Artículo publicado en la revista DANA, Documentos de Arquitectura Nacional y Americana, número 18, correspondiente al mes de diciembre de 1984, pps. 65 a 70, del Instituto Argentino de Investigaciones en Historia de la Arquitectura, ISSN 0326-8640, Resistencia (provincia de Chaco), República Argentina.
Europa y América Latina han formado, desde que la primera descubrió a la segunda, un duo conflictivo. América Latina ha tejido una historia simbiótica de dependencia, con el beneplácito europeo, que hasta el día de hoy sólo ha sufrido muy leves modificaciones. En la arquitectura se vivió idéntica situación: del otro lado del océano se gestaron los grandes modelos formales y funcionales que caracterizaron permanentemente nuestra arquitectura, y también allí mandamos nuestros edificios, para que los admirara el «viejo mundo». Los pabellones que los países de nuestro continente erigieron en la gran exposición universal de París, muestran precisamente lo que éramos y lo que aspirábamos ser.
No es necesario hablar demasiado de esa exposición: simplemente con tener en cuenta la Torre Eiffel, símbolo central del acontecimiento, y la gran Sala de Máquinas, construida por Dutert, se tiene la pauta de su alcance y envergadura. Europa jugaba su prestigio; la gran industria del capitalismo central se mostraba en todo su esplendor, y América Latina no podía estar ausente, aunque, lógicamente, con sus limitaciones. Sin competir, sin lucirse demasiado, sin pretensiones grandilocuentes: somos un continente marginado, y eso se hizo evidente con lo que expusimos. Medianos edificios que albergaron muestras de materias primas y algunas curiosidades. Nada de arte, nada de tecnología. Eso estaba reservado para Estados Unidos, Francia, Inglaterra y los otros grandes del mundo.
Prácticamente todos los países latinoamericanos expusieron algo, en pabellones o vitrinas, agrupados cerca de los pilares de la Torre Eiffel y dispersos aquí y allá, sin un orden demasiado claro, en contraposición con los países europeos que se ubicaron a la orilla del Sena. Pero los jardines estuvieron bien ornamentados, y en los sitios de descanso ondearon banderas multicolores.
Quisiera destacar alguno de los pabellones por sus particularidades constructivas o decorativas. Los tres edificios que en aquel momento recibieron los mayores elogios fueron los de Argentina, Brasil y México, seguidos de los de Nicaragua, Chile y Venezuela. En tercer lugar, según la crítica del momento, estuvieron Ecuador, Bolivia, Guatemala y Uruguay. Los demás países, Paraguay, Costa Rica, Perú, El Salvador y Santo Domingo pasaron prácticamente desapercibidos. Honduras y Haiti sólo estuvieron representados por sendos escaparates o vitrinas con productos típicos de sus diferentes regiones. Recordemos que, salvo una excepción (México) todos los pabellones fueron construidos por arquitectos franceses.
El pabellón argentino fue obra de dos arquitectos de prestigio: Ballu y Chancel, y colaboraron con ellos doce artistas y un escultor para el trabajo de las fachadas y las decoraciones. No sólo fue el más importante en cuanto a costo y dimensiones, sino también el más aceptado por el gusto finisecular de la Exposición. Construido en hierro, con grandes paños de vidrios emplomados y coloreados, mosaicos policromos e importantes grupos escultóricos, presentaba la novedad de estar recubierto exteriormente por novecientas lámparas eléctricas, que al encenderse por las noches daban un aspecto único al edificio americano. De porte majestuoso, se levantaba airoso sobre un basamento con escaleras al frente, sobre las que el gigantesco pórtico de acceso remarcaba el eje de simetría del conjunto. Su interior constaba de dos pisos; los balcones del piso superior se proyectaban hacia el exterior, dándole movimiento a la fachada principal. Los grupos de esculturas ejecutados por Hughes, Barrais y Roll fueron magníficos, a tal grado que cuando el edificio se trasladó a Buenos Aires, fueron lo único que se conservó, y se los puede ver aún en diferentes sitios de la ciudad (1). Las dimensiones de su planta fueron de 65 metros por 16, con una altura de 30 metros y cinco cúpulas en la cubierta. En su interior se exhibieron los llamados frutos del país: carne congelada, mármoles, cueros y pieles, maderas, hierro y otros minerales, vinos, maíz, lino y trigo. Y algo más que causó estupor: ¡un cuadro comparativo del crecimiento poblacional de la ciudad de La Plata, fundada en 1882, y que para 1889 contaba con 50.000 habitantes!
El segundo gran edificio que mucho llamó la atención fue el de Brasil. François Dervy, en aquel entonces, lo describió así:
«Un pabellón bastante importante, pero desprovisto de todo estilo nacional. Construido por M. Dauvergne, arquitecto parisiense, tiene, si se quiere, cierta conexión con el antiguo estilo español. Es un cuerno de edificio con anchas ventanas rodeadas de azulejos, flanqueado de proas y estatuas que figuran los ríos del Brasil; dominado a la izquierda por una torre cuadrada muy alta que remata en una linterna y terminado a la derecha en un globo terráqueo, emblema oficial del Imperio» (2).
Al igual que en otros casos fue muy alabado el jardín que lo rodeaba, que quizás fuera lo mejor del pabellón. Hay que tener en mente que en Europa, la jardinería decimonónica era todo un arte. Dijo Dervy:
«El pabellón brasileño está rodeado de un jardín lleno de flores exquisitas, con lindas grutas alfombradas de plantas exóticas , y la estufa más preciosa del mundo, orgullosa de sus palmeras, plátanos gigantescos y vistosas orquídeas».
Todo esto estuvo complementado con un estanque caldeado para que pudieran crecer en él plantas acuáticas tropicales (3), y que estaba cubierto por un invernadero de hierro y vidrio. En total fueron 400 metros cuadrados de construcción, más otros 800 de jardín.
El pabellón más importante para la historia de la arquitectura de América Latina fue el de México. En su momento llamó la atención por sus rasgos «prehispánicos», pero hoy se lo entiende como el mayor exponente de una corriente neoprehispánica que quiso rescatar y reutilizar los modelos formales del pasado para construir una verdadera arquitectura nacionalista. El intento fue importante y no se trató de un hecho aislado, puesto que formó parte de todo un movimiento mexicano que caracterizó los años de 1880 a 1910 (4).
El edificio constaba de un gran grupo central, formado por un alto basamento con su escalinata central, un pórtico sostenido por atlantes, una gran cornisa y la ornamentación que al igual que todo el pabellón, estaba basada en fragmentos de arquitecturas precolombinas. Dos alas laterales con ventanas altas completaban la construcción, que encerraba dos pisos por dentro con un gran patio central. En medio de dicho patio, una escalera doble permitía la circulación entre ambos pisos. Fue proyectado y construido por Antonio Peñafiel (5) y Antonio M. Anza, ambos interesados desde hacía tiempo en la arqueología. Habían resultado ganadores de un sonado concurso al cual se presentaron numerosos proyectos dentro de esa corriente estilística (6).
En realidad, al ver las fotografías existentes de este gran pabellón, vemos que la intención de reconstruir la arquitectura del pasado fracasó. En realidad se trató de un intento de hacer arquitectura nacional, pero para una élite. Fueron los proyectistas iluminados, quienes viendo más allá del presente, quisieron jugar un rol de ideólogos sociales, planteando las formas que debería tener un arte (porque todo esto se extendió a la pintura, la escultura, el teatro y la literatura) que representara de verdad a México (7).
Luego de describir estos llamativos pabellones, que representaban a los tres países más fuertes de América Latina, quisiera referirme a uno pequeño, pero que al igual que el de México, significó una búsqueda interesante y quizás más valiosa que la de otros edificios más imponentes o lujosos: se trata del pabellón de Ecuador. Ubicada junto al pilar sur de la Torre Eiffel, lo que le confería un aspecto de pigmea, se levantó una construcción sólida, casi cúbica, con una gran puerta central y pequeñas aberturas verticales estilizadas. Se buscaba reproducir un antiguo templo inca, lo cual no se logró, pero de todas formas significó una experiencia valiosa para la época. Realizada por el arquitecto M. Chédanne, en lo que se dio en llamar «style hieroglyphique», fue de muy marcado eclecticismo. Tenía sobre la puerta una copia del tablero superior de la Puerta de Tiahuanaco (Bolivia), un relieve bajo la cornisa característico de Chan-Chan (Perú), y frente a la fachada seis «sillas manteñas» (Ecuador). Estas sillas, reproducidas a partir de esas tipicas esculturas prehispánicas de la provincia costeña de Manabí, fueron lo único verdaderamente ecuatoriano y original. Los remates del techo, en forma de almenas, fueron realmente fruto de la frondosa imaginación del arquitecto que hizo el proyecto (8).
Este pequeño edificio significó un aporte interesante de nuestro continente a ese monumento al eclecticismo que fue en su conjunto, toda la exposición. Quizá fue menos vistoso, aunque arquitectónicamente más interesante, que el pabellón que Ecuador hizo construir para la siguiente exposición en París en el año 1900 (9). En su interior hubo una nota simpática: algún ecuatoriano patriota, disgustado por el aspecto de miniatura del pabellón de su país, escribió en la pared: «la ciudad de Quito, situada a 3000 metros de altura, es diez veces más alta que la Torre Eiffel».
El edificio que Chile construyó fue, en cambio, de gran envergadura, pero fue duramente criticado por la poca cantidad de objetos expuestos en su interior. Construido en acero y hormigón armado, estaba decorado con grandes ventanales, vistosos mosaicos policromados, banderas y balcones. Desde sus inicios se lo construyó pensando en trasladarlo a Santiago, para que formara parte de la Quinta Normal como museo. Como caso raro, se expusieron libros y cuadros, además de productos tradicionales. Al edificio se lo definió como un «bátiment rustique» (10).
La muestra de Bolivia fue instalada en una construcción llamativa pero totalmente provisional, realizada en madera y yeso, pintada de vivos colores y decorada con vistosas cornisas, torres y ornamentos de escayola. Al frente, un pequeño pórtico sostenido por columnas salomónicas daban el toque «colonial». Por detrás, la salida tenía la forma del tunel de una mina de plata. En el interior, lo que más llamó la atención fue la escalera, también realizada con columnas barrocas de madera, todo ello obra del arquitecto francés P. Fouquian.
Otra construcción de tamaño mediano fue la de Venezuela, realizada en una mezcla de neocolonial abarrocado, con algún rasgo francés y detalles de otros varios estilos, totalmente pintada de blanco en el exterior y con una planta de 450 metros cuadrados. Alexander Georget la describió así:
Los Estados Unidos de Venezuela han instalado sus productos en un bonito pabellón barroco de estilo Luis XV, que descuella por su deslumbradora blancura entre 1as construcciones solidas y multicolores que lo rodean. Sin duda para romper esta unidad de coloración su arquitecto, Monsieur Paulin, ha levantado una pequeña galería con los colores nacionales, amarillo, encarnado y azul, adosada a su pabellón y en la cual se han colocado minerales de oro del Estado de Yuruary, en donde seis compañías explotan los terreno auríferos. De estas compañías las más rica son las tituladas del «Callao» y del «Callao bis»; un diagrama dorado, pirámide deslumbradora, figura su producción de 1871 a 1888 o sea 120 millones de francos.Muy cerca de allí, varios cráneos humanos de diferentes tipos de las tribus indias de las orillas del Orinoco guarnecen los escaparates de una salita estrecha, en la que se ve también un modelo de necrópolis neo-colombiana, un sarcófago de corteza, armas, pagaya o remos de indios guahibos, y hasta una corona de uñas de jaguar.
El centro del pabellón, con sus hamacas colgadas, es agradable de ver. Allí, junto a cacaos y cafés, hay maderas magníficas, azúcar de caña que parece exquisita, un plano en relieve del puerto de la Guaira, y dominándolo todo un modelo de la estatua erigida a Bolivar en el campo de batalla de Boyacá (11).
El pabellón de Nicaragua, realizado por Monsieur Sauvestre fue casi totalmente hecho de madera, con unos extraños techos cupuliformes rodeados de balaustradas y una escalera exterior que reproduce, a escala, la del castillo de Blois. El de Guatemala en cambio, diseñado por el arquitecto francés Gridaine, es un chalet mucho más sobrio y en el cual, el trabajo de carpintería se destaca por su calidad. El de Paraguay llamó la atención por estar formado de tres estructuras independientes pero unidas entre sí, superpuestas y fácilmente desarmables, y un alto mirador adosado a un lado. Su exhibición de trabajos de ñanduty causó estupor entre las damas europeas. Fue construido por Monsieur Moreau. El pabellón de Perú fue obra de René Sergent, que ya era famoso en América Latina.
Los demás pabellones, esto es, los de Uruguay, Costa Rica, Santo Domingo y El Salvador fueron obras pequeñas, casitas en su mayoría con tejas o balcones, Honduras y Haití sólo presentaron muestras en vidrieras a los lados del camino de entrada a la sección de los países extranjeros. El de El Salvador, construido por Monsieur Lequeux tuvo su llamativo toque exótico, donde no faltó lo morisco, lo colonial y los jeroglíficos mayas, todo ello en una planta de 104 metros cuadrados
Al margen de las exhibiciones oficiales de los países ya citados, Francia realizó, a través de su máximo arquitecto Charles Garnier -quien entre otras cosas había construido la Opera de París- , una muestra de casas históricas. Basándose en el libro de Eugène Viollet-le-Duc, Histoire de l’ habitation humaine, se hicieron réplicas de cada una de las viviendas de los pueblos antiguos del mundo. Infaltables fueron las casas mayas, aztecas e incas (12).
Es interesante observar que el conocimiento que los arquitectos e historiadores de la época tenían sobre las antigüedades americanas era reducido, y a veces incluso confuso. La casa azteca tenía un techo maya, y la casa maya un techo irreconocible. Es evidente que Garnier se basó en algunos libros disponibles en Francia en ese momento, como los de Désiré Charnay, Viollet-le-Duc, la Comisión Científica Francesa, el Conde Waldeck o John Lloyd Stephens, para sacar de todos ellos un potpourri en el cual campea gloriosa la fantasía. Un caso similar al de los pabellones de Ecador y México, de los que ya se habló.
De todas formas es notable que se hayan hecho viviendas, porque hasta ese entonces lo habitual era darle importancia solamente a las pirámides, templos y palacios, dejando de lado a la casa indígena. Aunque estas no fueron fiel reflejo de las reales, por lo menos evidencian una buena intención y nos ubican en la realidad de la visión del mundo prehispánico que imperaba en Europa durante el siglo XIX (13).
NOTAS
(1) Federico Ortiz y otros, La arquitectura del liberalismo en la Argentina, Sudamericana, Bueno Aires, 1968.
(2) Francois Derby, «Brasil», Revista de la Exposición Internacional de París, Montaner y Simon, Barcelona, 1889.
(3) Idem, pág. 521.
(4) Daniel Schávelzon (coordinador), La polémica del arte nacional en México (antología), en prensa Fondo de Cultura Económica, México, 1983. En esta antología se incluyeron las descripciones de la época de este pabellón y las críticas postriores.
(5) Antonio Peñafiel, Explicación del edificio mexicano para la Exposición Internacional de París, México, 1889. Peñafiel fue un médico prestigiado que escribió gran cantidad de libros y artículos sobre arqueología mexicana durante el cambio de siglo.
(6) Manuel F. Alvarez, Las ruinas de Mitla y la arquitectura nacional, México, 1900.
(7) Ver nota 4.
(8) Daniel Schávelzon, Arquitectura y arqueología del Ecuador prehispánico, UNAM, México, 1981.
(9) Daniel Schávelzon, «El Pabellón de Ecuador en la Exposición Internacional de París 1900», DANA No 11, pp. 57-58, Resistencia, 1981.
(10) Guide Illustrée de l’ Exposition Universelle de 1889, L. Danel, Paris, 1889; cita pág. 128.
(11) Alexander Georget, «Los pabellones de los nuevos mundos», Revista de la Exposición Internacional de París, Montaner y Simón, Barcelona 1889, pags. 513-520.
(12) Eugéne Viollet-le-Duc, Histoire de l’ habitation humain depuis les temps préshistoriques jusqu´ a nos jours, Hetzel et Cie., Paris, 1884.
(13) Daniel Schávelzon, »Viollet-le-Duc and the European vision of Maya archaeology during the XIX th. century», IV Mesa Redonda de Palenque Austin, 1980.