Artículo de Daniel Schávelzon y Rosa María Sánchez Lara publicado en la revista «summarios«, Año 4, número 39, volumen VII, páginas 84 a 90, correspondiente al mes de enero de 1980, ISBN 0325-6448, Buenos Aires, Argentina.
Reseñar el desarrollo de la arquitectura del siglo XX en México, implica lógicamente rastrear sus precedentes, aunque solo sea en forma rápida. Y esto significa revisar someramente la época quizás más crucial del siglo XIX: el gobierno de Porfirio Díaz, sus treinta y cuatro años de dictadura y su paralelo desarrollo urbano arquitectónico.
El gobierno porfirista (1877-1911) fue el primer momento de estabilidad económica para los sectores altos de la población, y en particular para el Estado. Por otra parte, la estructuración de un tipo diferente de economía industrial estaba permitiendo el surgimiento de nuevos sectores sociales y modificando la estructura tradicional del país.
Este fenómeno se revirtió en la arquitectura, pudiéndose encarar a través del Estado la construcción de grandes obras públicas, de enormes costos y altísima calidad. Lógicamente la visión del arte era europeizante, y la elite del poder, positivista y cientificista, apoyó un tipo de arquitectura ecléctica, que fue realizada por arquitectos italianos y franceses. Desde 1880, prácticamente, el país atravesaba por una ola ecléctica, donde los más variados elementos formales y estructurales se mezclaban en un maremagno plástico, hasta tal grado que el símbolo de México en la exposición de New Orleans de 1912 fue un pabellón morisco.
Entre las obras que de alguna manera pueden considerarse como símbolos de la época, encontramos el proyecto del Palacio Legislativo, puramente clasicista, realizado en 1897 por Emile Benard; el Correo y el Palacio de Bellas Artes, ambos de Adamo Boari (1904); la Secretaría de Comunicaciones de Silvio Contri (1906) y la Cámara de Diputados de Mauricio Campos (1910).
Además del eclecticismo formal que llevó a la arquitectura por los vastos derroteros de lo gótico, lo musulmán, lo clasicista de todo género, incluso lo pretendidamente indígena, la época vivió el ingreso industrial de nuevos materiales y técnicas: primero el acero y luego el hormigón armado. Este permitió experiencias interesantes en cuanto a estructuras, muchas veces dejadas a la vista, las que sentaron la base empírica de lo que una generación más tarde sería el Funcionalismo racionalista contemporáneo. Recordemos que en 1909 ya se había planteado la posibilidad de construir casas de losas y columnas de hormigón.
Asimismo, la mentalidad científico-positivista de la elite rectora, muchas veces cubierta de un utópico nacionalismo, impulsó la construcción de una serie de edificios de uso público, tales como escuelas, hospitales, mercados, cárceles e incluso de una nueva arquitectura industrial. Estos fueron los maestros de la que, aunque en su contra, se erigió poco después como la primera generación moderna.
En 1911 estalló la revolución que derrocó a Porfirio Díaz, llevando el país a una serie cruenta de guerras y movimientos internos, que revirtieron la situación social y económica del país. A partir de la gran revolución, podemos decir que por primera vez el país entró en el siglo XX. Este proceso, fundamentalmente agrario, produjo el surgimiento de un nuevo nacionalismo, popular e indigenista, cambios radicales en los centros de estudios y, lógicamente, un replanteamiento completo de la arquitectura.
Es así como entre los años 1910 y 1920, que duró la revolución, surgió un movimiento que tendió a crear nuevas formas, aunque no todavía nuevos sistemas de funcionamiento, que remitían al pasado «nacional», tanto prehispánico como colonial. Esta etapa, signada por el primer «neocolonial», gestó una arquitectura que si bien era hecha de hormigón armado, estuvo revestida de toques coloniales tradicionales. De todas formas, esto permitió que las primeras experiencias modernistas, en particular en las búsquedas espaciales y de funcionamiento, se hicieran mucho más «digeribles».
Por otra parte, va a ir estructurándose la justificación teórica del fenómeno, en particular a través de la obra del Ministerio de Educación, de José Vasconcelos, quien al construir en esa tónica la nueva Secretaría de Educación (1922), va a institucionalizar el estilo. En 1926 se remodeló así el antiguo Palacio Nacional, el Departamento del Distrito Federal, el Palacio del Ayuntamiento y otros edificios públicos importantes.
Entre otros arquitectos jóvenes se encuentran ya trabajando algunos como Carlos Obregón Santacilia, Manuel Ortiz Monasterio Carlos Tarditi, Bernardo Calderón y Federico Mariscal, quienes constituyeron el paso al Funcionalismo de la década del 32. Por lo general el estilo era sobrio, plano, poco decorado, y se colocaba por encima del edificio como una simple ornamentación.
Lamentablemente entre 1935 y 1945 esto desembocó en el desenfrenado «colonial californiano», totalmente abarrocado, con los marcos de puertas y ventanas profusamente trabajados, en un tipo de arquitectura tardía, ecléctica y por demás deplorable.
Sus límites últimos fueron obras de Alberto Arai, el actual «colonial mexicano» y el presunto y frustrado intento de la integración plástica de muralistas y arquitectos de la década del 50.
Como parte indisoluble del proceso, entre 1922 y 1927, surgió el moderno Funcionalismo racionalista, de corte lecorbusierano. Salvo algunas excepciones, es interesante el que haya emergido en forma bastante cómoda. Si bien recibió críticas desde su inicio, no siempre se dirigieron estos a su contenido de funcionamiento, sino más que nada a su expresión formal internacional y no de tendencia nacional.
Por otra parte, la construcción de viviendas para los sectores de bajos recursos y las modernas fábricas, habían ya abierto el camino a estas experiencias surgidas gracias a la revolución, lo que permitió que arquitectos como José Villagrán García, C. Greenham, F. Mariscal, B. Calderón, P. Doubois y L. MacGregor iniciaran la corriente del Art Decó en construcciones modernas pero recubiertas por esa típica decoración de líneas rígidas, angulosas, planos ochavados y pilastras estilizadas. En ese estilo se construyeron gran cantidad de edificios de todo tipo, incluso barrios enteros como la gran Colonia Hipódromo de 1927.
Entre estos arquitectos se destacó rápidamente José Villagrán García, quién por primera vez supo cruzar la barrera de la línea recta, entrando de lleno en una expresión racionalista. Junto a sus discípulos, forma la nueva tendencia que compitió realmente con los neocoloniales y los que mantenían la tradicional villa de tejas puramente pintoresquista (aleros pronunciados, chimeneas enormes, ventanas salientes y otros rasgos típicos).
Todos estos movimientos, algunos más formales, otros más funcionales, oscilaban de todas maneras dentro de ciertos límites impuestos no solamente por la nueva tecnología del hormigón armado, sino también dentro de una asimetría muy controlada y un pequeño dinamismo. Podemos destacar dentro del período el Departamento de Salubridad de Carlos Obregón Santacilia, y en 1930 el gran edificio de diez pisos de La Nacional, todo un alarde para la época, teniendo en cuenta las pésimas condiciones del subsuelo lacustre de la ciudad.
En la arquitectura de departamentos, cuyo auge comenzaba en esos críticos años, las experiencias que los arquitectos modernos extranjeros fueron justamente las elaboradas por las necesidades de abaratamiento de costos, reducción de espacio e incorporación de nuevas tecnologías domésticas. Como resultado de todos estos elementos es que vemos surgir hacia 1928-1929 la primera obra netamente racionalfuncionalista del país: el Sanatorio de Huipulco de Villagrán García. Si bien ya dijimos que hay antecedentes anteriores, en esta obra se conjugan una serie de elementos y expresiones plásticas que la sitúan en el medio del camino. A partir de allí las viviendas comienzan con elementos como escaleras voladas y volúmenes marcados.
En esta corriente se insertan arquitectos de otros grupos, tales como el propio Villagrán, R. Alvarez, J. L. Cuevas, y nuevos como los revolucionarios Juan Legorreta y Juan O’Gorman, quien a los veinticuatro años construye la casa de Diego de Rivera con claras influencias del Constructivismo ruso. Su compañero Legorreta, paralítico desde los veinte años y fallecido a los treinta y cuatro, formó junto con Alvaro Aburto y O’Gorman la que podemos denominar como la generación de batalla del período de la década del 30.
Poco a poco las filas modernistas se fueron ampliando, ingresando el propio Obregón Santacilia, Pérez Palacio, Enrique de la Mora, Mario Pani, Enrique del Moral, Luis Barragán, Augusto Alvarez, Carlos Lazo, Roberto Alvarez, Agustín Yáñez, Vladimir Kaspé y Max Cetto entre otros.
Como ejemplo clave podemos citar el Centro Escolar Revolución, construido en 1933 por Antonio Muñoz García. En cuanto a la expresión de los materiales las tendencias variaban entre lo aparente y lo disfrazado; entre imágenes de lujo o pobreza según el edificio que se construía.
Comienza el manejo de losas planas, columnas retiradas de la fachada, decoración lineal y sobria las más de las veces lograda mediante los propios volúmenes de la construcción, la modulación y el predominio de la proporción horizontal. Estas ideas se mantuvieron en la vanguardia hasta la década del 50, combatiendo duramente con los sectores más tradicionalistas del neocolonial. Para esos años finales comienza a destacarse justamente la obra de Félix Candela y sus grandes paraboloides hiperbólicos junto a sus delgadas cáscaras de hormigón.
En 1949 comienza a proyectarse la gran Ciudad Universitaria surgida más como una utopía que corno posible realidad. Esta obra extraordinaria por sus dimensiones y costos para la época fue el hito final de este recorrido: fue el final de una época y el inicio de otra. Los valores de la «modernidad» mexicana, cualquiera estos sean, estaban ya implantados, había una industria nacional para mantenerlos y la política del gobierno los sustentaba. Su finalización en 1952 marcó ya la nueva tendencia en las búsquedas técnico-modulares, la sistematización de la construcción, la construcción masiva y las nuevas búsquedas formales y expresivas.
Por otra parte, las primeras obras para el gobierno en sus diferentes sectores sociales también marcaron una nueva ruta para el tema. El sanatorio de Villagrán García, las veintiocho escuelas de O’Gorman, las casas de Legorreta y Aburto, fueron el comienzo de la gran arquitectura estatal en el campo del interés social.
En 1947 se construyó el primer conjunto de interés social, el Multifamiliar Miguel Alemán de Mario Pani y Salvador Ortega, para mil habitantes. En 1950 los mismos arquitectos construyeron el Centro Urbano Presidente Juárez y en 1964 Pani, Ramos y Molinar levantaron la Unidad Habitacional Nonoalco Tlaltelolco para cien mil habitantes.
Desde 1940 también venían construyéndose gran cantidad de hospitales, el gran conjunto del Centro Médico, aún hoy el más vasto conjunto hospitalario del continente, y en escuelas solamente el gobierno de Ruiz Cortínez inauguró 2.700. Durante la década del 60 se continúan las grandes obras públicas: universidades, aeropuertos, hoteles, etcétera, conformando una nueva ciudad que poco a poco va, desgraciadamente, perdiendo su aspecto tradicional, para conformar en la actualidad la ciudad más grande y poblada del mundo. Las perspectivas para 1980 son de quince millones de habitantes. Y eso ya es realidad.
Para la década del 60, la arquitectura en México cobra un sentido de contemporaneidad con intereses sociales e individuales que definen dos tendencias: una privada y otra estatal, de acuerdo con sus respectivos grupos de consumidores.
Los espacios, formas y materiales de las construcciones de nuestros días, surgen en un contexto urbano cambiante, algunos en zonas de gran belleza y amplitud, otros en lugares de hacinamiento y escasez de espacios verdes, y muchos otros en medios carentes hasta de los más elementales servicios.
En términos generales podemos decir que la actividad edilicia en México se enfrenta a grandes contrastes, por un lado pretende resolverse el problema de la vivienda de familias que han tenido la oportunidad de adquirir una casa habitación, por el otro agruparlas en viviendas unifamiliares y por otro, con programas aún más amplios, organizarlas en grandes conjuntos multifamiliares de interés social y con servicios comunes.
Pero juntamente con todo esto coexiste también la que podríamos llamar «arquitectura de autor», de búsquedas formales al extremo. En algunos casos se arribó por este camino a las formas más audaces imaginables, innovaciones en los materiales y notables cualidades expresivas, tal como las obras de Agustín Hernández.
Otra idea que surgió en los últimos años fue el intento de crear un tipo de arquitectura que reelaboraba los plantees pioneros de Luis Barragán, con planos puros, texturados, de colores fuertes, contrastantes con una sobriedad miesiana de los interiores. Sobre estos paños de muros rugosos se abren vanos profundos, grandes y planos que permitieron el surgimiento de una arquitectura de fuerte valor, buena inserción urbana y gran calidad estética. Lamentablemente esto se reduce por lo general a las grandes obras oficiales y las residencias privadas de mayor categoría.
Lógicamente, coexisten muy diversas corrientes actualmente, que por lo general van desde una continuación de Mies en cuanto a las fachadas continuas de cristal para oficinas, hasta la limpieza de las plantas para oficinas; ejemplos que por su fuerza ,podríamos situar en derivaciones brutalistas, como la Compañía de Seguros Monterrey (E. de la Mora y A. González Pozo, 1962) hasta los edificios fabriles de Legorreta o la Alberca Olímpica; hoteles tan disímiles en cuanto a volumen y expresión como el Camino Real, bajo, sobrio y con un uso intenso de colores y texturas, frente al Hilton Chapultepec y al Hotel de México que asoman, como enormes losas planas, por encima de toda la ciudad.
Lógicamente estas búsquedas, tendencias e intenciones tan contradictorias, sin entrar a juzgar sus valores reales como arquitectura, son el resultado de una ciudad enorme, congestionada, multifacética, que busca desde hace mucho una arquitectura que la represente.