El artículo «Papeles al viento» ha sido publicado en la revista Caras y Caretas, número 2.232, correspondiente al mes de marzo de 2009, página 45, ISSN 0327-6384, Buenos Aires, Argentina.
En Buenos Aires, en julio de 2001, se demolió una biblioteca con los libros adentro. A medida que la pala mecánica avanzaba, los vecinos, horrorizados, intentaban detener la barbarie haciendo denuncias en distintos organismos. Los escucharon, pero no hubo nada que hacer.
Vivimos en una ciudad en la que la violencia se ejerce de muchas formas. Una de ellas es destruyendo nuestro patrimonio cultural, deslavando día tras día la memoria, quitándonos de las manos el producto de las generaciones que nos precedieron en aras de señuelos del consumo y del descarte. Un ejemplo es lo que sucedió el 21 de julio de 2001 y lamentablemente fue poco lo que se pudo hacer desde la Secretaría de Cultura porteña, ya que todo fue tan rápido e increíble -y en manos de particulares con permisos adecuados de obra- que si no fuera por las fotografías resulta difícil de creer hasta para quienes lo vimos.
Este cuento de horror comenzó cuando un vecino del barrio de Belgrano llamó azorado al Instituto Histórico para denunciar que se estaba demoliendo una biblioteca con los libros adentro. Quien recibió el llamado debe de haber pensado que era absurdo, un chiste, algo inimaginable, seguramente hasta se rieron de él. Pero nuestra polifacética mentalidad porteña hizo que lo tomáramos en cuenta y que enviáramos a una persona a ver de qué se trataba. Obviamente esa no es la función de ese organismo, pero se actuó de la mejor manera posible. Siempre es más útil (y barato) enviar a un arqueólogo que a un policía o un bombero. Paralelamente se llamó a la Dirección General de Patrimonio, que nos trasmitió el problema; tampoco era un tema de arqueología urbana pero el ritmo demencial en que las llamadas telefónicas se sucedían hizo que saliera a las disparadas hacia el sitio. No era en el medio del desierto, ni en un sitio abandonado, era a pocos metros de la elegante esquina de Cabildo y Federico Lacroze, más exactamente en Cabildo 592.
Allí se estaba demoliendo una casa, posiblemente de la década del 30, que según lo investigado perteneció a un prestigiado ingeniero militar, topógrafo e inventor, muy conocido en la primera mitad del siglo XX, llamado Adrián Ruiz Moreno. Ese hombre había formado una enorme biblioteca dedicada a la historia, geografía, minería, ingeniería y al desarrollo de todo tipo de técnicas e invenciones, en español y otros idiomas; se decía que tenía más de 30 mil volúmenes. Los libros cubrían desde 1890 hasta 1960, y había colecciones completas y únicas de revistas técnicas de todo el mundo, y lo más significativo: manuscritos y publicaciones raras hechas en el país durante esos años, imposibles de encontrar. La biblioteca típica de quien ha dedicado su vida a atesorar publicaciones porque conoce su valor y trascendencia, y que sus familiares cuidarían con esmero.
La empresa de demoliciones comenzó a hacer su trabajo sin importarle que los libros estuvieran adentro -tampoco era su obligación rescatarlos-, en especial en la biblioteca de la planta baja y el sótano donde estaban apiladas las revistas y escritos inéditos; simplemente la topadora demolió la casa y el escombro cayó sobre los libros y luego todo eso sobre el sótano, a su vez lleno de otros libros. El polvo y la lluvia de esos días hicieron el resto al entrar la tierra de la excavación por todas partes: miles de hojas volaron por el barrio, se las encontraba en las calles y terrazas hasta a tres cuadras de distancia. Cabildo fue una fiesta de papel antiguo.
Al llegar al lugar lo que había era una enorme pala mecánica que cargaba camiones, que iban llevándose montañas de escombro, tierra y libros destruidos y apelmazados mientras seguía lloviendo. Se caminaba sobre papeles, planos y grabados antiguos; nunca voy a olvidar que el responsable de la obra me explicaba lo sucedido parado sobre lo que resultó ser una rara edición de 1901 sobre Tierra del Fuego, encuadernada en cuero, con sus grabados originales, empapada hasta quedar irreconocible. Eso sí, sus zapatos no se mancharon de barro.
El final de la historia fue que sólo logramos salvar un par de docenas de publicaciones del sótano -todo lo que entró en el baúl de mi auto-, que fueron llevadas al Centro de Arqueología Urbana (FADU-UBA) para que la conservadora Patricia Frazzi y un grupo de voluntarias las limpiara, desinfectara e intentara salvar lo que fuera posible. Al menos para guardar una muestra de la barbarie moderna. Cuando regresé de dejar eso, ya no había nada.
Lo anecdótico: la primera pregunta fue por qué no intentaron vender los libros como papel viejo -sabemos que de ese modo vuelven a circular en el mercado de libros viejos y no se pierden-, y además se ganaban unos buenos pesos; la respuesta del obrero fue que a la empresa ya se le había ocurrido pero que les propuso pagarles más si lo sacaban rápido y no atrasaban la demolición ni una sola hora, porque tenían otra al día siguiente.