difícil, no encuentra la forma de integrarse o desarrollarse en un país que fue agrícola y que está dejando de serlo en aras del petróleo y de una muy incipiente industrialización. En especial es difícil para el mestizo sin identidad y para el indio que no tienen cabida en el mundo del blanco.
Guayasamín representa este corazón de la nación al ser él mismo mestizo. Así va a penetrar hasta las entrañas de sus hermanos, de su pueblo; primero pintará su cuerpo, después se adentrará en él y lo despojará de lo accesorio; nos va a presentar su esencia: eso que lo hace ni mestizo, ni indio, ni blanco, ni ecuatoriano, ni latinoamericano. Eso que lo hace hombre. Y para Guayasamín el hombre es dolor, dolor que hace brotar el llanto y después el llanto se vuelve piedra, despierta ira.
Todos los recuerdos infantiles de Oswaldo Guayasamín, son, con sus propias palabras «tristes y amargos»: había nacido en Quito el 6 de julio de 1919; su padre era indio, su madre era mestiza, él fue sólo uno más de diez hermanos. Le cupo en desgracia además ser el mayor, es decir que debía también ocuparse de conseguir dinero para sus hermanos, ya que su padre se limitaba a aparecer esporádicamente a golpear a todos, engendrar un nuevo hijo y romper esos dibujos en los que su hijo «perdía el tiempo». El mientras tanto trabajaba en la tienda de licores de la madre y su educación fue por cierto mínima. Esos dibujos infantiles, que algunos aún guarda el pintor, son retratos de artistas de la época, o vistas de casas de la ciudad; los cuadritos se vendían por monedas a algún turista extrañado o a amigos del barrio.
A pesar de tener todo en su contra logró ingresar a la Escuela de Bellas Artes, donde sobresalió rápidamente. Se graduó como pintor-escultor en 1941 y ya en 1942 hizo su primera exposición, levantando más críticas que elogios; la ciudad no podía aceptar aún ese nuevo tipo de pintura. De esos años es la amistad que forjó con otros dos grandes americanos: Pablo Neruda y José Clemente Orozco. Neruda hizo poesía la pintura de Guayasamín, y compartió con él la angustia que les producía por igual el sufrimiento humano, los indios desprotegidos y explotados, la sociedad desigual. Con Orozco compartió experiencias murales y aprendió a su lado.
La obra de Guayasamín es numerosa y rica ya que abarca diferentes géneros dentro y fuera de lo pictórico. Como escultor maneja formas abiertas de lenguaje sintético; plantea tantas posibilidades que casi podemos decir que se mueve en el terreno de las promesas; ligada a la escultura en cuanto a manejo del volumen, está la joyería a la que Guayasamín ha sabido imprimir un sello recio sin faltar la delicadeza que este género requiere. También abarca su obra algunos murales en edificios públicos de la ciudad de Quito, pinturas y mosaicos que se integran dócilmente en forma y contenido a la arquitectura y al paisaje urbano. (2)
Guayasamín viaja, observa, ve las penalidades de su pueblo latinoamericano; y es tanto, tanto lo que le hierve la sangre, tanto lo que ve y comprende, tanto lo que quiere hacer comprender al espectador que un lienzo no basta, ni dos, ni tres, ni cien. Pinta entonces temas por series. Lienzo tras lienzo insistiendo, ahondando en el mismo tema que nos presenta desde todos los ángulos en un intento de agotar sus posibilidades. En esta tierra bañada en sangre y lágrimas, el alma de Guayasamín se cimbra y su pincel opta por la causa de los menos afortunados. La injusticia y el dolor marcaron su alma desde niño y es con ese sollozo infantil apenas contenido, que el hombre, el pintor, deja afluir un llanto tibio de pintura hecha lágrimas. Gracias a su infancia desgraciada y pobre, él puede ahora adentrarse en el alma de los marginados y desnudarlos de la carne, del hueso, de la misma persona y dejar sólo esencias: dolor puro.
Aquí reproducimos algunos cuadros de la serie la Edad de la Ira. Es una visión personal del mundo que lo rodea. Pinta lo que entiende del hombre más que lo que ve: lo que vivió de niño. Conoce el orgullo y el «pecado» de ser indio, sabe lo que es perder el amigo entrañable a causa de injusticias y de represión. Guayasamín pinta y quiere que el espectador comparta con él y con sus personajes el grito, la desesperanza, el dolor. Si nos dejamos llevar por la fascinación de estas pinturas y penetramos en los seres de ojos desorbitados y manos huesudas e inmensas, podemos descubrir el alma sangrante de los habitantes menos afortunados de nuestra América ¿o del mundo? Podemos pasar de las víctimas a los culpables, del dolor a la rebeldía; a la Edad de la Ira . No existe en Guayasamín el dolor resignado, el sufrimiento pasivo que se ha querido ver tradicionalmente en nuestro pueblo.
Pocas veces es tan nítido el proceso creador: autor-obra-espectador; como en esta Edad de la Ira. El pintor comparte el dolor del pueblo; gratuito, injusto, castigo sin pecado, raza sometida, condenada, humillada… En su obra plasma criaturas no en actitudes rebeldes sino exhaustas, aniquiladas de sufrimiento, impotencia, desdicha, miseria, golpes, injusticia, desesperación, y lo más trágico: desesperanza. En el espectador inteligente y atento poco a poco va surgiendo más que compasión un coraje vivo, un agolpamiento de sangre que quema; en una palabra, comienza a vivir nues tra edad. La Edad de la Ira. Ira que invita a la acción, ira que busca y encuentra culpables, ira que acusa, ira que va más allá de la pintura.
Guayasamín no susurra, pinta a gritos y Camón Aznar nos dice: «gritos necesarios a conciencias sordas»; gritos acusadores, franco reto a los culpables, les presenta sus víctimas con algo más que crudeza. Las víctimas también gritan pero sin odio, despavoridos, muertos en vida con expresiones que van mucho más allá del miedo; son los rostros del terror. Lo que tenemos ante nuestros ojos es un sufrir seco, sin razón, justificación o término; los personajes totalmente aturdidos sin poder encontrar el porqué. El pintor se adentra cada vez más hasta llegar a la médula de sus personajes; éstos dejan de ser ecuatorianos, o americanos, o indios, o mestizos o blancos. Son, simplemente hombres; el hombre. (3)
Además de El Pentágono, que representa las imágenes de los culpables; decrépitos, deformes, crueles, viciosos, las obras que aquí se reproducen se pueden dividir en dos grupos: Mujeres llorando y Manos, siempre dentro de la Edad de la Ira. Estas mujeres llorando de Guayasamín, desprovistas de todo detalle anecdótico se actualizan constantemente haciendo eco al llanto de madres de hijos enfermos, pobres, presos, desaparecidos, asesinados… Mujeres que podemos encontrar en cualquier lugar donde la injusticia sea dueña y señora, mujeres que ya olvidaron cómo era la vida antes de ser calvario. Guayasamín las creó entre 1963 y 1965, pero ellas se renuevan constantemente ¿cómo no recordar al verlas, las madres de Plaza de Mayo en Buenos Aires? Dolor tal vez de mujeres vejadas, cansadas, abandonadas, viejas de pocos y muchos años. Mujer de manos vacías, abiertas, mostrando sus líneas duras que se repiten en el rostro asombrado. Los ojos sin llanto en otra mujer con las manos recogidas y la cabeza baja. Unas manos angulosas y grandes son el refugio del sollozo que escapa de una mujer más, en extremo angustiada. Mujer que implora con las manos juntas y la mirada en lo alto escudriñando con sus facciones endurecidas. Otra más parece desmembrarse. Mujer que con bellísimas líneas angulosas dobla la frente sobre una mano, mientras la otra es un pilar que la sostiene. Blanco y negro, nada más; el color no aparece, el contraste entre los dos polos de la gama acentúa la gravedad del tema.
En el otro grupo de reproducciones tenemos manos y rostros, estos últimos nunca completos, siempre velados en parte por alguna sombra y sobre todo por líneas firmes que conforman las manos, el Homenaje a Salvador Allende: sorpresa, un golpe más, una esperanza menos. Hablamos en párrafos anteriores del terror presente de un modo o de otro en toda esta Edad de la Ira, así resulta asombroso que las mismas manos sean de ternura; vemos también manos del silencio como mordaza que difícilmente puede contener el grito que los ojos desorbitados anuncian. Largas y huesudas las manos de las víctimas; fofas y repugnantes las insaciables sobre las que cae la sangre, la culpa.
Oswaldo Guayasamín es sin duda un pintor con grandes recursos técnicos para sustentar sus temas. Es el gran innovador en su país. Mantiene viva y actualizada la pintura de caballete. Sus recursos pictóricos son amplios, renueva en cada lienzo todas las posibilidades de la pintura y a la vez nunca las agota. Ahora, en el anochecer del siglo XX, la pintura de Oswaldo Guayasamín es renovadora, y lo es desde su tradicional lienzo, lo es en su juego de dos dimensiones; porque él, el pintor, el hombre, tiene mucho que decir. Y no sólo lo dice: al igual que sus cuadros, lo grita.
Notas y bibliografía
1. Entre 1976 y 1977 trabajé con mi esposa junto a Guayasamín en la creación de la Fundación Guayasamín en Quito.
2. Esperanza Garrido y Daniel Schávelzon, «La pintura de Oswaldo Guayasamín», Sábado N 359, 15 de setiembre, pag. 5, México, 1984. Jacques Lasaigne, Oswaldo Guayasamín, Ediciones Nauta, Barcelona, 1977.
3. José Camón Aznar, Oswaldo Guayasamín, Ediciones Polígrafa, Barcelona, 1972.
* Agradezco a Esperanza Garrido, de México, su colaboración en la primera versión de este artículo.