Artículo publicado en la revista Summarios, “Latinoamérica: utopías y mitos”, año 9, números 100-101, correspondiente al mes de mayo 1986, pps. 48 a 52, ISSN 0325-6448, Buenos Aires, Argentina.
Poco tiempo atrás encontré —un tanto casualmente— un viejo proyecto para un Instituto Nacional de Ciegos, hecho en 1915 por un arquitecto cuyo nombre no he podido averiguar. Se trata de uno de los tantos intentos de construir en Buenos Aires un edificio de grandes dimensiones que funcionaría como asilo-escuela para no videntes. Si aceptamos que una utopía es proyectar un edificio imposible de construir, también lo es el hecho de hacer un proyecto imposible de ser utilizado. Nuestra arquitectura, durante mucho tiempo —y sobre todo cuando se obedecían los imperativos del Academicismo—, dio cabida a obras que de hecho eran más un ejercicio formal que funcional. Se las pensaba sobre la base de cánones presupuestos y predeterminados a los cuales forzosamente habían de ajustarse las necesidades reales.
La propuesta que quiero discutir tiene como fundamento una larga historia de intenciones tendientes a crear un organismo nacional para ciegos, que consiguió su primera institucionalización con la ley 5796 de 1908, y más tarde con la creación de la Institución Nacional de Ciegos (y su correspondiente Instituto), con la ley 9339 del 30 de octubre de 1913. La beata Elva San Román, quien más tarde fuera nombrada directora del Instituto, fue la que impulsó principalmente esta cuestión; el proyecto edilicio realizado en 1915 también lleva su nombre.
Este ejemplo que elegí es arbitrario, quizá no sea más que otro de los muchos casos en la arquitectura hospitalaria de principios del siglo XX; es imponente, fastuoso, respondiendo a un modelo de país dependiente que como tal no podía romper con las rígidas normas de composición impuestas desde afuera. Por supuesto, hubo obras mejoras y otras peores, como siempre, pero en este caso lo que me pareció más llamativo fue la evolución misma del proyecto. Afortunadamente, al tener las notas manuscritas del mismo autor y todos los planos, desde los borradores hasta las fachadas en color y gran tamaño, me fue posible rearmar todo el proceso de diseño. Cada corrección y cambio se anotó, y aunque en varios casos luego se borró o se pegó un papel blanco encima para dibujar nuevamente sobre él, puede verse con bastante claridad cuándo y dónde fueron modificándose las propuestas iniciales. El conjunto de documentos consta de tres paquetes: la memoria descriptiva manuscrita, un juego de planos y fachadas en color, y un juego de planos menores con los detalles de cada pabellón y sector del edificio. Para el texto y los planos pequeños se utilizaron hojas de correspondencia del barco SS. Hollandia, del Lloyd Koninklijke Hollansche. Para los planos mayores, un papel blanco con membrete de la Obra del Pueblo Laferrére.
El edificio en sí ya forma parte de una etapa de transición que se hace notable hacia 1910/1920, cuando el sistema tradicional de pabellones estaba siendo dejado de lado para dar paso al nuevo modelo tipológico del edificio centralizado. Es por ello que valdría la pena revisar un poco este método de construcción, tan caro al siglo XIX.
El sistema de pabellones diferenciados para cada actividad es sumamente antiguo, y desde el siglo XVIII se lo recomendaba para hospitales, asilos y edificios similares. Por ejemplo, el Hospital Naval de Reenwich de Christopher Wren fue proyectado en 1700 sobre la base de esa tipología. Pero solo comenzaron a erigirse hacia mitad del siglo, y el Hospital Real Naval de Plymouth hecho por Rowehead en 1756 fue modelo de lo que en la época empezó a construirse. Basta observarlo para notar la gran claridad del diseño, del partido adoptado y la buena separación entre pabellones, circulaciones y servicios. Sin duda respondía a una forma de entender la medicina típica de la Ilustración dieciochesca, pero a un planteo claro hubo una respuesta coherente. Más adelante, otros teóricos como Durand insistieron en la importancia de los pabellones y se realizaron las obras más importantes de Europa dentro de este sistema, como por ejemplo el Hospital Lariboisière de París (1839) y el Hospital para Niños de Pendlebury (1872), entre otros. Siempre hubo ejemplos buenos y mediocres, pero el sistema pabellonario superó ampliamente, para asilos, hospitales, maternidades y otros edificios de ese tipo, a las otras dos tipologías conocidas: la de patios centrales y la de panópticos1.
El fin del uso del sistema de pabellones se da en Europa hacia 1900, cuando los cambios introducidos por Pasteur y Lister en cuanto a la prevención del contagio por asepsia toman difusión y se imponen en todos los países centrales. En nuestro medio debió esperarse todavía un largo tiempo, aunque cabe destacar que para fines de la década del 30 hubo ejemplos de construcciones para estos fines pensadas en forma de unidades multifuncionales2. Pero lo que considero más importante es que el concepto de hacer pabellones o unidades constructivas aisladas, unidas por circulaciones, no tenía mucho sentido en un edificio para asilo – escuela – centro de readaptación como el que estamos viendo, cosa que el mismo arquitecto debió percibir al proyectarlo. Digo esto porque poco a poco fue tratando de disimular formalmente cada una de las unidades para unirlas con esa desproporcionada circulación central que, en realidad, parece más importante que el resto de la construcción, porque volumétricamente era lo que más se destacaba del conjunto. Esto salta a la vista si lo comparamos con el proyecto similar realizado para el mismo Instituto en 19183.
La toma de partido es simple: dado que el terreno mide 125 por 50 metros «la mejor disposición por adoptar, sin género de dudas, es la de una galería general de comunicación en el sentido longitudinal, o sea desde elcentro de una de las líneas de fachada de 50 metros al centro de la otra, y pabellones normales a esta galería general que, suponiendo tengan 21,50 metros de longitud, la cual es bastante según se ha comprobado». El texto continúa con conceptos de este tipo que ponen en evidencia la forma de proyectar académica a ultranza, donde nada debía interponerse entre una solución arbitraria tomada a priori y el resultado final. Esto se ve claramente cuando el autor dice que «siendo el edificio para ciegos, por más que estos aprendan muy fácil y prontamente la disposición de cualquier local y sus dimensiones con el sentido del tacto que tan desarrollado tienen, siempre resulta muy ventajoso dicha disposición para ellos, por su gran sencillez y regularidad, pues situados los alumnos en cualquier galería, fácilmente hallan sus clases respectivas, sus dormitorio y talleres, que están situados a derecha e izquierda de la galería de comunicación y normales a ella».
Es de por sí evidente la extrema complejidad de esta propuesta, porque si bien la idea de un pasillo troncal puede resultar adecuada, está la cuestión de las dimensiones verdaderamente amplísimas que se consideraban. Este pasillo troncal serviría de paso a salones donde se realizarían actividades muy variadas (además funcionaría como sala de espera de consultorios), y de acceso a los siete ascensores y seis escaleras con que contaría el edificio. Todo esto habría de provocar una confusión bastante notable —tanto entre los videntes como los no videntes—, sobre todo fuera de los horarios de clase. Y si a esto le sumamos —tal como veremos más adelante— que los internos tendrían sus dormitorios en un piso, los armarios dos niveles más arriba y el comedor en el sótano, los traslados habrían sido constantes y el resultado, un gran desorden.
El arquitecto también planteó que «reúne esta disposición la gran ventaja de ser muy fácil la vigilancia general, porque no habiendo escondites, digámoslo así, todo alumno tiene que hallarse en las galerías generales de comunicación». El sutil problema del control y la represión interna, aún vigentes en este tipo de instituciones en nuestro país.
El proyecto se llevó a cabo a pedido especial de la fundadora de esta orden religiosa dedicada a atender ciegos. En los textos de la memoria descriptiva —treinta y una hojas en total— se insiste una y otra vez en calificar a los no videntes de seres «desgraciados», «cargas sociales», «parte desgraciada de la humanidad», típico de una forma de ver y entender a los grupos minusválidos de la sociedad. De allí que surge la idea de este Instituto Nacional de Ciegos como un medio para «redimir» al no vidente a través del trabajo, del aprendizaje de oficios, del acceso a una cultura general que les permitiría ya «no constituir una carga para la humanidad sino, por el contrario, ser un elemento social de cultura, de progreso, de adelanto». No hay duda de que las intenciones son buenas, pero el tono general de conmiseración y superioridad refleja el sentir de una época en que ayudar a los ciegos se entendía como caridad, y no como un derecho social que en todo caso les corresponde.
El proyecto se concretó con una simpleza notable: un eje de circulación de grandes dimensiones que por sí solo ocupa el 33% de la superficie de cada piso, y a él abren los diferentes cuerpos, todo dispuesto simétricamente. A cada cuerpo se le asignó una actividad acorde con su tamaño y no con las necesidades reales de los futuros usuarios. Si dicho cuerpo era grande se lo dividía en dos o tres partes y se le adjudicaba a cada parte una función que trataba de ser coherente con las funciones de las restantes divisiones. Esto en algunos casos obligaba a que para acceder al último de los salones fuera necesario pasar previamente por los anteriormente dispuestos.
Al revisar los planos salta a la vista que el arquitecto fue cambiando de opinión y modificando sobre la marcha4, las actividades pensadas para cada pabellón. En la propuesta original el sótano serviría de comedor – cocina, depósito de carbón, depósito de alimentos y objetos generales, almacén y taller de reparaciones. La planta baja albergaría al núcleo de actividades directivas y administrativas, contando con un gran salón de conferencias, dos pabellones de clases, gimnasio, piscina, un museo-biblioteca, salón de exposición de trabajos de los alumnos, Kindergarten y un pabellón para clases de alumnos videntes. En un cambio posterior se agregó —y más tarde se quitó— un gabinete de psicología, anatomía e higiene, y un gran depósito para guardar obras de alumnos. Es decir que no había planificación que respondiera a las actividades por desarrollar en cada sector, sino que estas debían adecuarse a los espacios cualesquiera que estos fueran. El primer piso del proyecto original estaba destinado al segundo nivel de actividades administrativas, a talleres de imprenta y encuadernación, zapatería y cepillos, a efectuar labores varias, a telegrafía y mecanografía. Había también tres consultorios, un pabellón completo para musica, un entrepiso, baños en los anexos en cada extremo, y el nivel intermedio del salón principal de la planta baja. En el proyecto posterior, sin embargo, se lo asignó a aulas para clases, a una distinta distribución de los consultorios, talleres, y además se hicieron otras modificaciones menores. En el segundo piso se encontraba la casa del director ubicada sobre el núcleo de la administración, un salón de ropería y dormitorios con baños., En el proyecto posterior en cambio figuran únicamente dormitorios. El tercer piso también fue objeto de cambios, ya que llegó a incluir dormitorios, una gran enfermería y un pabellón de habitaciones especiales o más importantes. Lamentablemente, de este piso falta la versión posterior. Del último piso sabemos que en la propuesta inicial había espacios dedicados a costura, dormitorios de servicio, lugares para lavado, planchado y otros servicios. En la versión definitiva se emplazaron allí las habitaciones del personal de servicio separadas para cada sexo, un gran salón de armarios personales para los alumnos y más actividades de servicio.
Existen también ciertas soluciones espaciales que son evidentemente deficientes, quizá producto de querer adaptar espacios prediseñados a funciones muy especiales como, por ejemplo, en el caso de los consultorios que están desconectados de la enfermería —ubicada dos pisos más arriba— y que carecen de sala de espera. Parecería que el proyectista tomó nota de esta situación puesto que anotó en lápiz, delante de los consultorios —esto es en la circulación central—que los pacientes habrían de esperar en los pasillos. Es fácil imaginar las complicaciones de circulación que habrían de producirse cuando los no videntes necesitaran recorrer los pasillos con cierta libertad y estos estuvieran ocupados por sillones de espera. También supongo que lo mismo hubiera sucedido en una construcción que proponía siete ascensores ubicados en distintos lugares de la misma circulación.
En el proyecto inicial, donde al área de atención médica se le adjudica más espacio que en el posterior, se trabajó un poco más esta zona aunque sin dársele una buena solución. Por ejemplo, el acceso había de ser doble, una parte cruzando un «Practicante de enfermedades infecciosas», y la otra cruzando «Enfermedades comunes», ambas atravesando una puerta directa desde las respectivas escaleras y ascensores. Esto sugiere que el paciente debía saber de antemano qué enfermedad padecía antes de ir a la consulta, porque en el caso contrario debía salir nuevamente al pasillo y entrar por el otro extremo. No se preveía comunicación para los pacientes por el interior, a menos que estos atravesaran los espacios dedicados a laboratorio y depósito de medicamentos.
Los salones de clases presentan problemas semejantes al tener tres aulas colocadas en hilera sin un pasillo que las una, porque para acceder a la segunda y tercera hay que pasar por las otras, lo cual produce molestias y ruidos, especialmente para los no videntes. Estos casos son frecuentes en el proyecto, tanto en la versión preliminar como en la mejorada posteriormente. En el último nivel, las habitaciones para el personal de servicio tienen una entrada directa desde el pasillo a un segundo pasillo menor al cual se abren las puertas de los dormitorios, creando un espacio de circulación que, en realidad, no tiene más sentido que el de no romper la simetría en la distribución de las puertas.
Otro cambio proyectual al que no le encuentro justificación es el de los remates superiores. En la fachada en color del primer proyecto figuran dos tipos diferentes de cúpulas: unas de planta cuadrada y otras redondeadas, colocadas a ambos lados del remate central. Posiblemente el arquitecto las hizo así para ver cómo quedaban y elegir más adelante; pero en la segunda fachada optó por remates verticales con cartelas.
En ese sentido quizá sea válido comparar este proyecto con obras contemporáneas como por ejemplo el Asilo para Valetudinarios y Crónicos de Temperley, construido por Julián García Núñez5 en 1907.Se adopta el sistema de pabellones—aunque el terreno es muchísimo más grande— con galerías de unión entre ellos, y no cabe duda que es un proyecto académico, pero con un criterio mucho más pensado, con un juego volumétrico y formal de alta calidad, una categoría estilística de vanguardia para su época, y hasta una búsqueda de asimetrías visuales. Los pabellones son repetitivos, pero no por eso dejan de ser una respuesta correcta a las necesidades estipuladas y a las posibilidades arquitectónicas de la época. Algo similar sucedió con el Hospital Español construido también por García Núñez un año antes6 ocupando una manzana completa, pero para el cual adoptó el sistema de patios rodeados por escaleras, con un trabajo de proyecto que le permitió lograr un hospital que fue modelo para su época.
Las escaleras son otro de los elementos que llaman la atención. Si bien hay que estimar que el largo de la construcción es considerable —125 metros de punta a punta— el proyectista ubicó dos escaleras a sendos lados de la entrada principal. Una de ellas de servicio.
Otras dos, con ascensores en el medio, al centro y del lado opuesto a la gran circulación. Otras dos en sendos extremos de este pasillo que atraviesa todo el conjunto. Es decir, seis escaleras y siete ascensores. Y se trataba de un edificio para ciegos el que, según la propuesta «no debía tener escondrijos».
Este conjunto de críticas puede hacerse extensivo a buena parte de nuestra arquitectura académica, donde las reglas de la composición son tan rígidas que difícilmente pueden darse respuestas correctas a las necesidades planteadas. Hacia 1915 la arquitectura en nuestro país ya estaba sintiendo algunos primeros vientos de cambio, sobre todo en cuanto a tratar de resolver problemas sobre los que ya había amplia capacidad —como en arquitectura hospitalaria—, con la aplicación de experiencias anteriores7. Sin duda, otro profesional hubiera propuesto una solución diferente —ya fuera mejor o peor— para este edificio. La idea sin embargo no pasó de los papeles, y solo hubo construcciones especiales para los no videntes varios años más tarde.
Notas
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Las publicaciones más accesibles en nuestro medio sobre el tema son N ikolaus Pevsner, Historia de las tipologías arquitectónicas,Editorial G. Gili, Barcelona, 1980; Helen Rosenau, Social purpose in architecture: Paris and London compared: 1760-1800, Studio-Vista, Londres, 1970.
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Este cambio comenzó a darse en Europa central desde 1905, pero solo hacia 1920 se transforma en un imperativo de diseño reconocido.
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Una vista general del proyecto ha sido incluida entre las ilustraciones.
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El proyecto original es el que posee memoria y planos más detallados; el posterior en cambio fue mejor representado, a mayor escala pero con menos detalles.
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Elda Santalla, Julian García Núñez, Instituto de Arte Americano e Investigaciones Estéticas, Buenos Aires, 1968.
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Idem.
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Federico Ortiz y otros, La arquitectura del liberalismo en la Argentina, Editorial Sudamericana, Buenos Aires, página 187.
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