Artículo de Daniel Schávelzon y Esperanza Garrido publicado en el suplemento «Sábado» del periódico Unomasuno, número 359, correspondiente al 15 de septiembre de 1984, México.
– I –
Este trabajo intenta desarrollar algunas ideas sobre un aspecto del arte latinoamericano: la relación del artista con su realidad social. Trataremos de revisar un caso de los muchos que por suerte existen en nuestro continente, en que un pintor – Oswaldo Guayasamín – , realiza una obra marcadamente politizada y con una carga ideológica concreta, pero manteniéndose siempre dentro de los límites del realismo, tan criticado a su vez por los grupos vanguardistas a ultranza.
Nos interesa destacar lo siguiente, aunque sabemos que el tema no se agota allí mismo: cómo el ser artista de ruptura, y aportar cosas concretas a la realidad social de su país, no implica el utilizar ismos estéticos de moda, o el tener que negar todo contacto con la realidad en la representación.
Guayasamín nos pareció, por lo tanto, un caso interesante de ser estudiado con cierto detenimiento, en especial en dos etapas de su producción, lo que se nos facilitó por la convivencia con el artista durante los años de 1976 y 1977, en su residencia en Quito, Ecuador.
Desde hace mucho tiempo en América Latina, existen varias polémicas respecto al arte que realmente representa a nuestro continente. ¿Cuáles son las manifestaciones que indican un camino hacia la construcción de una cultura tanto nacional, como latinoamericana, que exprese nuestra realidad, y aporte hacia su superación? Desde el siglo pasado han habido intentos de crear, o impulsar ciertas tendencias de las diversas artes, en función tanto de intereses personales como de posiciones políticas o ideológicas. Se ha hablado también de la imposibilidad de poseer un arte propio en un mundo caracterizado justamente por la trasnacionalización de la cultura.
En los últimos años, y no casualmente, se ha podido vislumbrar con más claridad la división de las artes plásticas en dos corrientes marcadamente opuestas, tanto formalmente como en cuanto al contenido que conllevan. Por una parte un arte geométrico o puramente abstracto e informal, cuya posición se basa en la ruptura de cánones de forma, como manera de avanzar hacia una sociedad más justa. Por otra parte, artistas que sin dejar de lado actitudes que pueden ser tachadas de tradicionales, llenan su obra de carga ideológica. Y en ambos casos nos estamos reduciendo a quienes, en ambas tendencias, no han abandonado el cuadro convencional, es decir la pintura de caballete.
El problema de la relación entre ideología, arte, formas de presentar la producción artística y la actividad política del artista fuera de su obra específica son temas largos para discutir, y tiene a su vez una larga bibliografía para cada una de las muchas posturas que los críticos y los artistas han ido asumiendo a lo largo de todo un siglo. Pero no es nuestro interés entrar en esa polémica desde la perspectiva teórica, sino por el contrario, observar cómo un hombre profundamente comprometido, tanto con el arte como con la sociedad, encaró el problema: sus logros y sus posibilidades en una América Latina cada vez más compleja y conflictiva; en la cual el papel del artista es fundamental para crear una sociedad más justa e igualitaria.
Pero antes de entrar en la obra de Guayasamín, debemos recordar que las posturas de los artistas han sido por lo general muy claras: desde la posición netamente elitista de un arte supuestamente culto, sólo comprensible por quienes podían acercarse y entenderlo, hasta un arte que intentaba fijar en sus imágenes la vida cotidiana y sufrida del pueblo. Desde quienes pensaron que el verdadero trabajo estaba junto al pueblo, como Francisco Goitia -viviendo con él, no hablando de él -, hasta quienes se encerraron en su torre de marfil y le dieron a su arte un supuesto contenido ideológico progresista al desarrollar temáticas populistas. Recordemos que más allá del motivo representado, un cuadro, o cualquier obra de arte en nuestra sociedad, es una mercancía, que entra en los sutiles mecanismos del consumo y de mercado desde que el artista la termina. El arte verdaderamente revolucionario no lo es por su atadura a los cánones tradicionales de forma y color, ni por su ruptura con ellos, sino por su inserción real y concreta en la práctica que conlleve a un cambio en el sistema en que vivimos.
La obra de Oswaldo Guáyasamín se encuadra dentro de una corriente latinoamericana que creemos debe ser estudiada con mayor profundidad, sopesados sus logros y avances, sus posibilidades para actuar como mecanismo de enfrentamiento, como catalizador de conflictos sociales. Guayasamín, pese a su enorme prestigio internacional, los libros publicados sobre su obra, y su museo y fundación para la cultura en la ciudad de Quito, aún no es aceptado en su país por la alta burguesía dominante o los militares en el poder. Y eso no es casual. Es tal vez por esto que en sus murales no encontramos la misma fuerza que en su obra de caballete.
– II –
Cuando Oswaldo Guayasamín terminó sus estudios en la Escuela de Bellas Artes de Quito, el mundo se hallaba enfrascado en la segunda guerra mundial. Las vanguardias artísticas en Europa desarrollaron una serie de nuevos estilos conocidos generalmente como ismos que América asimiló poco a poco.
Con las constantes migraciones de los artistas e intelectuales hacia el nuevo continente, en busca de paz y libertad, la capital de las corrientes de avanzada se desplazó de París a Nueva York.
El mundo del arte en los años posteriores a la guerra pareció dividirse en dos bandos: lo figurativo y lo no figurativo. En pintura se empezó a hablar de «pintura de contenido» y «pintura formalista»; a partir de la década de los sesentas esto se acentuó con el arte Op y Cinético.
Si hubiera que ubicar a Oswaldo Guayasamín dentro de este contexto quedaría desde luego dentro de las corrientes figurativas y de contenido, como lo apuntamos anteriormente.
Siendo todavía estudiante Guayasamín, ya los muralistas mexicanos habían abierto la puerta y consolidado un tipo de pintura autónoma que respondía a la realidad presente y al pasado de su país, pintura que a la vez se valla de los logros de las escuelas europeas, asimilándolas, transformándolas.
Un viaje tempranero en 1942 y 1943 por Estados Unidos y México, completan su formación y lo ponen en contacto con los logros obtenidos por otros pintores y corrientes artísticas. Experiencia que después enriquecerá al recorrer otros países de América, Europa y de Asia.
La década de los cuarenta fue para Ecuador sumamente agitada, entre guerras civiles, golpes de estado y dictaduras, además de los serios problemas fronterizos con el Perú. En los años siguientes el país ha tenido periodos de calma cada vez mayores; sin embargo el pueblo sigue sufriendo malas condiciones de vida en franca desventaja frente a las clases dominantes.
La vida para el pueblo de Ecuador es difícil, no encuentra la forma de integrarse o desarrollarse en un país que fue agrícola y que está dejando de serlo en aras del petróleo y de una muy incipiente industrialización. En especial es difícil para el mestizo sin identidad con el indio y sin cabida en el mundo del blanco.
Guayasamín representa este corazón de la nación al ser él mismo mestizo. Así va a penetrar hasta las entrañas de sus hermanos, de su pueblo; primero pintará su cuerpo, después se adentrará en él y lo despojará de lo accesorio; nos va a presentar su esencia: eso que lo hace ni mestizo, ni indio, ni blanco, ni ecuatoriano, ni latinoamericano. Eso que lo hace hombre. Y para Guayasamín el hombres es dolor, dolor que hace brotar el llanto y después el llanto se vuelve piedra, despierta ira.
Todos los recuerdos infantiles de Oswaldo Guayasamín son, con sus propias palabras, tristes y amargos. Nace el 6 de julio de 1919 en la ciudad de Quito, su padre es indio, su madre es mestiza. Es el mayor de los diez hijos del matrimonio Guayasamín; entre penurias económicas y de toda índole crece ayudandole a su madre en la tienda de licores mientras que su padre aparece sólo esporádicamente para engendrar un nuevo hijo y repartir azotes. Azotes físicos y morales pues destruye con furia los dibujos con los que su hijo Oswaldo «pierde el tiempo». Estos dibujos juveniles, casi infantiles, son retratos de artistas y vistas de su ciudad, esa ciudad de Quito a la que en su madurez dedica excelentes y vigorosos paisajes; cuadritos que vende por unos cuantos sucres a los turistas o a los propios quiteños que simpatizaban con el muchacho y su arte.
A pesar de tener todo en contra ingresa a la Escuela de Bellas Artes, sobresale desde el principio como alumno destacado.
En 1941 se gradúa como pintor y escultor y al año siguiente revoluciona el medio artístico y cultural del país con su primera exhibición. En seguida obtiene el primero de una cuantiosa serie de premios que le han sido otorgados por su obra.
De su viaje a México resultan especialmente fructíferos dos encuentros: uno con José Clemente Orozco y otro con Pablo Neruda. Con el primero compartió el gusto por la pintura de contenido, también la angustia que a ambos les produce el sufrimiento y el incierto destino del hombre. Pablo Neruda hizo poesía la pintura de Guayasamín y el pintor plasmó en el lienzo la poesía del gran chileno.
La obra de Guayasamín es numerosa y rica ya que abarca diferentes géneros dentro y fuera de lo pictórico. Como escultor maneja formas abiertas de lenguaje sintético; plantea tantas posibilidades que casi podemos decir que se mueve en el terreno de las promesas; ligada a la escultura en cuanto a manejo del volumen, está la joyería a la que Guayasamín ha sabido imprimir un sello de hombre recio sin faltar la delicadeza que este género requiere. También abarca su obra algunos murales en edificios públicos de la ciudad de Quito, pinturas y mosaicos que se integran dócilmente en forma y contenido a la arquitectura y al paisaje urbano.
En esta tierra bañada en sangre y lagrimas, el alma de Guayasamín se cimbra y su pincel opta por la causa de los menos afortunados. La injusticia y el dolor marcaron su alma desde niño y es con ese sollozo infantil apenas contenido, que el hombre, el pintor, deja fluir un llanto tibio de pintura hecha lágrimas. Gracias a su infancia desgraciada y pobre, él puede ahora adentrarse en el alma de los marginados y desnudarlos de la carne, del hueso, de la misma persona y dejar sólo esencias: dolor puro.
Guayasamín viaja, observa, vive las penalidades de su pueblo latinoamericano; y es tanto, tanto lo que le hierve la sangre, tanto lo que ve y comprende, tanto lo que quiere hacer comprender al espectador que un lienzo no basta, ni dos, ni tres, ni cien. Pinta entonces temas por series. Lienzo tras lienzo insistiendo, ahondando en el mismo tema que nos presenta desde todos los ángulos en un intento de agotar sus posibilidades.
Aquí reproducimos algunos cuadros de la serie la Edad de la Ira. Es una visión personal del mundo que le rodea. Pinta lo que entiende del hombre más que lo que ve: lo que vivió de niño. Conoce el orgullo y el «pecado» de ser indio, sabe lo que es perder al amigo entrañable a causa de injusticias y de represión.
Guayasamín pinta y quiere que el espectador comparta con él y con sus personajes el grito, la desesperanza, el dolor. Si nos dejamos llevar por la fascinación de estas pinturas y penetramos en los seres de ojos desorbitados y manos huesudas e inmensas, podemos descubrir el alma sangrante de los habitantes menos afortunados de nuestra América ¿o del mundo?.
Podemos pasar de las víctimas a los culpables, del dolor a la rebeldía; a la Edad de la Ira. No existe en Guayasamín el dolor resignado, el sufrimiento pasivo que se ha querido ver tradicionalmente en nuestro pueblo.
Pocas veces es tan nítido el proceso creador: autor – obra – espectador, como en esta Edad de la Ira. El pintor comparte el dolor del pueblo; gratuito, injusto, castigo sin pecado, raza sometida, condenada, humillada…
En su obra plasma criaturas no en actitudes rebeldes sino exahustas, aniquiladas de sufrimiento, impotencia, desdicha, miseria, golpes, injusticia, desesperación, y lo más trágico: desesperanza.
En el espectador inteligente y atento poco a poco va surgiendo más que compasión un coraje vivo, un agolpamiento de sangre que quema; en una palabra, comienza a vivir nuestra edad. La Edad de la Ira. Ira que invita a la acción, ira que busca y encuentra culpables, ira que acusa, ira que va más allá de la pintura.
Guayasamín no susurra, pinta a gritos y Camón Aznar nos dice: «gritos necesarios a conciencias sordas»; gritos acusadores, franco reto a los culpables, les presenta sus víctimas con algo más que crudeza. Las víctimas también gritan pero sin odio, despavoridos, muertos en vida con expresiones que van mucho más allá del miedo; son los rostros del terror. Lo que tenemos ante nuestro ojos es un sufrir seco, sin razón, justificación o término; los personajes totalmente aturdidos sin poder encontrar el porqué. El pintor se adentra cada vez más llegar a la médula de sus personajes éstos dejan de ser ecuatorianos, o americanos, o indios, o mestizos o blancos. Son, simplemente hombres; el hombre.
Además de El Pentágono, que representa las imágenes de los culpables; decrépitos, deformes, crueles, viciosos, las obras que aquí se reproducen se pueden dividir en dos grupos: Mujeres llorando y Manos, siempre dentro de la Edad de la Ira. Estas mujeres llorando de Guayasamín, desprovistas de todo detalle anecdótico se actualizan constantemente haciendo eco al llanto de madres de hijos enfermos, pobres, presos, desaparecidos, asesinados… Mujeres que podemos encontrar en cualquier lugar donde la injusticia sea dueña y señora, mujeres que ya olvidaron cómo era la vida antes de ser calvario. Guayasamín las crea entre 1963 y 1965, pero ellas se renuevan constantemente ¿cómo no recordar al verlas, las madres de Plaza de Mayo en Buenos Aires?. Dolor tal vez de mujeres vejadas, cansadas, abandonadas, viejas de pocos y muchos años. Mujer de manos vacías, abiertas, mostrando sus líneas duras que se repiten en el rostro asombrado. Los ojos sin llanto en otra mujer con las manos recogidas y la cabeza baja. Unas manos angulosas y grandes son el refugio del sollozo que escapa de una mujer más, en extremo angustiada.
Mujer que implora con las manos juntas y la mirada en lo alto escudriñando con sus facciones endurecidas. Otra más parece desmembrarse. Mujer que con bellísimas líneas angulosas dobla la frente sobre una mano, mientras la otra es un pilar que la sostiene. Blanco y negro, nada más; el color no aparece, el contraste entre los dos polos de la gama acentúa la gravedad del tema.
En el otro grupo de reproducciones tenemos manos y rostros, estos últimos nunca completos, siempre velados en parte por alguna sombra y sobre todo por líneas firmes que conforman las manos. El Homenaje a Salvador Allende: sorpresa, un golpe más, una esperanza menos.
Hablamos en párrafos anteriores del terror presente de un modo o de otro en toda esta Edad de la Ira, así resulta asombroso que las mismas manos sean de ternura; vemos también manos del silencio como mordaza que difícilmente puede contener el grito que los ojos desorbitados anuncian.
Largas y huesudas las manos de las víctimas; bofas y repugnantes las insaciables sobre las que cae la sangre, la culpa.
Oswaldo Guayasamín es sin duda un pintor con grandes recursos técnicos para sustentar sus temas. Es el gran innovador en su país. Mantiene viva y actualizada la pintura de caballete. Sus recursos pictóricos son amplios, renueva en cada lienzo todas las posibilidades de la pintura y a la vez nunca las agota. Ahora, en el anochecer del siglo XX, la pintura de Oswaldo Guayasamín es renovadora, y lo es desde su tradicional lienzo, lo es en su juego de dos dimensiones; porque él, el pintor, él tiene mucho que decir. Y no sólo lo dice: lo grita.
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